SEAN SANTOS Y CAPACES, PERDONEN TODO Y SIEMPRE: PALABRAS DEL PAPA EN SU ENCUENTRO CON SACERDOTES Y CONSAGRADOS EN VERONA (18/05/2024)

En la ciudad que inspiró el atormentado drama shakesperiano de Romeo y Julieta, el Papa Francisco invitó este 18 de mayo a inspirarse en el Evangelio para comprometerse a sembrar por doquier un amor más fuerte que el odio y la muerte. “Sueñen así a Verona, como la ciudad del amor, no solo de la literatura, sino de la vida”, exhortó el Papa al final de su discurso a los sacerdotes y religiosos reunidos en la Basílica de San Zenón, cuyo texto transcribimos a continuación, traducido del italiano:

Quise comenzar saludando a estas mujeres que son las monjas de clausura. ¿han visto cómo estaban todas? Porque en la clausura, no se pierde la alegría. Está la alegría. Y son muy buenas: nunca chismorrean, son buenas. Gracias, hermanas.

Queridos sacerdotes, queridas religiosas y queridos religiosos, ¡buenos días!

Les agradezco por estar aquí. Doy las gracias al Obispo por la acogida y por todo el trabajo que está realizando junto con ustedes. Es hermoso encontrarnos en esta Basílica románica, una de las más bellas de Italia, que también inspiró a poetas como Dante y Carducci. Y estar aquí juntos, el obispo, los sacerdotes, religiosos y religiosas, y mirar este espléndido techo del casco nos hace sentir que estamos dentro de una gran barca, y nos hace pensar en el misterio de la Iglesia, la barca del Señor que navega en el mar de la historia para llevar a todos la alegría del Evangelio.

Esta imagen evangélica nos recuerda al menos dos cosas sobre las que me gustaría detenerme con ustedes: la primera es la llamada, la llamada recibida y que siempre hay que acoger; y la segunda es la misión, que hay que desempeñar con audacia.

Ante todo, acoger la llamada recibida: primer punto de nuestra reflexión. Al comienzo de su ministerio en Galilea, Jesús pasa por la orilla del lago y fija su mirada en una barca y en dos parejas de hermanos pescadores, los primeros echando las redes y los otros arreglándolas. Se acerca y les llama para que le sigan (cf. Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20). No olvidemos esto: en el origen de la vida cristiana está la experiencia del encuentro con el Señor, que no depende de nuestros méritos o de nuestro compromiso, sino del amor con el que Él viene a buscarnos, llamando a la puerta de nuestro corazón e invitándonos a una relación con Él. Yo me pregunto y les pregunto: ¿Me he encontrado con al Señor? ¿Me dejo encontrar por el Señor? Más aún, en el origen de la vida consagrada y de la vida sacerdotal, no estamos nosotros, nuestros dones o algún mérito especial, sino que está la sorprendente llamada del Señor, su mirada misericordiosa que se ha inclinado sobre nosotros y nos ha elegido para este ministerio, aunque no seamos mejores que los demás, somos pecadores como los demás. Esto, hermanas y hermanos, es pura gracia, pura gracia. Me gusta lo que San Agustín decía: Mira a un lado y al otro, busca el mérito y no encontrarás nada, sólo gracia. Es pura gracia, pura gratuidad, un don inesperado que abre nuestro corazón al asombro ante la condescendencia de Dios. La gracia provoca esto: el asombro. “¡Yo nunca me imaginaba algo como esto!…”. El asombro cuando estamos abiertos a la gracia y dejamos que el Señor trabaje en nosotros.

Queridos hermanos sacerdotes, queridas hermanas y hermanos religiosos: ¡busquemos no perder nunca el asombro de la llamada! Recuerden el día en el cual el día el Señor me llamó. Tal vez cada uno de nosotros recuerda bien cómo fue la llamada o al menos el tiempo de la llamada: recuérdenlo, esto nos trae alegría; también nos lleva a llorar de alegría por el momento de la llamada – “¡Tú, ven!” – “¿Quién, aquél?” – “¡No, tú!” – “¡Sí, no… ¡aquél otro?” – “¡No, tú, tú!” – “¡Pero Señor, aquél es más bueno que yo…” – “¡Tú!” “¡Desgraciado, pecador, como eres, pero tú!”. No olvidemos el momento de la llamada. Este asombro, ¡qué hermoso! Y esto se alimenta de la memoria del don recibido por gracia: siempre debemos mantener esta memoria en nosotros.

Este es el primer fundamento de nuestra consagración y de nuestro ministerio: acoger la llamada recibida, acoger el don con el que Dios nos ha sorprendido. Si perdemos esta conciencia y esta memoria, corremos el riesgo de ponernos a nosotros mismos en el centro en lugar del Señor; sin esta memoria corremos el riesgo de agitarnos en torno a proyectos y actividades que sirven más a nuestras propias causas que a la del Reino; corremos el riesgo de vivir incluso el apostolado en la lógica de la promoción de nosotros mismos y de buscar el consenso, incluso buscando hacer carrera y esto es terrible, en lugar de gastar nuestra vida por el Evangelio y por un servicio gratuito a la Iglesia. Es Él quien nos ha elegido (cf. Jn 15,16), es Él, Él está al centro. Si recordamos esto, que Él me ha elegido, incluso cuando sintamos el peso del cansancio y de alguna decepción, permanecemos serenos y confiados, seguros de que Él no nos dejará con las manos vacías. Nunca. Nos hará esperar, eso es cierto, pero no nos dejará con las manos vacías. Como los pescadores, entrenados en la paciencia, también nosotros, en medio de los complejos desafíos de nuestro tiempo, estamos llamados a cultivar la actitud interior de la espera. La paciencia: espera y paciencia, así como la capacidad de afrontar lo imprevisto, afrontar los cambios, afrontar los riesgos asociados a nuestra misión; con apertura, pero con el corazón despierto, y pedir al Espíritu Santo esa capacidad de discernir los signos de los tiempos: esto no, esto sí, esto no está bien. Y todo eso podemos hacerlo porque en el origen de nuestro ministerio está la llamada del Señor, y Él no nos dejará solos. Podemos echar las redes y esperar con confianza. Esto nos salva, incluso en los momentos más difíciles; por eso, acordémonos de la llamada, acojámosla cada día y permanezcamos con el Señor. Todos sabemos que hay momentos difíciles, los hay. Momentos de oscuridad, momentos de desolación… En esos momentos oscuros, recuerden la llamada, la primera llamada, y de ahí, tomen fuerzas.

Cuando esta experiencia de recordar la primera llamada está bien arraigada en nosotros, entonces podemos ser audaces en la misión a realizar. Y pienso de nuevo en el mar de Galilea, esta vez después de la resurrección de Jesús. Él, a orillas de ese mismo lago, vuelve a encontrarse con los discípulos y los encuentra decepcionados, entristecidos por un sentimiento de derrota, porque habían salido a pescar “pero aquella noche no habían pescado nada” (cf. Jn 21, 3) – y cuántas veces nos sucede esto, en la vida religiosa, en la vida apostólica–, entonces el Señor los sacude de esa resignación, los exhorta a intentarlo de nuevo, a echar de nuevo la red; y ellos «la echaron y ya no podían volver a sacarla por la gran cantidad de peces» (v.6). En los momentos de la desilusión, no detenerse, resistir. Resistir. Tantas veces olvidamos esto: a ninguno de nosotros cuando comenzamos este camino, el Señor nos dijo que todo seria bello, consolador. No. La vida está hecha de momentos de alegría, pero también de momentos oscuros. Resistir. El valor de seguir adelante y el valor de resistir.

La audacia – la audacia apostólica – es un don que esta Iglesia conoce bien. Si hay, de hecho, una característica de los sacerdotes y religiosos veroneses, es precisamente la de ser emprendedores, creativos, capaces de encarnar la profecía del Evangelio. Gracias, gracias por esto. Y este espíritu emprendedor, se trata de un sello –digámoslo así – que ha marcado su historia: basta pensar en la huella dejada por tantos sacerdotes, religiosos y laicos en el siglo XIX, a los que hoy podemos venerar como Santos y Beatos. Testigos de la fe que supieron unir el anuncio de la Palabra con el servicio generoso y compasivo a los necesitados, con una “creatividad social” que propició el nacimiento de escuelas de formación, hospitales, asilos de ancianos, casas de acogida y lugares de espiritualidad. Esta audacia de ser creativos para el Pueblo de Dios.

Muchos de estos santos y santas del siglo XIX se encontraban entre sus contemporáneos e, inmersos en la turbulenta historia de su tiempo, a través de la fantasía de la caridad animada por el Espíritu Santo, lograron crear una especie de “santa fraternidad”, capaz de ir al encuentro de las necesidades de los más marginados y los más pobres y de cuidar de sus heridas. No olviden esto: las heridas de la Iglesia, las heridas de los pobres. No olviden al Buen Samaritano, que se detiene y va allí a curar las heridas. Una fe que se tradujo en la audacia de la misión. Necesitamos esto también hoy: la audacia del testimonio y del anuncio, la alegría de una fe activa en la caridad, el ingenio de una Iglesia que sabe captar los signos de nuestro tiempo y responder a las necesidades de los que más luchan. Audacia, valentía, capacidad de comenzar, capacidad de arriesgarse.  A todos, lo repito, a todos debemos llevar la caricia de la misericordia de Dios.

Y sobre esto, queridos hermanos sacerdotes, me detengo en una cosa – me dirijo a los sacerdotes, que son ministros del Sacramento de la Penitencia. Por favor, perdonen todo, perdonen todo. Y cuando la gente viene a confesarse, no vayan ahí a interrogar “¿pero cómo?...”, nada. Y si no son capaces en ese momento de entender sigan adelante, el Señor ya entendió. Pero, por favor, no torturen a los penitentes. Me decía un gran Cardenal que, fue penitenciario, era muy conservador, pero respecto a la penitencia, le escuché decir: “Cuando una persona viene conmigo y siento que tiene dificultad en decir las cosas, digo: ‘Ya entendí, siga adelante’. Yo no entendí, pero Dios entendió”. Esto, en el Sacramento de la Reconciliación. Por favor, que no sea una sesión de tortura. Por favor, perdonen todo. Todo. Y perdonen sin hacer sufrir, perdonen abriendo el corazón a la esperanza. A ustedes sacerdotes, les pido esto. La Iglesia necesita perdón y ustedes son los instrumentos para perdonar. A todos. A todos debemos llevar la caricia de la misericordia de Dios. Especialmente a los que tienen sed de esperanza, a los que se ven forzados a vivir en los márgenes, heridos por la vida, o por algún error cometido, o por las injusticias de la sociedad, que siempre se cometen a costa de los más frágiles. ¿Entendido? Perdonen a todos.

La audacia de una fe activa en la caridad, la han heredado ustedes de su historia. Y entonces quisiera decirles con San Pablo: «No se desanimen haciendo el bien» (2 Tes 3, 13). No cedan al desaliento: sean audaces en su misión, sigan sabiendo hoy ser una Iglesia que se hace cercana, que se acerca a las encrucijadas de los caminos, que cura las heridas, que da testimonio de la misericordia de Dios. Es de este modo que la barca del Señor, en medio de las tormentas del mundo, puede poner a salvo a tantos que, de otro modo, correrían el riesgo de naufragar. Las tormentas, como sabemos, no faltan en nuestros días, hay muchas, no faltan. Muchas de ellas tienen sus raíces en la avaricia, en la codicia, en la búsqueda desenfrenada de satisfacer al propio yo, y se alimentan en una cultura individualista, indiferente y violenta. Las tormentas, en mayor parte, vienen de aquí.

Y son tan actuales, en este sentido, las palabras de San Zenón, que afirma: «No es una culpa aislada – queridísimos hermanos – dejarse vencer por los grilletes de la avaricia. [...] Pero desde que el mundo entero ardió en el incendio de esta plaga inextinguible, la avaricia, según se cree, dejó de ser una culpa, porque no ha dejado a nadie que se la reproche. Todos se lanzan de cabeza a viles ganancias y no se ha encontrado a nadie que le imponga la mordedura de la justicia. [...] Por ello ocurre que todas las naciones caigan momento a momento a consecuencia de las heridas mutuas» (Discurso 5 [I, 9], Sobre la avaricia). El riesgo es este, incluso para nosotros: que el mal se convierta en “normal” – “Esto es normal, esto es normal”. No. Es un riesgo, este. El mal no es normal, no debe ser normal. En el infierno sí, pero aquí no. El mal no puede ser normal. Y que nos acostumbremos a las cosas malas: “Todo el mundo lo hace, entonces también yo”. Así nos convertimos en cómplices. En cambio, hablando a los veroneses, San Zenón dice: «Que sus casas estén abiertas a todos los viajeros, que debajo de ustedes nadie ni vivo ni muerto haya sido visto desnudo durante mucho tiempo. Ahora nuestros pobres ignoran lo que es mendigar comida» (Discurso 14 [I, 10], Sobre la avaricia). ¡Que estas palabras puedan ser verdad hoy para ustedes!

Hermanos y hermanas, ¡gracias! Gracias por haber entregado sus vidas al Señor y por su compromiso con el apostolado. Hace algunos días estuve reunido con sacerdotes que ya están “jubilados”, de 40 años de sacerdocio en adelante, y vi a esos sacerdotes que han dado la vida al Señor y tienen esa sabiduría en el corazón, y les dije lo mismo: Gracias por su compromiso con el apostolado. Sigan adelante con valentía. Mejor: ¡sigamos adelante con valentía, todos! Tenemos la gracia y la alegría de estar juntos en la barca de la Iglesia, entre horizontes maravillosos y tempestades alarmantes, pero sin miedo, porque el Señor está siempre con nosotros, y es Él quien tiene el timón, quien nos guía, quien nos sostiene. Y esto no sólo lo digo a los sacerdotes, también a ustedes religiosos y religiosas. ¡Adelante, valentía! A nosotros nos toca la tarea de aceptar la llamada y ser audaces en la misión. Como decía uno de sus grandes santos, Daniele Comboni: «Santos y capaces. [...] Lo uno sin lo otro vale poco para quien sigue la carrera apostólica. El misionero y la misionera no pueden ir solos al paraíso. Solos irán al infierno. El misionero y la misionera deben ir al paraíso acompañados por las almas salvadas. Por tanto, primero: santos, [...] pero esto no basta: se necesita caridad" (Escritos, 6655), ambas cosas.

Esto les deseo a ustedes y a sus comunidades: una “santidad capaz”, una fe viva que con caridad audaz siembre el Reino de Dios en cada situación de la vida cotidiana. Y si el genio de Shakespeare se inspiró en la belleza de este lugar para contarnos las atormentadas vicisitudes de dos amantes, obstaculizados por el odio de sus respectivas familias, nosotros, cristianos, inspirados por el Evangelio, comprometámonos a sembrar por todos lados un amor: donde hay odio, que yo ponga amor, donde hay odio que yo sea capaz de sembrar amor. Un amor más fuerte que el odio – hoy hay tanto odio en el mundo –, sembrar un amor más fuerte que el odio y más fuerte que la muerte. Sueñen así a Verona, como la ciudad del amor, no sólo en la literatura, sino en la vida. Y que el amor de Dios los acompañe y los bendiga. Y por favor, le pido que oren por mí. Pero oren a favor, no en contra. Gracias.

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