DIOS INVITA A ABRIR LOS CERROJOS DEL RECHAZO, EL CAMINO A LA FELICIDAD ES EL AMOR: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR (06/01/2025)

Este 6 de enero por la mañana, el Papa Francisco presidió en la Basílica de San Pedro, la Santa Misa en la Solemnidad de la Epifanía del Señor y durante su homilía amplió su mirada a toda la familia humana. Los tres Reyes Magos, representados en el pesebre “con características que abrazan a todas las edades y todas las razas, con los rasgos somáticos de los diversos pueblos de la tierra”, nos recuerdan que “Dios busca a todos, siempre”, dijo el Santo Padre en su reflexión, cuyo texto reproducimos a continuación, traducido del italiano:

«Vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo» (Mt 2, 2): este es el testimonio que los Magos dan a los habitantes de Jerusalén, anunciándoles que ha nacido el rey de los judíos.

Los Magos dan testimonio de que se pusieron en camino, dando un cambio a sus vidas, porque en el cielo vieron una luz nueva. Podemos ahora detenernos a reflexionar sobre esta imagen, mientras celebramos la Epifanía del Señor en el Jubileo de la esperanza; y me gustaría subrayar tres características de la estrella de la que nos habla el evangelista Mateo: es luminosa, es visible para todos e indica un camino.

Ante todo, la estrella es luminosa. Muchos soberanos, en el tiempo de Jesús, se hacían llamar “estrellas”, porque se sentían importantes, poderosos y famosos. No fue, sin embargo, su luz – la de ninguno de ellos – la que reveló a los Magos el milagro de la Navidad. Su esplendor, artificial y frío, fruto de cálculos y juegos de poder, no fue capaz de responder a la necesidad de novedad y esperanza de estas personas en búsqueda. Lo hizo en cambio otro tipo de luz, simbolizada por la estrella, que ilumina y da calor quemándose y dejándose consumir. La estrella nos habla de la única luz que puede indicarnos a todos el camino de la salvación y de la felicidad: la del amor. Esa es la única luz que nos hará felices.

Primero que nada, el amor de Dios, que haciéndose hombre se entregó a nosotros sacrificando su vida. Luego, como reflejo, aquel con el que también nosotros estamos llamados a entregarnos los unos por los otros, convirtiéndonos, con su ayuda, en un signo recíproco de esperanza, incluso en las noches oscuras de la vida. Podemos pensar en esto: ¿somos nosotros luminosos en la esperanza? ¿Somos capaces de dar esperanza a los demás con la luz de nuestra fe?

Como la estrella que, con su brillo, guio a los Magos a Belén, así también nosotros, con nuestro amor, podemos llevar a Jesús a las personas que encontramos, haciéndoles conocer, en el Hijo de Dios hecho hombre, la belleza del rostro del Padre (cf. Is 60, 2) y su modo de amar, hecho de cercanía, compasión y ternura. Nunca olvidemos esto: Dios es cercano, compasivo y tierno. Eso es el amor: cercanía, compasión y ternura. Y podemos hacerlo sin necesidad de instrumentos extraordinarios ni medios sofisticados, sino haciendo que nuestros corazones sean luminosos en la fe, que nuestras miradas sean generosas en la acogida, que nuestros gestos y palabras estén llenos de amabilidad y humanidad.

Por eso, mientras miramos a los Magos que, con los ojos dirigidos al cielo, buscan la estrella, pidamos al Señor que seamos, los unos para los otros, luces que lleven al encuentro con Él (cf. Mt 5, 14-16). Es triste que una persona no sea luz para los demás.

Y llegamos así a la segunda característica de la estrella: esta es visible para todos. Los Magos no siguen las indicaciones de un código secreto, sino a un astro que ven brillar en el firmamento. Ellos lo notan; otros, como Herodes y los escribas, ni siquiera se dan cuenta de su presencia. La estrella, sin embargo, siempre permanece allí, accesible a cualquiera que levante la mirada al cielo, en busca de un signo de esperanza. Preguntémonos: ¿yo soy un signo de esperanza para los demás?

Y este es un mensaje importante: Dios no se revela a círculos exclusivos o a pocos privilegiados, Dios ofrece su compañía y su guía a quien lo busca con corazón sincero (cf. Sal 145, 18). Es más, a menudo previene nuestras propias preguntas, viniendo a buscarnos incluso antes de que se lo pidamos (cf. Rom 10, 20; Is 65, 1). Precisamente por esto, en el pesebre, representamos a los Magos con características que abrazan a todas las edades y todas las razas – un joven, un adulto, un anciano, con los rasgos somáticos de los diversos pueblos de la tierra –, para recordarnos que Dios busca a todos, siempre. Dios busca a todos, a todos.

Y cuánto bien nos hace hoy meditar sobre esto, en un tiempo donde las personas y las naciones, aunque dotadas de medios de comunicación cada vez más poderosos, parecen convertirse en dispuestas a entenderse, aceptarse y encontrarse en su diversidad.

La estrella, que en el cielo ofrece a todos su luz, nos recuerda que el Hijo de Dios vino al mundo para encontrarse con todo hombre y mujer de la tierra, con cualquier etnia, lengua o pueblo al que pertenezcan (cf. Hch 10, 34-35; Ap 5, 9), y que a nosotros nos confía la misma misión universal (cf. Is 60, 3). Nos llama, entonces, a prohibir cualquier forma de selección, marginación o descarte de las personas; y a promover, entre nosotros y en los ambientes en que vivimos, una fuerte cultura de la acogida, en la que frente a los cerrojos del miedo y del rechazo se prefieran los espacios abiertos del encuentro, de la integración y del compartir; lugares seguros, donde todos puedan encontrar calor y refugio.

Por eso la estrella está en el cielo: no para permanecer lejana e inalcanzable, sino al contrario, para que su luz sea visible a todos, para que llegue a cada casa y supere todas las barreras, llevando esperanza hasta los rincones más remotos y olvidados del planeta. Está en el cielo para decir a cualquiera, con su luz generosa, que Dios no se niega a nadie y no olvida a nadie (cf. Is 49, 15). ¿Por qué? Porque es un Padre cuya alegría más grande es ver a sus hijos que vuelven a casa, unidos, de todas partes del mundo (cf. Is 60, 4). Verlos tender puentes, allanar senderos, buscar a los perdidos y cargar sobre sus hombros a los que tienen dificultades para caminar, para que nadie se quede fuera y todos participen en la alegría de su casa.

La estrella nos habla del sueño de Dios: que toda la humanidad, en la riqueza de sus diferencias, llegue a formar una sola familia y viva unida en la prosperidad y la paz (cf. Is 2, 2-5).

Y esto nos lleva a la última característica de la estrella: la de indicar el camino. También este es un motivo de reflexión, especialmente en el contexto del Año santo que estamos celebrando, en el que uno de los gestos característicos es la peregrinación.

La luz de la estrella nos invita a realizar un viaje interior que, como escribía Juan Pablo II, libere nuestro corazón de todo lo que no es caridad, para «encontrar plenamente a Cristo, confesando nuestra fe en Él y recibiendo la abundancia de su misericordia» (Carta a quienes se disponen a celebrar en la fe el Gran Jubileo, 29 junio 1999, 12).

Caminar juntos «es típico de quienes están en busca del sentido de la vida» (cf. Bula Spes non confundit, 5). Y nosotros, mirando la estrella, podemos renovar también nuestro compromiso de ser mujeres y hombres “del Camino”, como se definía a los cristianos en los orígenes de la Iglesia (cf. Hch 9,2).

Que el Señor nos haga así, luces que lo señalan a Él, como María, generosos en la entrega, abiertos en la acogida y humildes en el caminar juntos; para que podamos encontrarlo, reconocerlo y adorarlo, y recomenzar desde Él renovados, llevando al mundo la luz de su amor.

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