CON EL ESPÍRITU SANTO CULTIVAMOS LA ESPERANZA DE PAZ, FRATERNIDAD Y JUSTICIA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS (19/05/2024)

Fuerte y dulce. Poderoso y amable. Para definir al Espíritu Santo, en la homilía de la Misa de Pentecostés en la Basílica de San Pedro este 19 de mayo, el Papa Francisco recurre a imágenes que parecerían contraponerse y que, en cambio, son expresión de la misma acción que el Espíritu sopla en nosotros y alimenta la misión de la Iglesia. El “paráclito” que transforma los corazones, también nos hace audaces para difundir el mensaje del Evangelio a todos, “no con prepotencia e imposiciones – dijo el Papa –, ni con cálculos y engaños, sino con la energía que brota de la fidelidad a la verdad, que el Espíritu enseña”. Reproducimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

El relato de Pentecostés (cf. Hch 2, 1-11), Nos muestra dos ámbitos de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia: en nosotros y en la misión, con dos características: la fuerza y la gentileza.

La acción del Espíritu en nosotros es fuerte, como lo simbolizan los signos del viento y del fuego, que a menudo en la Biblia se asocian con el poder de Dios (cf. Ex 19, 16-19). Sin esta fuerza, nunca lograríamos vencer al mal, ni a los deseos de la carne de los que habla San Pablo, o a vencer esas pulsiones del alma: la impureza, la idolatría, las discordias, las envidias... (cf. Gal 5, 19-21): con el Espíritu pueden vencerse, Él nos da la fuerza para hacerlo, porque entra en nuestro corazón “árido, rígido y frío” (cf. Secuencia Veni Sancte Spiritus). Esas pulsiones arruinan nuestras relaciones con los demás y dividen a nuestras comunidades, y Él entra en el corazón y cura todo.

También nos lo muestra Jesús, cuando, impulsado por el Espíritu, se retira durante cuarenta días al desierto (cf. Mt 4, 1-11) para ser tentado. Y en ese tiempo también su humanidad crece, se fortalece y se prepara para la misión.

Al mismo tiempo, la acción del Paráclito en nosotros es también gentil: es fuerte y gentil. El viento y el fuego no destruyen ni incendian lo que tocan: uno llena la casa en la que se encuentran los discípulos y el otro se posa delicadamente, en forma de flamas, sobre la cabeza de cada uno. Y también está delicadeza es un rasgo de la acción de Dios que encontramos muchas veces en la Biblia.

Y es hermoso ver cómo la misma mano robusta y callosa que primero labró los surcos de las pasiones, después delicadamente, siembra las plantitas de la virtud, las “riega”, las “cura” (cf. Secuencia) y las protege con amor, para que te crezcan y se robustezcan, y nosotros podamos saborear, después de la fatiga del combate contra el mal, la dulzura de la misericordia y de la comunión con Dios. Así es el Espíritu: fuerte, nos dan fuerza para vencer, y también delicado. Se habla de la unción del Espíritu, el Espíritu nos unge, está con nosotros. Como dice una hermosa oración de la Iglesia antigua: «Que tu mansedumbre permanezca, oh Señor, conmigo y así los frutos de tu amor» (Odas de Salomón, 14, 6).

El Espíritu Santo, que descendió sobre los discípulos y se hizo cercano – es decir “paráclito” –actúe transformando sus corazones e infundiendo en ellos una «audacia que los impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima» (S. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 24). Como atestiguarán después Pedro y Juan ante el Sanedrín, cuando se pretende imponerles «no hablar de ninguna forma ni enseñar en el nombre de Jesús» (Hch 4, 18); ellos responderán: «No podemos callar lo que hemos visto y oído» (v. 20). Y para responder esto tiene una fuerza del Espíritu Santo.

Y eso es importante también para nosotros, que hemos recibido como don al Espíritu en el Bautismo y la Confirmación. Desde el “cenáculo” de esta Basílica, como los Apóstoles, somos enviados, hoy especialmente, a anunciar el Evangelio a todos, yendo «siempre más allá, no solo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión realmente universal» (Redemptoris missio, 25). Y gracias al Espíritu podemos y debemos hacerlo con la misma fuerza y la misma gentileza.

Con la misma fuerza: es decir, no con prepotencia e imposiciones – el cristiano no es prepotente, su fuerza es otra, es la fuerza del Espíritu –, mucho menos con cálculos y astucia, sino con la energía que viene de la fidelidad a la verdad, que el Espíritu enseña a nuestros corazones y hace crecer en nosotros. Y así nos rendimos al Espíritu, no nos rendimos a la fuerza del mundo, sino que seguimos hablando de paz a que quiere la guerra, hablando de perdón a quien siembra venganza, hablando de acogida y solidaridad aquí cierra las puertas y levanta barreras, hablando de vida a quien escoge la muerte, hablando de respeto a quien ama humillar, insultar y descartar, hablando de fidelidad a quien rechaza cualquier vínculo, confundiendo la libertad con un individualismo superficial, opaco y vacío. Sin dejarnos atemorizar por las dificultades, ni por las burlas, ni por las oposiciones que, hoy como ayer, nunca faltan en la vida apostólica (cf. Hch 4, 1-31).

Y al mismo tiempo en que actuamos con esta fuerza, nuestro anuncio quiere ser gentil, para acoger a todos. No olvidemos esto: todos, todos, todos. No olvidemos esa parábola de los invitados a la fiesta que no quisieron ir: “Vayan a los cruces de los caminos y traigan a todos, todos, todos, buenos y malos, a todos” (cf. Mat, 22, 9-10). El Espíritu nos da la fuerza para seguir adelante y llamar a todos con gentileza, nos da la gentileza para acoger a todos.

Todos nosotros, hermanos y hermanas, necesitamos tanto la esperanza, que no es optimismo, no, es otra cosa. Necesitamos esperanza. A la esperanza se le representa como un ancla, ahí, en la orilla, y nosotros, agarrados de la cuerda, hacia la esperanza. Necesitamos esperanza, necesitamos levantar los ojos hacia horizontes de paz, de fraternidad, de justicia y solidaridad. Es este el único camino de la vida, no hay otro. Es verdad, por desgracia, a menudo no parece fácil, más aún a veces se presenta tortuoso y hacia arriba. Pero sabemos que no estamos solos: tenemos esta seguridad de que, con la ayuda del Espíritu Santo, con sus dones, juntos podemos recorrerlo y hacerlo cada vez más caminable también para los demás.

Renovemos, hermanos y hermanas, nuestra fe en la presencia, junto a nosotros, del Consolador, y sigamos orando:

Ven, Espíritu Creador, ilumina nuestras mentes,
llena con tu gracia en nuestros corazones, guía nuestros pasos,
da a nuestro mundo tu paz.
Amén.

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