UN SABER ARRAIGADO EN EL CORAZÓN: DISCURSO DEL PAPA EN LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD GREGORIANA (05/11/2024)

El Santo Padre Francisco visitó la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma con motivo del “Dies Academicus” en la fiesta de los santos y beatos de la Compañía de Jesús, este 5 de noviembre por la mañana. En un largo discurso de casi una hora, el Pontífice expuso su visión del mundo académico jesuita, meditando sobre las trampas de una espiritualidad líquida «cocacolizada» y desencarnada. Compartimos a continuación el texto de su largo discurso, traducido del italiano:

Buenos días, hermanos y hermanas:

Aceptando la invitación de Padre General, Padre Arturo Sosa, estoy aquí junto a ustedes, después de que se ha realizado la unión del Pontificio Instituto Bíblico y del Pontificio Instituto Oriental en la Pontificia Universidad Gregoriana, ahora Collegium Maximum. Cuando se me propuso el proyecto de incorporación, lo recibí confiando en que no se tratara de una simple restructuración administrativa, digamos, sino que fuera la ocasión para una reclasificación de la misión que los Obispos de Roma durante el tiempo, han seguido confiando a la Compañía de Jesús. No podría salir bien el proceder en esta dirección si se dejan guiar por un eficientismo son visión, limitándose a consolidaciones, suspensiones y cierres, olvidando en cambio lo que está ocurriendo en el mundo y en la Iglesia y que requiere un suplemento de espiritualidad y un pensamiento nuevo de todo, en vista de la misión que el Señor Jesús nos ha confiado, perdiendo el carisma propio de la Compañía de Jesús. Eso no puede caminar. Cuando se camina preocupados sólo por no tropezar, se termina por estrellarse. Pero ¿se han planteado la pregunta sobre hacia dónde están caminando y por qué hacen las cosas que están realizando? Es necesario saber hacia dónde se está caminando, no perdiendo de vista el horizonte que une los caminos de cada uno hacia el fin actual y último. Así como en una Universidad la visión y la consciencia del fin impiden la “coca-colización” de la investigación y la enseñanza que llevaría a la “coca-colización” espiritual. ¡Son muchos, por desgracia, los discípulos de la “coca-cola espiritual”!

El padre espiritual, al invitarme, me planteó una pregunta. Cuál podría ser el papel de la Universidad Gregoriana en nuestro tiempo. Reflexionando, recordé un pasaje de esa carta que encontramos en el Oficio de Lecturas de la memoria de San Francisco Xavier, que él escribió desde Cochin en enero de 1544: «Hay pensamientos que me han convencido de venir aquí». San Francisco Xavier manifiesta el deseo de ir a todas la Universidades de su tiempo a «gritar aquí y allá como un loco y sacudir a los tienen más ciencia que caridad» para que se sientan impulsados a hacerse misioneros por amor a los hermanos «diciendo desde lo profundo del corazón: “Señor, aquí estoy, ¿qué quieres que haga?”».

No se preocupen, no me pondré a gritar, pero la intención es la misma, la de recordarles que sean misioneros por amor a los hermanos y que estén disponibles a la llamada del Señor, y todo (instrumentos e inspiraciones) purificarlo en la tensión a Cristo. La misión es el Señor quien la inspira y la sostiene. No se trata de tomar Su lugar con nuestras pretensiones que vuelven burocrático, prepotente, rígido y sin calor el proyecto de Dios, a menudo superponiendo agendas y ambiciones a los planes de la Providencia.

Este es un lugar en el que la misión debería expresarse a través de la acción formativa, pero poniendo el corazón en ello.

Formar es, sobre todo, cuidado por la persona y, por tanto, es discreta, valiosa y delicada acción de caridad. De otra forma la acción formativa se transforma en árido intelectualismo o perverso narcisismo, un verdadera concupiscencia espiritual en donde los demás existentes sólo como espectadores que aplauden, repisas que hay que llenar con el ego de quien enseña.

Me contaron una historia interesante, de un profesor que una mañana encontró vacía el aula donde impartía sus lecciones. Estaba siempre tan concentrado que se dio cuenta que no había nadie sólo después de haber llegado a la cátedra. Y el aula era muy grande y se necesitaban no pocos pasos para llegar a los que parecía un “trono doctoral”. Cuando tuvo la evidencia del vacío, se determinó a salir para preguntar al conserje que había sucedido. Ese hombre, que siempre había estado siempre asombrado, parecía distinto, más despierto… Le señaló un cartel que habían fijado en la puerta después de que había entrado y que tenía escrito: “Aula ocupada por el Ego desmedido. Ningún lugar libre”. Una broma de los estudiantes durante el Sesenta y ocho del siglo pasado.

Cuando falta el corazón, se ve… se ve.

En la última Encíclica Dilexit nos, recordé a Stavrogin, uno de los portagonistas de la novela de Dostoievski “Los demonios”. Necesitaba fijar en el contraste, a través de un personaje negativo, la evidencia de que el corazón es el lugar de partida y llegada de toda relación, con Dios y con las hermanas y hermanos. Relaciones con todos. Una evidencia expresada en el hermoso lema de San John Henry Newman, inspirado en textos de San Francisco de Sales. “Cor ad cor loquitor” – el corazón habla al corazón – que tanto le gustaba a Benedicto XVI. Volviendo a Stavrogin, retomé un libro de Romano Guardini, que lo presenta como encarnación del mal, porque su característica principal es no tener corazón. Y por eso «no puede encontrar íntimamente a nadie y nadie lo encuentra realmente a él». Aquí, entre ustedes, precisamente por el origen de los docente y estudiantes de muchas partes del mundo, es valioso también lo que Guardini agrega: «Sólo el corazón sabe acoger y dar una patria» [1].

Los orígenes de esta misión educativa aún tienen algo que decir a la comunidad universitaria de la Gregoriana, a quien enseña, a quien aprende, a quien colabora en la administración y en los servicios. Por eso debemos acudir a lo que el secretario de San Ignacio explicó respecto a las motivaciones que habían impulsado a Ignacio, después del éxito del Colegio de Messina, para fundar el Colegio Romano. Y es triste – no me gusta, no me gusta decirlo – haber perdido la oportunidad de recuperar ese título – “Colegio Romano” – que habría permitido relacionarse con las intenciones originales que aún son significativas, pero espero que todavía se pueda hacer algo. Así escribía el secretario de San Ignacio: «Porque todo el bien de la cristiandad y de todo el mundo depende de la buena formación de la juventud por la cual hay una gran necesidad de virtuosos y sabios maestros, la Compañía ha asumido la tarea menos aparente, pero no menos importante, de la formación de ella». Era 1556, han pasado cinco años desde que el grupo de quince estudiantes jesuitas se había establecido en una casa modesta, no lejos de aquí, donde ahora está la via Aracoeli. En la puerta de esa casa había una inscripción: “Escuela de gramática, de humanidad y doctrina cristiana, gratis”. Parecía inspirada en la invitación del profeta Isaías: «¡Oh, todos ustedes que tienen sede, vengan a las aguas! ¡Ustedes que no tienen dinero, vengan!» (Is 55, 1). Estamos en el tiempo en que la educación era un privilegio, condición que aún no está extinta, y que hace actuales las palabras de Don Lorenzo Miliani sobre la escuela “hospital que cura a los sanos y levanta a los enfermos”. Pero perdiendo a los pobres se perdería la escuela [2].

¿Qué significa hoy esa inscripción en la puerta de la casa modesta de la que proviene la Gregoriana? Es una invitación a humanizar los saberes de la fe y a encender y reanimar la chispa de la gracia en el humano, cuidando la transdisciplinariedad en la investigación y la enseñanza. Una pregunta en passant: ¿están aplicando Evangelii Gaudium? ¿Están considerando el impacto de la Inteligencia Artificial en la enseñanza y la investigación? Ningún algoritmo podrá sustituir la poesía, la ironía y el amor, tomar contacto con las propias emociones o saber expresar los sentimientos. De esta forma, se aprende a ser uno mismo, midiéndose en el cuerpo a cuerpo con los grandes pensamientos, según la medida de la capacidad de cada uno, sin atajos que sustraen libertad a la decisión, que apagan la alegría del descubrimiento y privan de la ocasión de equivocarse. De los errores se aprende. A menudo son los errores los que colorean a los personajes de nuestras novelas formativas. Volviendo a la inscripción en la puerta de la primera sede del Colegio Romano, se trata sobre todo de actualizar ese “gratis” en las relaciones, en los métodos y los objetivos. Es la gratuidad la que hace a todos servidores sin dueños, a los unos siervos de los otros, todos reconociendo la dignidad de cada uno, sin excluir a nadie.

Es la gratuidad la que nos abre a las sorpresas de Dios que es misericordia, liberando la libertad de las pasiones. Es la gratuidad la que hace virtuosos a los sabios y maestros. Es la gratuidad la que educa sin manipular y ligar a sí mismo, la que se complace en el crecimiento y la que promueve la imaginación. Es la gratuidad la que revela el ser del Misterio de Dios amor, este Dios amor que es cercanía, compasión, ternura que da siempre el primer paso, el primer paso hacia todos, sin excluir a nadie, en un mundo que parece haber perdido el corazón. Y por eso hace falta una Universidad que tenga el olor a carne y a pueblo, que no pisotee las diferencias en la ilusión de una unidad que es sólo homogeneidad, que no tema la contaminación virtuoso y la fantasía que reanima lo que esta moribundo.

Aquí, hermanos y hermanas, estamos en Roma, donde se vive una continua meditación sobre lo que pasa y lo que dura, como está expresado por la poesía de Francisco de Quevedo, autor español del s. XVII.

Cito:

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí propio el Aventino.

Yace, donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo las medallas,
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades, que blasón latino.

Solo el Tíber quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.

¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.

Estos versos nos hacen pensar: a veces construimos monumentos esperando sobrevivir a nosotros mismos, dejando signos plantados en la tierra que creemos inmortales.

Y Roma es maestra: de lo que pensaban que era invencible quedan sólo ruinas mientras que lo que está destinado a fluir, a pasar – el río – es justamente lo que ha vencido al tiempo. Una vez más, como siempre, la lógica del Evangelio muestra su verdad: para ganar hay que perder [3]. ¿Qué estamos dispuestos a perder ante los desafíos que nos enfrentan? El mundo está en llamas, la locura de la guerra cubre de sombra de muerte toda esperanza. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué podemos esperar? La promesa de salvación está herida. Esta palabra – salvación – no puede ser rehén de los que alimentan ilusiones declinándola con victorias ensangrentadas mientras nuestras palabras parecen vacías de la confianza en el Señor que salva, de su Evangelio que susurra palabras y muestra gestos que redimen de verdad. Jesús pasó por el mundo revelando la mansedumbre de Dios. ¿Nuestros pensamientos lo imitan o lo usan, me pregunto, para enmascarar la mundanidad que lo condenó injustamente y lo asesinó? ¡Desarmemos nuestras palabras! ¡Palabras, mansas, por favor! Necesitamos recuperar el camino de una teología encarnada que resucite la esperanza, de una filosofía que sepa animar el deseo de tocar la orilla del manto de Jesús, de asomarse al límite del misterio. Necesitamos una exégesis que abra la mirada del corazón, que sepa honrar la Palabra que crece en todo tiempo son la vida de quien la lee en la fe. Necesitamos el estudio de las tradiciones orientales, capaz de suscitar el intercambio de dones entre las distintas tradiciones y mostrar la posibilidad de la composición de las diferencias.

En esta Universidad se deberían genera saberes que no pueden nacer de ideas abstractas concebidas sólo en el escritorio, sino que miren y sientan las tribulaciones de la historia concreta, que tengan su origen en el contacto con la vida de los pueblos y los símbolos de las culturas, en la escucha a las peticiones ocultas y al clamor que le eleva de la carne sufriente de los pobres.

Y es necesario tocar esta carne, tener el valor de caminar en el lodo y ensuciarse las manos. La Universidad, si quiere ser un lugar y un instrumento de la misión de la Iglesia, debe elaborar saberes engendrados por Dios, probados en el diálogo con la humanidad, abandonando el enfoque del “nosotros y los demás”. Por muchos siglos las ciencias sagradas han mirado a todos desde arriba hacia abajo. ¡De esta forma hemos cometido muchos errores! Ahora es tiempo de ser humildes todos, de reconocer que no sabemos, de necesitar de los demás, especialmente de los que no piensan como yo. Este es un mundo complejo y la investigación requiere la aportación de todos. Nadie puede pretender bastarse a sí mismo, ya sea que se trate de personas con competencias calificadas o con visión del mundo. Ningún pensamiento por sí solo puede ser la perfecta respuesta a problemas que se enfrentan a distinto nivel. Menos cátedras, más mesas con jerarquías, uno junto al otro, todos mendigos de conocimiento, tocando las heridas de la historia. Según este estilo, el Evangelio podrá convertirse en el corazón y responder a las preguntas de la vida.

Y para hacer esto, hermanas y hermanos, es necesario transformar el espacio académico en una casa del corazón. El cuidado de las relaciones necesita un corazón que dialoga. El corazón une los fragmentos y con el corazón de los demás se construye un puente donde encontrarse. El corazón es necesario para la Universidad que es lugar de búsqueda para una cultura del encuentro y no del descarte. Es un lugar de diálogo entre el pasado y el presente, entre la tradición y la vida, entra la historia y las historias. Quisiera recordar la escena de la Ilíada en la que Héctor, antes de enfrentar a Aquiles, visita a su mujer Andrómaca y su hijo Astianacte. Viéndolo con armadura y yelmo, Astianacte se espanta y comienza a gritar. Héctor de quita el yelmo y lo deja en el piso, toma en brazos a su hijo y o lleva hasta su altura. Sólo entonces le habla [4]. En esta bella escena podemos ver los pasos que preceden al diálogo: deponer las armas, poner al otro en el mismo plano para mirarlo a los ojos. Desarmarse, desarmar los pensamientos, desarmar las palabras, desarmar las miradas y después estar a la misma altura para mirarse a los ojos. No existe un diálogo desde arriba hacia abajo, no existe. Sólo así la enseñanza se vuelve un acto de misericordia, cuya característica Shakespeare describe de manera muy hermosa: «La naturaleza de la misericordia es que no es forzada, se expande como la dulce lluvia del cielo y produce una doble felicidad; la felicidad del que la da y la del que la recibe» [5]: ya sea el que enseña, o la estudiante, o el estudiante. Se espera, de esta forma, que ambos puedan aprender. Y este diálogo, realizado en la relación con la tradición y la historia, tendrá que ser compasivo con el presente – ¡cuántas heridas esperan ser curadas! – pero respetuoso del pasado, compasivo en el hoy y respetuoso del “ayer”. Hay otra imagen, muy bella, también ésta tomada de la guerra de Troya, esta vez relatada por la Eneida. La guerra ha mostrado su estilo trágico y Eneas, mientras todo parece perdido, hace dos cosas. Para salvarlo del incendio de Troya, carga sobre sus espaldas a su padre Anquises, anciano paralizado, que había buscado convencer a su hijo de dejarlo sin cargar su peso que haría más lenta la huida. La segunda cosa es proteger a su hijo Ascanio agarrado de su mano derecha [6]. Y así avanza, ese famoso “sublato patre montem petivi” (el verso exacto de la Eneida es: «Cessi, et sublato montem genitore petivi» es decir: «Me resigné y, cargando a mi padre, me dirigí a los montes»). Así deberíamos avanzar.

No sé cuántos de ustedes han visto la estatua de Bernini en la Galería Borghese que retoma esta escena. Vayan a verla, ahí encontrarán un relato esculpido en mármol, pero descubrirán también su misión: lleven a sus espaldas la historia de la fe, de sabiduría de sufrimiento, sufrimiento de todos los tiempos. Caminar en el presente en llamas que necesita su ayuda y llevando de la mano al futuro: juntos, pasado, presente y futuro.

La pregunta que se me dirigió, como recordé antes, es cuál puede ser el papel de la Universidad Gregoriana hoy, pero para seguir respondiendo se necesita ayudarlos a hacer un examen de consciencia. ¿Esta misión sigue logrando traducir el carisma de la Compañía? ¿Logra expresar y dar concreción a la gracia fundante? No se puede mirar hacia atrás a lo que nos ha generado, considerándolo como un Anquises paralizado al que hay que abandonar con la excusa de que nuestro presente y el futuro no pueden cargar su peso. Las raíces nos conducen, no se cortan.

Esa gracia fundamental tiene un nombre: Ignacio de Loyola y una formulación concreta en los Ejercicios Espirituales y en las Constituciones de la Compañía de Jesús. En la historia de la Compañía, la gracias fundante cada vez se ha transformado en experiencia intelectual: compone la voluntad de Dios, que actúa y guía a la humanidad de forma misteriosa, con decisiones de generaciones de mujeres y hombres en movimiento. Me viene a la mente esa anécdota, de cuando el Padre Ledóchowski quiso dejar muy clara la espiritualidad de la Compañía y publicó los epítomes: todo claro, incluso la hora de la comida… Todo claro. Era muy amigo del Abad benedictino, y le envió el primer número, y él le respondió: «Padre Ledóchowski, usted con esto ha asesinado a la Compañía». Porque la había detenido. Y la Compañía está adelante, avanza con el discernimiento.

En el fondo está la inmediatez entre el Creador y su criatura. En la 15ª anotación se pide a quien propone los Ejercicios, que permanezca en equilibrio, para que «el Creador actúe directamente con la criatura, y la criatura con su Creador y Señor». Actualizado en el papel del que enseña, pienso que es claro que su tarea es favorecer como objetivo único, a través de estudio, la relación con el Señor, no sustituirla.

Sigue existiendo la primacía del servicio como criterio que permie corregir lo que estamos haciendo. Para servir a Dios en las cosas que hacemos, debemos reconducir todo al fin para el que hemos sido creados (cf. ES 23). Es necesario discernir para purificar las intenciones, para evaluar la oportunidad de los medios. Más claramente: ¿esta unificación responde a su gracias fundadora? Me pregunto: ¿el que gobierna y el que colabora está en sintonía con su gracia fundante o se está sirviendo a sí mismo?

Finalmente, el sentir con la Iglesia nos pide hacer a un lado cualquier juicio propio y estar dispuestos y listos para obedecer en todo a la Santa Madre Iglesia (cf. ES 353), un punto que podría incluir la cuestión de la libertad intelectual y el límite de la investigación.

Recuerdo también el comentario a estas reglas del Padre Kolvenbach. Y en la Congregación de los Procuradores de 1987. Él precisaba que «toda creatividad, todo movimiento espiritual, toda iniciativa profética y carismática se desorienta, se dispersa y se agota si no es integrada al fin de un mayor servicio, es decir, más allá de nuestros planes mundanos, más allá de nuestras ambiciones y pretensiones de eficiencia. Esto, incluso si le ponemos el sello pontificio».

Muy delicada es, además, la puesta en práctica de la regla del sentir con la Iglesia que genera tensión y conflictos, y donde es difícil establecer fronteras entre fe y razón, entre obediencia y libertad, entre amor y espíritu crítico, entre responsabilidad personal y obediencia eclesial. Cada época tiene sus medidas, un poco menos o más por aquí, un poco menos o más por allá. Precisaba Kolvenbach que «no podemos dividir lo que el Señor ha unido en el misterio de Cristo y de su Iglesia». El misterio no es medible, y la unión a éste requiere un discernimiento constante. Discernimiento constante. En camino, siempre. Un discernimiento honesto, profundo, buscando lo que une y nunca trabajando para lo que separa del amor de Cristo y de la unidad del sentir con la Iglesia, que no debemos limitar sólo a las palabras de la doctrina, aferrándonos a las normas. La forma en la que usamos la doctrina no pocas veces, la reduce a ser algo sin tiempo, prisionera dentro de un museo, mientras que ésta avanza, está viva, expresa la comunión de fe con la que inspira la vida al Evangelio. Generación tras generación, todos en espera de que se realice el Reino de Dios. Y Kolvenbach agregaba: «En cada caso nuestra actitud debería ser esta: experimentar el dolor del conflicto, participando de esta forma en el proceso que conduzca a una comunión más plena para realizar la oración de Jesús: “para que todos sean uno, como nosotros somos uno” (Jn 17, 22)». El dolor del conflicto y la oración. Me viene a la mente la despedida del Padre Arrupe, cuando fue a visitar a los que recibían a los desembarcados, a los esclavos… ¿y qué dice? «Trabajen, para integrar a esta gente que está fuera del sistema, que huyen muchas veces de sus culturas. Pero, por favor, no dejen la oración». Esto es lo último que dijo Arrupe antes de subirse al avión.

Pienso que estas reglas de discernimiento ayudan a responder a la pregunta sobre la misión de la Gregoriana, y pueden resumirse en una palabra: diaconía. Diaconía de la cultura al servicio de la recomposición continua de los fragmento de cada cambio de época. Diaconía realizada no evitando las dificultades del concepto encarnado, las dificultades del concepto que busca la sintonía con el espíritu, la búsqueda de la comunión después de los conflictos: conflictos interiores y exteriores.

Tengan, por ello, la ambición del pensamiento que construye puentes, que dialogo con los pensamientos distintos, que tiende hacia la profundidad del misterio. A mí me ayuda mucho en esto la figura del laberinto. Del laberinto sólo se puede salir desde arriba, desde lo alto. Y nunca se puede salir solos. Ahora pongamos la página de Mateo (cf. Mt 25, 31-46) frente a la enseñanza, que resume toda la búsqueda de sabiduría entre las culturas, que un tiempo declinó de manera similar, y que fue resumida así: «La cultura es lo que queda después de haber olvidado las cosas aprendidas». Y esta cultura que queda es el amor.

La Universidad es un lugar de diálogo. Intentemos imaginar a dos estudiantes que llegan con un libro cada uno, que después intercambian. Cada uno volverá a casa con un solo libro, pero si estos estudiantes intercambian una reflexión o una idea cuando se van, cada uno llevará a casa una reflexión o una idea más. Pero no sólo es la cantidad: cada uno estará en deuda con el otro, cada uno será parte del otro.

En este periodo me consuela, me hace bien leer la enseñanza de San Basilio sobre el Espíritu Santo, sobre la forma en que acompaña a la Iglesia, todo parte de Él. Es la promesa de Jesús que se realiza en el tiempo. El Espíritu Santo es el compositor armónico de la historia de la salvación, Él es la armonía. Como la Iglesia, así la Universidad debe ser una armonía de voces, trabajada en el Espíritu Santo [7]. Cada persona tiene su propia peculiaridad, pero estas peculiaridades deben insertarse en la sinfonía de la Iglesia y en sus obras y la justa sinfonía solamente puede crearla el Espíritu y la crea el Espíritu. A nosotros nos corresponde no estropearla y hacerla resonar. Para cada misión se necesitan servidores en acuerdo con el Espíritu Santo y capaces de crear música juntos, esa que es divina y busca la carne, como la partitura busca al instrumento. Eso significa sinodalidad. Una Universidad que desarrolla su tarea con un mandato eclesial debe asegurarse de dar testimonio y formar para este estilo. A menudo prevalecen estilos tiránicos que no escuchan, que no dialogan con la presunción de que solo el pensamiento propio es el correcto y a veces no existe un pensamiento sino sólo ideología. Tengan cuidado por favor cuando se resbala de un pensamiento hacia la ideología. Pregúntense si la selección de los docentes, la oferta de programas de estudio, la elección de decanos, presidentes, directores y sobre todo la de las más altas autoridades académicas, responde efectivamente a tal calidad, que siga justificando la encomienda de esta Universidad por el Obispo de Roma a la Compañía de Jesús. Para San Ignacio, el potencial del apostolado intelectual y de las casas de alta formación era muy claro. Sin embargo, hay numerosos elementos críticos que surgen de un análisis honesto de los resultados que nos podrían hacer dudar de la capacidad de difundir y multiplicar la fe que tiende a traducirse en cultura que es lo que San Ignacio pretendía, insistiendo en la misión formativa.

No pocas veces hemos visto estudiantes de centros de formación de la Compañía adquirir una cierta excelencia académica, científica, incluso técnica, y sin embargo no parecen haber asimilado su Espíritu. A menudo nos hemos lamentado del hecho de que algunos exalumnos, después de haber alcanzado altos niveles de gobierno, se han revelado distintos a lo que el proyecto formativo proponía. También respecto a esto es necesaria una reflexión con una sincera autocrítica. Como les dije desde el principio, ahora con las palabras de San Ignacio, los exhorto a preguntarse: «¿Hacia dónde estoy caminando y con qué objetivo?» (ES 206). Y, sobre todo: «¿Hacia dónde estoy caminado y frente a quién?» (ES 131). Fijen bien estas preguntas que sirven para discernir sus intenciones y eventualmente, purificarlas para clarificar su dirección, recordándoles lo que caracteriza a esta Universidad y que podría ayudar a mirar de nuevo la misión de todos los lugares de formación de la Compañía.

Lo que distingue a la Gregoriana está ante sus ojos. En el escudo de la Universidad que deben tener unido a la inscripción de la puerta de esa humilde casa de la que provienen como Colegio Romano. Si ponen atención a ese escudo, ofrece un lema que intenta resumir el carisma de esta Universidad: religioni et bonis artibus. Como era típico en los lemas barrocos, del lema surge un problema o dilema cuya solución está en tensión entre dos elementos. Religioni et bonis artibus. Encontramos aquí al mismo tiempo un horizonte de comprensión y una pregunta para profundizar. Se evoca, de hecho, lo que Ignacio dice en las Constituciones a propósito de los medios, los que unen al instrumento con Dios (expresados en el lema por la palabra “religio”) y los que lo ponen a disposición de los hombres (expresados como arte). En este caso me dirijo a ustedes que tienen el gobierno y guían la misión a través de esta Universidad ante Dios y los estudiantes: ¿por qué hacen las cosas que están haciendo y para quien las hacen? San Ignacio después subraya una jerarquía de estos medios: «los medios que unen al instrumento a Dios y los disponen a ser bien guiado por su mano divina son más eficaces que los que lo disponen hacia los hombres… porque son los interiores los que dan eficacia a los exteriores para el fin que se quiere alcanzar» (Const. X, 813). Y en el Evangelio encontramos una pregunta que causa inquietud a todo proyecto: «Donde está tu tesoro, ahí estará también tu corazón» (Mt 6, 21).

En los Ejercicios, San Ignacio retoma el tema de la primacía espiritual que no debemos pensar de manera descarnada, invitándonos repetidamente a «pedir íntimo conocimiento del Señor que por mí se hizo hombre, para que lo ame y lo siga aún más» (ES 104, 113, 130, etc.) en las cosas que hago. Ignacio, de hecho, no olvida el “propter nos” y el “propter nostram salutem” del Credo – por nosotros y por nuestra salvación – donde la salvación universal se hace concreta y existencial en este “por nosotros”, “por mí”. No se trata de una abstracción sino de lo concreto, de una realidad de la que hacemos experiencia, una vida salvada en la que “yo” y “nosotros” no podrán separase sabiendo que no todo es salvación. ¿Cómo podría hacer salvación so lo que os conduce es sólo ansia de poder? Tema muy presente en las cuestiones de gobierno. Y finalmente, Ignacio nos enseña que todo se debe expresar como oración de petición insistente, es decir, como gracias que hay que pedir, no como fruto de un esfuerzo humano. Y cuánta tristeza cuando se ve que se confía sobre todo en los medios humanos y se encomienda cada cosa, hoy, al manager en turno. Y a ustedes que están presentes aquí, ¿cómo está su relación con el Señor? ¿Cómo está tu oración? ¿Es realmente formal o no la hay? ¿Cómo es, donde está tu corazón? La Universidad debe ser la casa del corazón, ya se los dije: cómo es el corazón, nos lo enseña Guillermo de Saint-Thierry: «una fuerza del alma que la conduce como por un peso natural, al lugar y al fin que le son propios» [8].

Y, para terminar, vuelvo a San Francisco Xavier y a su deseo de ir a todas las Universidades para «sacudir a los que tienen más ciencia que caridad» para que se sintieran impulsados a ser misioneros por amor a los hermanos. Se los recuerdo: entonces como hoy, según el carisma ignaciano, la cultura es una misión de amor. Quisiera dejarles ese aguijón de verificación interna y de medios. Y agrego otra cosa, no se olviden del sentido del humor, una mujer, un hombre que no tiene sentido del humor, no es humano. Les pido, recen esa oración de Santo Tomás Moro: «Dame, Señor, una buena digestión y algo para digerir». Búsquenla, récenla. Les confieso algo, yo la rezo desde hace más de 40 años todos los días y me hace bien, me hace bien. No pierdan el sentido del humor.

Y ahora, antes de concluir, les entrego una última anotación de San Ignacio, la segunda en los Ejercicios, penando en particular en ustedes estudiantes: «No es el mucho saber lo que satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas». Una honesta valoración de la experiencia formativa se basa en ser introducidos y ayudados para avanzar solos en la profundidad evitando los laberintos intelectualistas y la acumulación de nociones y cultivando el gusto por la ironía. Evitando los laberintos intelectualistas, de los que no se puede salir solos, y la acumulación de nociones y cultivando el gusto por la ironía. Y por este camino les deseo que puedan saborear el misterio. Gracias.

[1] R. Guardini, El mundo religioso de Dostoievski, Brescia 1980, 236.

[2] cf. L. Milani, Carta a una profesora.

[3] cf. Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33; Jn 12, 25.

[4] cf. Ilíada, VI 394-502.

[5] William Shakespeare, El mercader de Venecia, acto IV, escena I.

[6] cf. Eneida II, 707-729.

[7] cf. Basilio, Homilías sobre los Salmos, 29,1; Sobre el Espíritu Santo, XVI, 38.

[8] Guillermo de Saint-Thierry, De natura et dignitate amoris, 1: PL 184, 379.

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