CATEQUESIS DEL PAPA: LA IGLESIA COMO EN LOS PRIMEROS TIEMPOS, DEBE PREDICAR EL EVANGELIO (13/11/2024)

Continuando el ciclo de catequesis sobre el Espíritu Santo, el Papa Francisco centró su reflexión de este 13 de noviembre sobre la relación entre la Virgen y el Espíritu Santo en la Audiencia General en la Plaza de San Pedro. En todos los tiempos, y particularmente ahora, la Iglesia se encuentra como «tras la Ascensión de Jesús al cielo» y «debe predicar el Evangelio a todas las naciones, pero espera el “poder de lo alto” para poder hacerlo. Y no olvidemos que, en ese momento, como leemos en los Hechos de los Apóstoles, los discípulos estaban reunidos en torno a “María, la madre de Jesús”», dijo el Santo Padre. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

«Una carta escrita con el Espíritu del Dios vivo: María y el Espíritu Santo»

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Entre los diversos medios con los que el Espíritu Santo realiza su obra de santificación en la Iglesia – Palabra de Dios, Sacramentos, oración – hay uno particular y es la piedad mariana. En la tradición católica existe este lema, este dicho: “Ad Iesum per Mariam”, es decir, “a Jesús por María”. La Virgen nos hace ver a Jesús. Ella nos abre las puertas, ¡siempre! La Virgen es la madre que nos lleva de la mano a Jesús. La Virgen nunca se señala a sí misma, la Virgen señala a Jesús. Y esto es la piedad mariana: a Jesús a través de las manos de la Virgen.

San Pablo define a la comunidad cristiana como una «carta de Cristo compuesta por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas de corazones humanos» (2 Cor 3, 3). María, como primera discípula y figura de la Iglesia, es también ella una carta escrita con el Espíritu del Dios vivo. Precisamente por eso, ella puede ser «conocida y leída por todos los hombres» (2 Cor 3, 2), incluso por aquellos que no saben leer libros de teología, por esos “pequeños” a los que Jesús dice que se les revelan los misterios del Reino, ocultos a los sabios (cf. Mt 11, 25).

Al decir su “sí” – cuando María acepta y dice al ángel: “sí, hágase la voluntad del Señor” y acepta ser la madre de Jesús – es como si María dijera a Dios: «Aquí estoy, soy una tablilla para escribir: que el Escritor escriba lo que quiera, que haga de mí lo que quiera el Señor de todo» [1]. En aquella época, se acostumbraba escribir en tablillas enceradas; hoy diríamos que María se ofrece como una página en blanco en la que el Señor puede escribir lo que quiera. El “sí” de María al ángel – escribió un conocido exégeta – representa «el ápice de todo comportamiento religioso ante Dios, ya que ella expresa, de la manera más elevada, la disponibilidad pasiva unida con la preparación activa, el vacío más profundo que acompaña a la mayor plenitud» [2].

He aquí, entonces, cómo la Madre de Dios es instrumento del Espíritu Santo en su obra de santificación. En medio de la interminable profusión de palabras dichas y escritas sobre Dios, la Iglesia y la santidad (que poquísimos, o nadie, son capaces de leer y comprender en su totalidad), ella nos sugiere sólo dos palabras que todos, incluso los más sencillos, pueden pronunciar en cualquier ocasión: “Aquí estoy” y “fiat”. María es la que dijo “sí” al Señor, y con su ejemplo y su intercesión nos impulsa a decirle también nuestro «sí» a Él, cada vez que nos encontremos ante una obediencia que realizar o una prueba que superar.

En todas las épocas de su historia, pero en particular en este momento, la Iglesia se encuentra en la situación en la que estaba la comunidad cristiana tras la Ascensión de Jesús a los cielos. Debe predicar el Evangelio a todas las naciones, pero está a la espera del “poder de lo alto” para poder hacerlo. Y no olvidemos que, en aquel momento, como se lee en los Hechos de los Apóstoles, los discípulos estaban reunidos en torno a «María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14).

Es cierto que también estaban otras mujeres con ella en el cenáculo, pero su presencia es diferente y única entre todas. Entre ella y el Espíritu Santo existe un vínculo único y eternamente indestructible, que es la persona misma de Cristo, “concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de María Virgen”, como recitamos en el Credo. El evangelista Lucas intencionadamente resalta la correspondencia entre la venida del Espíritu Santo sobre María en la Anunciación y su venida sobre los discípulos en Pentecostés, utilizando algunas expresiones idénticas en uno y otro caso.

San Francisco de Asís, en una de sus oraciones, saluda a la Virgen como «hija y sierva del altísimo Rey y Padre celestial, madre del santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» [3]. ¡Hija del Padre, Madre del Hijo, Esposa del Espíritu Santo! No se podía ilustrar con palabras más sencillas la relación única de María con la Trinidad.

Como todas las imágenes, también ésta de “esposa del Espíritu Santo” no debe absolutizarse, sino tomarse por la parte de verdad que contiene, y es una verdad muy hermosa. Ella es la esposa, pero es, antes que eso, la discípula del Espíritu Santo. Esposa y discípula. Aprendamos de ella a ser dóciles a las inspiraciones del Espíritu, sobre todo cuando Él nos sugiere que “nos levantemos con prisa” y vayamos a ayudar a alguien que nos necesita, como hizo ella inmediatamente después de que el ángel la dejó (cf. Lc 1, 39). ¡Gracias!


[1] cf. Orígenes, Comentario al Evangelio de Lucas, fragm. 18 (GCS 49, p. 227).

[2] H. Schürmann, Das Lukasevangelium, Friburgo en Br. 1968: trad. ital. Brescia 1983, 154.

[3] Fuentes Franciscanas, Asís 1986, n. 281.

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