EL MUNDO NECESITA NUEVOS POETAS SOCIALES PARA NO ROBAR EL FUTURO A LOS NIÑOS: PALABRAS DEL PAPA A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL DICASTERIO PARA LA CULTURA Y LA EDUCACIÓN (21/11/2024)

Este 21 de noviembre el Santo Padre recibió en audiencia, en la Sala Clementina, a los participantes en la primer Asamblea Plenaria del Dicasterio para la Cultura y la Educación. A ellos, el Pontífice los alentó a desarrollar “un proyecto cultural que permita formar personas capaces de ayudar al mundo a cambiar de página, erradicando la desigualdad, la pobreza endémica y la exclusión”. El Papa Francisco los exhortó a “que comprendan su misión en el ámbito educativo y cultural como una llamada a ampliar sus horizontes, a desbordar de vitalidad interior, a dar lugar a posibilidades sin precedentes, a ofrecer modos de dar que sólo se amplían cuando se comparte”. Reproducimos a continuación el texto de su discurso, traducido del italiano:

Querido Cardenal Prefecto, queridos Superiores del Dicasterio, Eminencias, Excelencias, queridos hermanos y hermanas:

Los recibo mientras realizan la primer Asamblea Plenaria del Dicasterio para la Cultura y la Educación. Y aprovecho esta ocasión para reiterar la importancia del riesgo de colocar juntos a este binomio: cultura y educación. Cuando, con la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium, unir las dos entidades de la Santa Sede que se ocupaban de la educación y la cultura, me motivó no tanto la búsqueda de una racionalización económica, sino más bien una visión sobre la posibilidad de diálogo, sinergia e innovación que pueden hacer aún más fecundos, diría “desbordantes” estos dos ámbitos.

El mundo no necesita sonámbulos repetidores de lo que ya existe; necesita nuevos coreógrafos, nuevos intérpretes de los recursos que el ser humano lleva dentro, nuevos poetas sociales. De hecho, no hacen falta modelos de educación que sean meras “fábricas de resultados”, sin un proyecto cultural que permita la formación de personas capaces de ayudar al mundo a cambiar de página, erradicando la desigualdad, la pobreza endémica y la exclusión. Las patologías del mundo actual no son una fatalidad que debemos aceptar pasivamente, y menos aún cómodamente. Las escuelas, las universidades, los centros culturales deberían enseñar a desear, a permanecer sedientos, a tener sueños, porque, como nos recuerda la Segunda Carta de Pedro, nosotros «esperamos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habita la justicia» (3, 13).

Éste debería convertirse en el criterio base de discernimiento y conversión para nuestras prácticas culturales y educativas: la calidad de las expectativas. La pregunta clave para nuestras instituciones es esta: «¿qué esperamos realmente?». Quizá la respuesta sincera será decepcionante: el éxito a los ojos del mundo, el honor de estar en el “ranking” o la autopreservación. Es verdad, si así fuera, sería muy poco.

Hermanos y hermanas, la experiencia que Dios nos permite realizar es otra. Recuerdo lo que escribe Emily Dickinson en una poesía suya:

«Como si pidiera una limosna común,
y en mi mano asombrada
un desconocido comprimiese un reino,
y yo, desconcertada, permaneciera –
como si preguntara al Oriente
 si existiera una mañana para mí –
 y él levantará sus diques púrpuras,
¡y me embriagara de Aurora!»
[1].

“Embriagarse de Aurora”, una bella imagen para subrayar este proceso.

También yo los exhorto: comprendan su misión en el campo educativo y cultural como un llamado a ensanchar los horizontes, a rebosar de vitalidad interior, a hacer espacio a posibilidades inéditas, a ampliar las modalidades del don que sólo se hace más amplio cuando es compartido. A un educador y a un artista nuestro deber es decirle: “¡Sean pródigos, arriésguense!”.

No tenemos razones para dejarnos superar por el miedo. Primero, porque Cristo es nuestro guía y compañero de viaje. Segundo, porque somos custodios de una herencia cultural y educativa más grande que nosotros mismos. Somos herederos de la profundidad de Agustín. Somos herederos de la poesía de Efrén el Sirio. Somos herederos de las Escuelas de las Catedrales y de quien inventó las Universidades. De Tomás de Aquino y de Edith Stein. Somos herederos de un pueblo que comisionó las obras del Beato Angélico y de Mozart o, más recientemente, de Mark Rothko o de Oliver Messiaen. Somos herederos de los y las artistas que se dejaron inspirar por los misterios de Cristo. Somos herederos de científicos sabios como Blas Pascal. En una palabra, somos herederos de la pasión educativa y cultural de muchas santas y muchos santos.

Rodeados por tal grupo de testigos, deshagámonos de cualquier fardo de pesimismo; el pesimismo no es cristiano. Converjamos, con todas nuestras fuerzas, para sacar al ser humano de la sombra del nihilismo, que es quizá la plaga más peligrosa de la cultura actual, porque es la que pretende eliminar la esperanza. Y no olvidemos: la esperanza no defrauda, es la fuerza. Esa imagen del ancla: la esperanza no defrauda.

Si puedo compartir un secreto, a veces siento el deseo de gritarle al oído a esta época de la historia: “¡No se olviden de la esperanza!”. A veces está el mito de Turandot: pensar que la esperanza siempre defrauda. Cuento con ustedes para que el Año jubilar, ya cercano, pueda amplificar ese grito. Hay mucho por hacer: este es el momento para remangarse las mangas.

Hoy el mundo registra el número más alto de estudiantes de la historia. Hay datos alentadores: cerca de 110 millones de niños completan su escolaridad primaria. Sin embargo, sigue habiendo tristes disparidades. De hecho, cerca de 250 millones de niños y adolescentes no van a la escuela. Es un imperativo moral cambiar esta situación. Porque los genocidios culturales no ocurren sólo por la destrucción de un patrimonio. Hermanos y hermanas, es un genocidio cultural cuando robamos el futuro a los niños, cuando no les ofrecemos condiciones para convertirse en lo que podrían ser. Cuando vemos en muchas partes a los niños que van a buscar a la basura algo que vender y así poder comer. Pensemos en el futuro de la humanidad con estos niños.

En su libro Tierra de los hombres, Antoine de Saint-Exupéry recorre los vagones de tercera clase de un tren lleno de familias de refugiados. Se detiene a mirarlos. Y escribe: Me atormenta «una especie de herida. […] Me atormenta que en cada uno de estos hombres hay un poco de Mozart, asesinado». Nuestra responsabilidad es inmensa. Repito: ¡inmensa! Educar es tener la audacia de confirmar al otro con aquella expresión de San Agustín: «Volo ut sis»: «Quiero que seas». Eso es educar.

Un ámbito particularmente relevante que determina el cambio de época es el de los enormes saltos que se están verificando en el desarrollo científico y las innovaciones tecnológicas. No podemos ignorar hoy el advenimiento de la transición digital y la inteligencia artificial, con todas sus consecuencias. Este fenómeno nos coloca frente a preguntas cruciales. Pido a los centros de investigación de nuestras Universidades que se comprometen en estudiar la actual revolución en curso, iluminando las ventajas y los peligros.

De todos modos, lo repito: no debemos dejar que venza el sentimiento de miedo. Recuerden que los pasajes culturales complejos se revelan a menudo como los más fecundos y creativos para el desarrollo del pensamiento humano. Contemplar a Cristo vivo nos permite tener la valentía de lanzarnos al futuro, confiando en la palabra del Señor que nos desafía: «Pasemos a la otra orilla» (Mc 4, 35). Por favor, ¡no sean educadores en retiro! El educador siempre va hacia delante, siempre.

Les agradezco por su compromiso y pido para que el Espíritu Santo los ilumine en su trabajo. Que María, Trono de la Sabiduría, nos acompaña en este camino. Los bendigo a todos. Y, por favor, les pido que oren por mí. Gracias.


[1] Todas las poesías, J323 (1858).

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