CATEQUESIS DEL PAPA: LA ORACIÓN ES LIBRE Y PODEROSA, OREN CON EL CORAZÓN, NO CON LOS LABIOS (06/11/2024)
Palabras pronunciadas espontáneamente antes del inicio de la Audiencia General
He querido saludar a la Virgen de los Desamparados, la Virgen que cuida de los pobres, la patrona de Valencia, Valencia, que sufre tanto, y también otras partes de España, pero Valencia, está bajo el agua y sufre. He querido que estuviera aquí, la patrona de Valencia. Esta pequeña imagen que los propios valencianos me regalaron. Hoy, de manera especial, oramos por Valencia y por otras zonas de España que están sufriendo por el agua.
«El Espíritu intercede por nosotros». El Espíritu Santo y la oración cristiana
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La acción santificadora del Espíritu Santo, más allá que a través de la Palabra de Dios y en los Sacramentos, se expresa en la oración, y es a ella a la que queremos dedicar la reflexión de hoy: la oración. El Espíritu Santo es, al mismo tiempo, sujeto y objeto de la oración cristiana. Es decir, Él es el Aquél que dona la oración y es Aquél que es entregado por la oración. Nosotros oramos para recibir al Espíritu Santo, y recibimos al Espíritu Santo para poder orar verdaderamente, es decir, como hijos de Dios, no como esclavos. Pensemos un poco en esto: orar como hijos de Dios, no como esclavos. Se debe orar siempre con libertad. «Hoy debo rezar esto, esto y esto, porque he prometido esto, esto y esto... ¡De otro modo iré al infierno!». No, eso no es oración. La oración es libre. Tú oras cuando el Espíritu te ayuda a orar. Tú oras cuando sientes en el corazón la necesidad de orar; y cuando no sientas nada, detente y pregúntate: ¿por qué no siento el deseo de orar? ¿Qué pasa en mi vida? Pero siempre la espontaneidad en la oración es lo que más nos ayuda. Esto quiere decir orar como hijos, no como esclavos.
Ante todo, debemos orar para recibir el Espíritu Santo. Al respecto, hay una palabra muy precisa de Jesús en el Evangelio: «Si ustedes entonces, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11, 13). Todos, cada uno de nosotros, sabemos darles cosas buenas a los pequeños, ya sean los hijos, los nietos o los amigos. Los pequeños siempre reciben cosas buenas de nosotros. ¿Y cómo el Padre no nos va a dar el Espíritu a nosotros? Y esto nos da ánimos y podemos seguir adelante con esto. En el Nuevo Testamento, vemos al Espíritu Santo descender siempre durante la oración. Desciende sobre Jesús en el bautismo en el Jordán, mientras «estaba en oración» (Lc 3, 21); y desciende en Pentecostés sobre los discípulos, mientras «eran perseverantes y concordes en la oración» (Hch 1, 14).
Es el único “poder” que tenemos sobre el Espíritu Santo. El poder de la oración: Él no se resiste a la oración. Oramos y viene. En el Monte Carmelo, los falsos profetas de Baal – recuerden ese pasaje de la Biblia – se agitaban para invocar el fuego del cielo sobre su sacrificio, pero no sucede nada, porque eran idólatras, adoraban a un dios que no existe; Elías se puso a orar y el fuego descendió y consumió el holocausto (cf. 1 Re 18, 20-38). La Iglesia sigue fielmente este ejemplo: siempre tiene en los labios la invocación “¡Ven! ¡Ven!” al Espíritu, “¡ven!”, cada vez que se dirige al Espíritu Santo. Y lo hace sobre todo en la Misa, para que descienda como rocío y santifique el pan y el vino para el sacrificio eucarístico.
Pero también existe otro aspecto, que es el más importante y alentador para nosotros: el Espíritu Santo es Aquél que nos da la verdadera oración. San Pablo afirma esto: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad; muchas veces no sabemos, de hecho, cómo orar de forma conveniente, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inefables; y Aquél que escruta los corazones sabe lo que desea el Espíritu, porque Él intercede por los santos según los designios de Dios.» (Rom 8, 26-27).
Es verdad, no sabemos orar, no sabemos. Debemos aprender cada día. El motivo de esta debilidad en nuestra oración era expresado en el pasado en una sola palabra, utilizada de tres formas distintas: como adjetivo, como sustantivo y como adverbio. Es fácil de recordar, incluso para los que no saben latín, y vale la pena tenerlo presente, porque por sí mismo encierra todo un tratado, estas tres cosas. Nosotros, los seres humanos, decía aquel dicho, “mali, mala, male petimus”, que quiere decir: siendo malos (mali), pedimos cosas equivocadas (mala) y de la manera equivocada (male). Jesús dice: «Busquen primero el Reino de Dios, y lo demás se les dará por añadidura» (Mt 6, 33); nosotros, en cambio, buscamos primero que nada las añadiduras, es decir, nuestros intereses – ¡muchas veces! – y nos olvidamos totalmente de pedir el Reino de Dios. Pidamos al Señor el Reino, y todo viene con él.
El Espíritu Santo viene, sí, en auxilio de nuestra debilidad, pero hace algo aún más importante: nos da testimonio de que somos hijos de Dios y pone en nuestros labios el grito: «¡Padre!» (Rom 8, 15; Gal 4, 6). Nosotros no podemos decir “Padre, Abba”, no podemos decir “Padre” sin la fuerza del Espíritu Santo. La oración cristiana no es el hombre que, a un lado del teléfono, habla con Dios que está al otro lado, no, ¡es Dios que ora en nosotros! Oramos a Dios a través de Dios. Orar es ponernos dentro de Dios y que Dios entre en nosotros.
Es precisamente en la oración cuando el Espíritu Santo se revela como “Paráclito”, es decir, abogado y defensor. No nos acusa ante el Padre, sino que nos defiende. Sí, nos defiende, nos convence del hecho de que somos pecadores (cf. Jn 16, 8), pero lo hace para poder hacernos gustar la alegría de la misericordia del Padre, no para destruirnos con estériles sentimientos de culpa. Incluso cuando nuestro corazón nos reprocha algo, Él nos recuerda que «Dios es más grande que nuestro corazón» (1 Jn 3, 20). Dios es más grande que nuestro pecado. Todos somos pecadores... Pero pensemos: quizá alguno de ustedes – no lo sé – tiene mucho miedo por las cosas que ha hecho, que tiene miedo de ser reprendido por Dios, que tiene miedo de muchas cosas y no logra encontrar paz. Ponte en oración, llama al Espíritu Santo y Él te enseñará a pedir perdón. ¿Y saben algo? Que Dios no sabe mucha gramática y cuando pedimos perdón, ¡no nos deja terminar! “Perd...” y ahí, no nos deja terminar la palabra perdón. Nos perdona primero, nos perdona siempre, está siempre a nuestro lado para perdonarnos, antes de que terminemos la palabra “perdón”. Decimos “perd...” y el Padre nos perdona siempre.
El Espíritu Santo intercede y también nos enseña a interceder, a nuestra vez, por los hermanos; intercede por nosotros y nos enseña a interceder por los demás; nos enseña la oración de intercesión: orar por esta persona, orar por aquel enfermo, por aquel que está en la cárcel, orar...; orar por la suegra también, y orar siempre, siempre. Esta oración es particularmente agradable a Dios, porque es la más gratuita y desinteresada. Cuando cada uno ora por todos, sucede – esto lo decía San Ambrosio – que todos oran por cada uno; la oración se multiplica [1]. La oración es así. He aquí una tarea muy valiosa y necesaria en la Iglesia, en particular en este tiempo de preparación al Jubileo: unirnos al Paráclito, que “intercede por todos nosotros según los designios de Dios”.
Pero no oren como los pericos, ¡por favor! No digan “bla, bla, bla...”. No. Di: “Señor”, pero dilo de corazón. “Ayúdame, Señor”, “Te quiero, Señor”. Y cuando recen el Padre Nuestro, oren “Padre, Tú eres mi Padre”. Oren con el corazón, no con los labios, no hagan como los pericos.
Que el Espíritu pueda ayudarnos en la oración, ¡que la necesitamos tanto! Gracias.
[1] De Cain et Abel, I, 31
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