REDESCUBRIR, ANUNCIAR Y CONSTRUIR LA ESPERANZA: HOMILÍA DEL PAPA EN LAS VÍSPERAS DE LA ASCENCIÓN DEL SEÑOR (09/05/2024)

No es un distanciamiento, una separación, un alejarse de nosotros, sino que es el cumplimiento de su misión. Así explicó el Papa Francisco el centro de la celebración de la Solemnidad de la Ascensión del Señor, durante las Segundas Vísperas que presidió en la Basílica de San Pedro este 9 de mayo por la tarde, después de haber entregado la Bula Spes non confundit de Convocatoria al Jubileo Ordinario de 2025. Al finalizar su homilía, el Santo Padre pidió para “que el Señor resucitado y ascendido al cielo nos dé la gracia de redescubrir la esperanza, de anunciar la esperanza y de construir la esperanza”. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Entre cantos de alegría Jesús ascendió al Cielo, donde está sentado a la derecha del Padre. Él – como acabamos de escuchar – engulló a la muerte para que nosotros fuéramos herederos de la vida eterna (cf. 1 Pe 3, 22). La Ascensión del Señor, por tanto, no es un distanciamiento, una separación, un alejarse de nosotros, sino que es el cumplimiento de su misión: Jesús descendió hasta nosotros para hacernos subir hasta el Padre; se abajó para llevarnos a lo alto; descendió a las profundidades de la tierra para que el Cielo se abriera de par en par sobre nosotros. Él destruyó nuestra muerte para que pudiéramos recibir la vida, y para siempre.

Este es el fundamento de nuestra esperanza: Cristo ascendido al Cielo lleva al corazón de Dios nuestra humanidad cargada de expectativas e interrogantes, y «para darnos la serena confianza de que donde está Él, cabeza y primogénito, estaremos también nosotros, sus miembros, unidos en la misma gloria» (cf. Prefacio de la Ascensión del Señor).

Hermanos y hermanas, es esta esperanza, arraigada en Cristo muerto y resucitado, la que queremos celebrar, acoger y anunciar al mundo entero en el próximo Jubileo, que ya está a la puerta. No se trata de un simple optimismo – digamos optimismo humano – o de una efímera expectativa ligada a alguna seguridad terrena, no, es una realidad ya realizada en Jesús y que cada día se nos entrega también a nosotros, hasta que seamos una sola cosa en el abrazo de su amor. La esperanza cristiana – escribe San Pedro – es «una herencia que no se corrompe, no se mancha y no se marchita” (1 Pe 1, 4). La esperanza cristiana sostiene el camino de nuestra vida incluso cuando se presenta tortuoso y difícil; abre ante nosotros caminos de futuro cuando la resignación y el pesimismo quisieran tenernos prisioneros; nos hace ver el bien posible cuando el mal parece prevalecer; la esperanza cristiana nos infunde serenidad cuando el corazón está agobiado por el fracaso y el pecado; nos hace soñar con una nueva humanidad y nos hace valientes para construir un mundo fraterno y pacífico, cuando parece que no vale la pena comprometerse. Esta es la esperanza, el don que el Señor nos ha dado con el Bautismo.

Muy queridos todos, mientras, con el Año de la Oración, nos preparamos para el Jubileo, elevemos el corazón a Cristo, para convertirnos en cantores de esperanza en una civilización marcada por demasiada desesperación. Con los gestos, con las palabras, con las decisiones de cada día, con la paciencia de sembrar un poco de belleza y de amabilidad en donde quiera que estemos, queremos cantar la esperanza, para que su melodía haga vibrar las cuerdas de la humanidad y despierte en los corazones la alegría y la valentía de abrazar la vida.

La esperanza, de hecho, nos hace falta, nos hace falta a todos. La esperanza no defrauda, no olvidemos esto. La necesita la sociedad en la que vivimos, a menudo inmersa sólo en el presente e incapaz de mirar hacia el futuro; la necesita nuestra época, que a veces se arrastra cansadamente la oscuridad del individualismo y del “irla pasando”; la necesita la creación, gravemente herida y desfigurada por los egoísmos humanos; la necesitan los pueblos y las naciones, que se enfrentan al mañana cargados de inquietudes y temores, mientras las injusticias se prolongan con arrogancia, los pobres son descartados, las guerras siembran muerte, los últimos siguen estando al final de la lista y el sueño de un mundo fraterno corre el riesgo de aparecer como un espejismo. La necesitan los jóvenes, a menudo desorientados pero deseosos de vivir en plenitud; la necesitan los ancianos, a quienes la cultura de la eficiencia y del descarte ya no sabe respetar ni escuchar; la necesitan los enfermos y todos aquellos que están heridos en el cuerpo y en el espíritu, que pueden recibir alivio a través de nuestra cercanía y nuestros cuidados.

Y además, queridos hermanos y hermanas, de esperanza está necesitada la Iglesia, para que, incluso cuando experimenta el peso de la fatiga y de la fragilidad, no olvide nunca que es la Esposa de Cristo, amada con un amor eterno y fiel, llamada a custodiar la luz del Evangelio, enviada a transmitir a todos el fuego que Jesús trajo y encendió en el mundo de una vez y para siempre.

Cada uno de nosotros necesita esperanza: nuestras vidas a veces cansadas y heridas, nuestros corazones sedientos de verdad, de bondad y de belleza, nuestros sueños que ninguna oscuridad puede apagar. Todo, dentro y fuera de nosotros, invoca esperanza y está buscando, aún sin saberlo, la cercanía de Dios. Nos parece – decía Romano Guardini – que el nuestro es el tiempo de la lejanía de Dios, en el que el mundo se llena de cosas y la Palabra del Señor mengua; sin embargo, él afirma: «Pero vendrá el tiempo – y vendrá, después de que la oscuridad sea superada – en que el hombre preguntará a Dios: “Señor, ¿dónde estabas entonces?”, entonces de nuevo escuchará la respuesta: “¡Más que nunca, cerca de ti!”. Tal vez Dios está más cerca en nuestro tiempo glacial que en el Barroco con el esplendor de sus iglesias, o en el medioevo, con la riqueza de sus símbolos, o en el cristianismo primitivo, con su joven valor ante la muerte. […] Pero Él espera […] que permanezcamos fieles. De esto podría surgir una fe no menos válida, incluso quizá más pura, en todo caso más intensa, de lo que nunca fue en los tiempos de la riqueza interior» (R. Guardini, Aceptarse a uno mismo, Madrid 2023, 67).

Hermanos y hermanas, que el Señor resucitado y ascendido al Cielo nos dé la gracia de redescubrir la esperanza – ¡redescubrir la esperanza! –, de anunciar la esperanza, de construir la esperanza.

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