EL PAPA RECUERDA A LOS MODELOS DEL REBAÑO DE DIOS QUE HAN FALLECIDO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE SUFRAGIO POR LOS CARDENALES FALLECIDOS (04/11/2024)
«Jesús, acuérdate de mí cuando entres a tu Reino» (Lc 23, 42). Estas son las últimas palabras dirigidas al Señor por uno de los dos crucificados con Él. No es un discípulo el que las pronuncia, uno de aquellos que siguieron a Jesús por las calles de Galilea y compartieron con Él el pan en la Última Cena. En cambio, el hombre que se dirige al Señor es un malhechor. Uno que lo encuentra sólo al final de su vida; uno del que ni siquiera sabemos el nombre.
Los últimos respiros de este extraño, sin embargo, en el Evangelio se vuelven un diálogo lleno de verdad. Mientras que Jesús es «contado entre los impíos» (Is 53, 12), como había profetizado Isaías, se eleva una voz inesperada que dice: nosotros «recibimos lo que hemos merecido por nuestras acciones, él, en cambio, no ha hecho nada malo» (Lc 23, 41). Y precisamente así. Y este condenado nos representa a todos, podemos llamarlo con nuestro nombre, podemos darle nuestro nombre. Sobre todo, podemos hacer nuestra su súplica: “Jesús, acuérdate de mí”. Mantenme vivo en tu memoria. “No te olvides de mí”.
Meditemos sobre esta acción: acuérdate, recordar. Recordar significa “traer de nuevo al corazón” – re-cordar –, volver a poner en el corazón. Aquel hombre, crucificado con Jesús, transforma un extremo dolor en oración: “Llévame en tu corazón, Jesús”. Y no lo pide con voz desgarradora, la de un derrotado, sino más bien con un tono lleno de esperanza. Y esto es todo lo que desea el delincuente que muere como discípulo de última hora: busca un corazón que lo acoja. Y esto es todo lo que cuenta para él, ahora que está desnudo frente a la muerte. Y el Señor escucha la oración del pecador, hasta el último momento, como siempre. Traspasado por el dolor, el corazón de Cristo se abre para salvar el mundo – un corazón abierto, no cerrado –: acoge, moribundo, la voz del que muere. Jesús muere con nosotros, porque muere por nosotros. Muere con nosotros, porque muere por nosotros.
A la súplica del crucificado culpable, responde el Crucificado inocente: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). El recuerdo de Jesús es eficaz, la memoria de Jesús es eficaz, porque es rico en misericordia, por eso es eficaz. Mientras la vida del hombre mengua, el amor de Dios libera de la muerte. Entonces el condenado es redimido; el extraño se vuelve compañero; un breve encuentro en la cruz durará por siempre en la paz. Esto nos hace reflexionar un poco. ¿Cómo encuentro a Jesús? O mejor aún, ¿cómo me dejo encontrar por Jesús? ¿Me dejo encontrar o me cierro en mi egoísmo, en mi dolor, en mi suficiencia? ¿Me siento pecador para dejarme encontrar por el Señor o me siento justo diciendo: “No me haces falta. Sigue tu camino”?
Jesús se acuerda de los que están crucificados junto a Él. Su cuidado, hasta el último respiro, nos hace reflexionar: hay distintos modos, de hecho, de recordar a las personas y a las cosas. Se pueden recordar los agravios, recordar los asuntos pendientes, recordar a los amigos y a los enemigos. Hermanos y hermanas, preguntémonos hoy, ante esta escena del Evangelio: ¿cómo están las personas en nuestro corazón? ¿Cómo hacemos memoria de los que han pasado junto a nosotros en las experiencias de la vida? ¿Juzgo? ¿Divido? ¿O acojo?
Queridos hermanos, dirigiéndose al corazón de Dios, los hombres de hoy y también los hombres de todos los tiempos pueden esperar la salvación, aun cuando «a los ojos de los insensatos parece que murieran» (Sab 3, 2). La memoria del Señor custodia, de hecho, toda la historia. La memoria es custodia. Él es su juez, compasivo y rico en misericordia. El Señor está cerca de nosotros como juez; es cercano, compasivo y misericordioso. Son las tres actitudes del Señor. ¿Soy cercano a la gente? ¿Tengo un corazón compasivo? ¿Soy misericordioso? Con esta fe, oremos por los Cardenales y Obispos fallecidos en estos últimos doce meses. Hoy nuestro recuerdo se convierte en sufragio por estos hermanos nuestros. Miembros elegidos del pueblo de Dios, fueron bautizados en la muerte de Cristo (cf. Rom 6, 3), para resucitar con Él. Han sido pastores y modelos para el rebaño del Señor (cf. 1 Pe 5, 3); que ahora puedan sentarse a su mesa, después de haber partido en la tierra el Pan de vida. Amaron a la Iglesia, cada uno a su modo, pero todos amaron a la Iglesia; oremos para que puedan gozar eternamente de la compañía de los santos. Y nosotros esperemos, con firme esperanza, alegrarnos con ellos en el Paraíso. Y los invito a decir tres veces conmigo: “Jesús, acuérdate de nosotros”. Todos: “Jesús, acuérdate de nosotros”, “Jesús, acuérdate de nosotros”, “Jesús, acuérdate de nosotros”.
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