CATEQUESIS DEL PAPA: LA HUMILDAD ES FUENTE DE LA PAZ EN EL MUNDO Y EN LA IGLESIA (22/05/2024)

El Santo Padre Francisco dedicó a la humildad su vigésima y última catequesis del ciclo sobre los vicios y las virtudes que había comenzado en la Audiencia General del pasado 27 de diciembre. A los fieles reunidos en la Plaza de San Pedro, les describió sus características, se detuvo en la Virgen María, la mujer humilde por excelencia, y luego resumió los frutos que brotan de la “pequeñez interior”. Precisamente la humildad y la pobreza de espíritu son mostradas por los Evangelios como “la fuente de todo”, subrayó el Papa, en su catequesis cuyo texto compartimos a continuación, traducido del italiano:

La humildad

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Concluimos este ciclo de catequesis deteniéndonos en una virtud que no forma parte del septenario de virtudes cardinales y teologales, pero que está en la base de la vida cristiana: esta virtud es la humildad. Ella es la gran antagonista del más mortal de los vicios, es decir, la soberbia. Mientras el orgullo y la soberbia hinchan el corazón humano, haciéndonos aparentar más de lo que somos, la humildad devuelve todo a su justa dimensión: somos criaturas maravillosas pero limitadas, con virtudes y defectos. La Biblia desde el principio nos recuerda que somos polvo y al polvo volveremos (cf. Gen 3, 19); «humilde», de hecho, viene de humus, es decir, tierra. Sin embargo, en el corazón humano surgen a menudo delirios de omnipotencia, tan peligrosos, y eso nos hace mucho daño.

Para liberarnos de la soberbia bastaría muy poco, bastaría contemplar un cielo estrellado para redescubrir la justa medida, como dice el Salmo: «Cuando veo tu cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has fijado, ¿qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo del hombre, para que de él te ocupes?» (8, 4-5). La ciencia moderna nos permite ampliar mucho más el horizonte y sentir aún más el misterio que nos rodea y nos habita.

¡Bienaventuradas las personas que guardan en su corazón esta percepción de su propia pequeñez! Estas personas están a salvo de un vicio terrible: la arrogancia. En sus Bienaventuranzas, Jesús parte precisamente de ellos: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3). Es la primera Bienaventuranza porque es la base de las que siguen: de hecho, la mansedumbre, la misericordia, la pureza de corazón nacen de ese sentido interior de pequeñez. La humildad es la puerta de entrada de todas las virtudes.

En las primeras páginas de los Evangelios, la humildad y la pobreza de espíritu parecen ser la fuente de todo. El anuncio del ángel no ocurre a las puertas de Jerusalén, sino en un perdido pueblito de Galilea, tan insignificante que la gente decía: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1, 46). Pero es precisamente desde allí que renace el mundo. La heroína elegida no es una pequeña reina criada entre algodones, sino una muchacha desconocida: María. La primera en asombrarse es ella misma, cuando el ángel le trae el anuncio de Dios. Y en su cántico de alabanza, destaca precisamente este asombro: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva» (Lc 1, 46-48). Dios – por así decirlo – es atraído por la pequeñez de María, que es sobre todo una pequeñez interior. Y también es atraído por nuestra pequeñez, cuando la aceptamos.

A partir de entonces, María tendrá cuidado de no pisar el escenario. Su primera decisión tras el anuncio angélico es ir a ayudar, ir a servir a su prima. María se dirige hacia las montañas de Judá, para visitar a Isabel: la asiste en los últimos meses de su embarazo. Pero ¿quién ve este gesto? Nadie, más que Dios. De este ocultamiento, parece que la Virgen no quiere salir nunca. Como cuando, desde la multitud, la voz de una mujer proclama su bienaventuranza: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!» (Lc 11, 27). Pero Jesús inmediatamente responde: «Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la observan» (Lc 11, 28). Ni siquiera la verdad más sagrada de su vida – el ser la Madre de Dios – se convierte en motivo de vanidad ante los hombres. En un mundo que es una carrera para aparentar, para demostrarse superior a los demás, María camina con decisión, solamente con la fuerza de la gracia de Dios, en dirección contraria.

Podemos imaginar que ella también vivió momentos difíciles, días en los que su fe avanzaba en la oscuridad. Pero esto nunca hizo vacilar su humildad, que en María fue una virtud granítica. Esto quiero subrayarlo: la humildad es una virtud granítica. Pensemos en María: ella siempre es pequeña, siempre desprendida de sí misma, siempre libre de ambiciones. Esta pequeñez suya es su fuerza invencible: es ella quien permanece a los pies de la cruz, mientras la ilusión de un Mesías triunfante se hace añicos. Será María, en los días que preceden a Pentecostés, quien reúna el rebaño de los discípulos, que no habían sido capaces de velar ni siquiera una hora con Jesús y lo habían abandonado cuando llegó la tormenta.

Hermanos y hermanas, la humildad es todo. Es lo que nos salva del Maligno y del peligro de convertirnos en sus cómplices. Y la humildad es la fuente de la paz en el mundo y en la Iglesia. Donde no hay humildad hay guerra, hay discordia, hay división. Dios nos ha dado el ejemplo en Jesús y María, para que sea nuestra salvación y felicidad. Y la humildad es precisamente la vía, el camino hacia la salvación. ¡Gracias!

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