POR FAVOR, NO NOS OLVIDEMOS DE LOS POBRES: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE LA VIII JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES (17/11/2024)
Las palabras que acabamos de escuchar podrían suscitar en nosotros sentimientos de angustia; en realidad, son un gran anuncio de esperanza. En efecto, si por una parte Jesús parece describir el estado de ánimo de quien ha visto la destrucción de Jerusalén y piensa que ya ha llegado el final, al mismo tiempo Él anuncia algo extraordinario: precisamente en la hora de la oscuridad y la desolación, justo cuando todo parece derrumbarse, Dios viene, Dios se hace cercano, Dios nos reúne para salvarnos.
Jesús nos invita a tener una mirada más aguda, a tener ojos capaces de “leer desde adentro” los acontecimientos de la historia, para descubrir que, incluso en las angustias de nuestro corazón y nuestro tiempo, hay una esperanza inquebrantable que brilla. En esta Jornada Mundial de los Pobres, entonces, detengámonos precisamente en estas dos realidades: angustia y esperanza, que siempre se desafían a duelo en el campo de nuestro corazón.
Primero la angustia. Es un sentimiento extendido en nuestra época, donde la comunicación social amplifica problemas y heridas, haciendo al mundo más inseguro y al futuro más incierto. También el Evangelio hoy se abre con un cuadro que proyecta en el cosmos la tribulación del pueblo, y lo hace utilizando el lenguaje apocalíptico: «El sol se oscurecerá, la luna ya no dará su luz, las estrellas caerán …» etc. (Mc 13, 24-25).
Si nuestra mirada se detiene sólo en la crónica de los hechos, dentro de nosotros la angustia prevalecerá. También hoy, de hecho, vemos el sol oscurecerse y la luna apagarse, vemos el hambre y la carestía que oprimen a muchos hermanos y hermanas que no tienen qué comer, vemos los horrores de la guerra, vemos las muertes inocentes. Frente a este escenario, corremos el riesgo de hundirnos en el desánimo y no darnos cuenta de la presencia de Dios dentro del drama de la historia. Así, nos condenamos a la impotencia; vemos crecer a nuestro alrededor la injusticia que provoca el dolor de los pobres, pero nos dejamos llevar por la corriente resignada de aquellos que, por comodidad o por pereza, piensan que “el mundo es así” y “yo no puedo hacer nada”. Entonces, incluso la misma fe cristiana se reduce a una devoción inocua, que no incomoda a los poderes de este mundo y no genera un compromiso concreto en la caridad. Y mientras una parte del mundo está condenada a vivir en los sectores marginales de la historia, mientras crecen las desigualdades y la economía penaliza a los más débiles, mientras la sociedad se consagra a la idolatría del dinero y el consumo, sucede que los pobres, los excluidos no pueden hacer otra cosa que continuar esperando (cf. Ex ap. Evangelii gaudium, 54).
Pero he aquí que Jesús, en medio de ese cuadro apocalíptico, enciende la esperanza. Nos abre de par en par el horizonte, ensancha nuestra mirada para que aprendamos a captar, incluso en la precariedad y en el dolor del mundo, la presencia del amor de Dios que se hace cercano, que no nos abandona, que actúa para nuestra salvación. De hecho, precisamente mientras el sol se oscurece y la luna deja de brillar y las estrellas caen del cielo, dice el Evangelio, «verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes con gran poder y gloria», y Él «reunirá a sus elegidos desde los cuatro vientos, de un extremo de la tierra hasta los extremos del cielo» (vv. 26-27).
Con estas palabras, Jesús está indicando ante todo su muerte, que acontecerá en poco tiempo. Sobre el Calvario, de hecho, el sol se oscurecerá, las tinieblas descenderán sobre el mundo; pero precisamente en ese momento el Hijo del hombre vendrá sobre las nubes, porque el poder de su resurrección destrozará las cadenas de la muerte, la vida eterna de Dios surgirá desde la oscuridad y un mundo nuevo nacerá de los escombros de una historia herida por el mal.
Hermanos y hermanas, esta es la esperanza que Jesús nos quiere entregar. Y lo hace incluso a través de una bella imagen: miren a la higuera – dice –, porque «cuando ya sus ramas se hacen tiernas y brotan las hojas, significa que el verano está cerca» (v. 28). Del mismo modo, también nosotros estamos llamados a leer las situaciones de nuestra vida terrena: ahí donde parece haber solamente injusticia, dolor y pobreza, justamente en ese momento dramático, el Señor se acerca para liberarnos de la esclavitud y hacer resplandecer la vida (cf. v. 29). Y se hace cercano con nuestra cercanía cristiana, con nuestra fraternidad cristiana. No se trata de arrojar una moneda en las manos del necesitado. A quien da limosna yo le pregunto dos cosas: “Tú ¿tocas las manos de la gente o arrojas la moneda sin tocarlas? ¿Miras a los ojos a la persona que ayudas o miras hacia otro lado?”.
Somos nosotros, sus discípulos, quienes gracias al Espíritu Santo podemos sembrar esta esperanza en el mundo. Somos nosotros los que podemos y debemos encender luces de justicia y solidaridad mientras se expanden las sombras de un mundo cerrado (cf. Enc. Fratelli tutti, 9-55). Somos nosotros a los que su gracia hace brillar, es nuestra vida impregnada de compasión y de caridad la que se vuelve signo de la presencia del Señor, siempre cercano al sufrimiento de los pobres, para sanar sus heridas y cambiar su suerte.
Hermanos y hermanas, no lo olvidemos: la esperanza cristiana, que se ha cumplido en Jesús y se realiza en su Reino, necesita de nosotros, necesita nuestro compromiso, necesita una fe activa en la caridad, necesita cristianos que no miran hacia otra parte. Veía una fotografía de un fotógrafo romano: salía de un restaurante, una pareja adulta, casi ancianos, en invierno; la señora bien cubierta con pieles y el hombre también. En la puerta, estaba una señora pobre, tirada en el suelo, que pedía limosna y ambos miraban para otro lado… Esto pasa cada día. Preguntémonos a nosotros mismos: ¿yo miro hacia otra parte cuando veo la pobreza, la necesidad, el dolor de los demás? Un teólogo del siglo XX decía que la fe cristiana debe generar en nosotros una “mística de ojos abiertos”, no una espiritualidad que huye del mundo, sino – por el contrario – una fe que abre los ojos frente a los sufrimientos del mundo y frente a la infelicidad de los pobres, para ejercer la misma compasión de Cristo. ¿Siento yo la misma compasión del Señor hacia los pobres, hacia los que no tienen trabajo, que no tienen qué comer, que son marginados por la sociedad? Y no debemos mirar sólo los grandes problemas de la pobreza mundial, sino lo poco que todos podemos hacer cada día con nuestros estilos de vida, con la atención y el cuidado del ambiente en el que vivimos, con la búsqueda tenaz de la justicia, compartiendo nuestros bienes con los que son más pobres, con el compromiso social y político para mejorar la realidad que nos rodea. Podría parecernos poca cosa, pero nuestro poco será como las primeras hojas que brotan de la higuera, nuestro poco será una anticipación del verano que ya está cerca.
Muy queridos todos, en esta Jornada Mundial de los Pobres quiero recordar una advertencia del Cardenal Martini. Él dijo que debemos tener cuidado de pensar que primero está la Iglesia, ya sólida en sí misma, y luego los pobres de los que elegimos ocuparnos. En realidad, nos volvemos Iglesia de Jesús en la medida en la cual servimos a los pobres, porque solo así «la Iglesia “se convierte” en sí misma, es decir, la Iglesia se convierte en casa abierta a todos, lugar de la compasión de Dios para la vida de cada hombre» (cf. C.M. Martini, Ciudad sin muros. Cartas y discursos a la Diócesis 1984, Bolonia 1985, 350).
Y se lo digo a la Iglesia, se lo digo a los gobiernos, se lo digo a las Organizaciones internacionales, se lo digo a cada uno y a todos: por favor, no nos olvidemos de los pobres.
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