CATEQUESIS DEL PAPA: EL EVANGELIO ES UNA «BUENA NOTICIA» QUE NO SE ANUNCIA CON CARAS LARGAS (27/11/2024)
Los frutos del Espíritu Santo. La alegría.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de haber hablado de la gracia santificante y de los carismas, quisiera detenerme hoy en una tercera realidad vinculada a la acción del Espíritu Santo: los “frutos del Espíritu”. ¿Qué es el fruto del Espíritu? San Pablo ofrece una lista de éstos en su Carta a los Gálatas. Escribe: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (5,22). Nueve frutos del Espíritu. ¿Pero qué es este “fruto del Espíritu”?
A diferencia de los carismas, que el Espíritu da a quien quiere y cuando quiere para el bien de la Iglesia, los frutos del Espíritu – repito: amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí – son el resultado de una colaboración entre la gracia y la nuestra libertad. Estos frutos expresan siempre la creatividad de la persona, en la cual «la fe obra por medio de la caridad» (Gal 5, 6), a veces de forma sorprendente y alegre. No todos en la Iglesia pueden ser apóstoles, profetas, evangelistas; pero todos indistintamente pueden y deben ser caritativos, pacientes, humildes, constructores de paz, etcétera. Todos nosotros, sí, debemos ser caritativos, debemos ser pacientes, debemos ser humildes, constructores de paz y no de guerra.
Entre los frutos del Espíritu enlistados por el Apóstol, me gustaría destacar uno de ellos, recordando las palabras iniciales de la Exhortación apostólica Evangelii gaudium: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Los que se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.» (n. 1). A veces habrá momentos tristes, pero siempre está la paz. Con Jesús está la alegría y la paz.
La alegría, fruto del Espíritu, tiene en común con cualquier otra alegría humana un cierto sentimiento de plenitud y satisfacción, que hace desear que dure para siempre. Sabemos por experiencia, sin embargo, que eso no ocurre, porque todo aquí abajo pasa rápidamente: Todo pasa rápidamente. Pensemos juntos: la juventud; pasa rápidamente, la salud, las fuerzas, el bienestar, las amistades, los amores... ¿duran cien años? Pero después no más. Por lo demás, aunque estas cosas no pasaran rápidamente, después de un tiempo ya no son suficientes, o incluso se vuelven aburridas, porque, como decía San Agustín dirigiéndose a Dios: «Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» [1]. Existe la inquietud del corazón por buscar la belleza, la paz, el amor, la alegría.
La alegría del Evangelio, la alegría evangélica, a diferencia de cualquier otra alegría, puede renovarse cada día y volverse contagiosa. «Sólo gracias al encuentro — o reencuentro — con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la auto-referencialidad. [...] Allí está la fuente de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido este amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede abstenerse de comunicarlo a los demás?» (Evangelii gaudium, 8). Es la doble característica de la alegría que es fruto del Espíritu: no sólo no está sujeta al inevitable desgaste del tiempo, ¡sino que se multiplica al compartirla con los demás! Una verdadera alegría se comparte con los demás, y se “contagia”.
Hace cinco siglos, vivía en Roma un santo llamado Felipe Neri. Él pasó a la historia como el santo de la alegría. A los niños pobres y abandonados de su Oratorio les decía: “Hijos, estén alegres; no quiero escrúpulos ni melancolía; me basta con que no pequen”. Y también: “¡Sean buenos, si pueden!”. Menos conocida, sin embargo, es la fuente de la que venía su alegría. San Felipe Neri tenía tal amor por Dios que a veces parecía que el corazón le iba a estallar en el pecho. Su alegría era, en el sentido más pleno, un fruto del Espíritu. El santo participó en el Jubileo de 1575, que enriqueció con la práctica, mantenida posteriormente, de la visita de las Siete Iglesias. Fue, en su tiempo, un verdadero evangelizador a través de la alegría. Y tenía esta característica propia de Jesús: perdonaba siempre, perdonaba todo. Quizás alguno de nosotros puede pensar: “Pero yo cometí este pecado, y esto no tendrá perdón…”. Escuchen bien esto: Dios perdona todo, Dios perdona siempre. Y esta es la alegría: ser perdonados por Dios. A los sacerdotes y a los confesores siempre les digo: perdonen todo, no pregunten demasiado, pero perdonen todo, todo y siempre.
La palabra “Evangelio” significa buena noticia. Por tanto, no se puede comunicar con caras largas y rostro sombrío, sino con la alegría de quien ha encontrado el tesoro escondido y la perla preciosa. Recordemos la exhortación que San Pablo dirigía a los creyentes de la Iglesia de Filipos, y que ahora nos dirige a todos nosotros: «Estén siempre alegres en el Señor, se los repito: estén alegres. Que su amabilidad sea conocida por todos» (Fil 4, 4-5).
Queridos hermanos y hermanas, estén alegres con la alegría de Jesús en el corazón. Gracias.
[1] Confesiones, I, 1.
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