ANTE LOS POBRES, LOS CRISTIANOS DEBEN ORGANIZAR LA ESPERANZA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR LA V JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES (14/11/2021)

La historia está marcada por las tribulaciones, la violencia, el sufrimiento y las injusticias que hieren, oprimen y aplastan a los pobres, “los eslabones más frágiles de esta cadena”, a la espera de una liberación que parece no llegar nunca. En su homilía de la Misa con motivo de la V Jornada Mundial de los Pobres este 14 de noviembre en la Basílica de San Pedro, el Papa Francisco pidió a todos los cristianos que no se aparten de los más débiles y habló de los dos aspectos de la historia: el dolor de hoy y la esperanza de mañana, las dolorosas contradicciones de la realidad humana, por un lado, y el futuro de la salvación en el encuentro con el Señor, por otro. Transcribimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Las imágenes usadas por Jesús, en la primera parte del Evangelio de hoy, dejan consternados: el sol que se oscurece, la luna que ya no da luz, las estrellas que caen y los poderes del cielo perturbados (cf. Mc 13, 24-25). Poco después, sin embargo, el Señor nos abre a la esperanza: precisamente en ese momento de oscuridad total, el Hijo del hombre vendrá (cf. v. 26); y en el presente ya se pueden contemplar los signos de su venida, como cuando se observa una higuera que empieza a producir hojas porque el verano está cerca (cf. v. 28).

Este Evangelio nos ayuda así a leer la historia considerando dos aspectos: los dolores de hoy y la esperanza del mañana. Por una parte, se evocan todas las dolorosas contradicciones en las que la realidad humana permanece inmersa en todo tiempo; por otra parte, está el futuro de salvación que le espera, es decir, el encuentro con el Señor que viene para liberarnos de todo mal. Miremos estos dos aspectos con la mirada de Jesús.

El primer aspecto: el dolor de hoy. Estamos dentro de una historia marcada por tribulaciones, violencia, sufrimientos e injusticias, en espera de una liberación que parece no llegar nunca. Sobre todo, los que son heridos, oprimidos y a veces pisoteados son los pobres, los eslabones más frágiles de la cadena. La Jornada Mundial de los Pobres, que estamos celebrando, nos pide que no miremos hacia otra parte, que no tengamos miedo de ver de cerca el sufrimiento de los más débiles, para quienes el Evangelio de hoy es muy actual: el sol de su vida frecuentemente es oscurecido por la soledad, la luna de sus esperanzas está apagada; las estrellas de sus sueños han caído en la resignación y su misma existencia es perturbada. Todo eso a causa de la pobreza a la que a menudo son forzados, víctimas de la injusticia y de la desigualdad de una sociedad del descarte, que corre velozmente sin mirarlos y los abandona sin escrúpulos a su destino.

Pero, por otra parte, está el segundo aspecto: la esperanza del mañana. Jesús quiere abrirnos a la esperanza, arrancarnos de la angustia y del miedo frente al dolor del mundo. Por eso afirma que, justo cuando el sol se oscurece y todo parece precipitarse, Él se hace cercano. En el gemido de nuestra historia dolorosa, hay un futuro de salvación que empieza a brotar. La esperanza del mañana florece en el dolor de hoy. Sí, la salvación de Dios no es sólo una promesa del más allá, sino que crece ya dentro de nuestra historia herida —tenemos el corazón enfermo, todos—, se hace camino entre las opresiones y las injusticias del mundo. Precisamente en medio del llanto de los pobres, el Reino de Dios despunta como las tiernas hojas de un árbol y conduce la historia a la meta, al encuentro final con el Señor, el Rey del universo que nos liberará de manera definitiva. 

Preguntémonos en este punto, ¿qué se nos pide a nosotros cristianos ante esta realidad? Se nos pide alimentar la esperanza del mañana aliviando el dolor de hoy. Están unidos: si tú no avanzas aliviando los dolores de hoy, difícilmente tendrás la esperanza del mañana. La esperanza que nace del Evangelio, de hecho, no consiste en esperar pasivamente que en un mañana las cosas vayan mejor, esto no es posible, sino en hacer hoy concreta la promesa de salvación de Dios. Hoy, cada día. La esperanza cristiana no es de hecho el optimismo beato, es más, diría el optimismo adolescente, de quien espera que las cosas cambien y mientras tanto sigue haciendo su propia vida, sino que es construir cada día, con gestos concretos, el Reino del amor, la justicia y la fraternidad que Jesús inauguró. La esperanza cristiana, por ejemplo, no fue sembrada por el levita o por el sacerdote que pasaron delante de aquel hombre herido por los ladrones. Fue sembrada por un extranjero, por un samaritano que se detuvo e hizo el gesto (cf. Lc 10, 30-35). Y hoy es como si la Iglesia nos dijera: “Detente y siembra esperanza en la pobreza. Acércate a los pobres y siembra esperanza”. La esperanza de aquella persona, tu esperanza y la esperanza de la Iglesia. A nosotros se nos pide esto: que seamos, en medio de las ruinas cotidianas del mundo, incansables constructores de esperanza; que seamos luz mientras el sol se oscurece; que seamos testigos de compasión mientras a nuestro alrededor reina la distracción; que seamos amorosos y atentos en medio de la indiferencia generalizada. Testigos de compasión. No podremos nunca hacer el bien sin pasar por la compasión. Cuando mucho haremos cosas buenas, pero que no tocan la vida cristiana porque no tocan el corazón. Lo que nos hace tocar el corazón es la compasión: nos acercamos, sentimos la compasión y hacemos gestos de ternura. Precisamente el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. Esto se nos pide hoy.

Recientemente me vino a la mente lo que repetía un Obispo cercano a los pobres, y pobre de espíritu él mismo, don Tonino Bello: «No podemos limitarnos a esperar, debemos organizar la esperanza». Si nuestra esperanza no se traduce en opciones y gestos concretos de atención, justicia, solidaridad, cuidado de la casa común, los sufrimientos de los pobres no podrán ser aliviados, la economía del descarte que los obliga a vivir en los márgenes no podrá ser convertida, sus esperanzas no podrán volver a florecer. A nosotros, especialmente a nosotros cristianos, nos toca organizar la esperanza —hermosa esta expresión de Tonino Bello: organizar la esperanza—, traducirla en vida concreta cada día, en relaciones humanas, en el compromiso social y político. Me hace pensar en el trabajo que hacen tantos cristianos con las obras de caridad, en el trabajo de la Limosnería Apostólica… ¿Qué se hace allí? Se organiza la esperanza. No se da una moneda, no, se organiza la esperanza. Esta es una dinámica que hoy nos pide la Iglesia.

Hay una imagen de la esperanza que Jesús nos ofrece hoy. Es sencilla e indicativa al mismo tiempo: es la imagen de las hojas de la higuera, que brotan sin hacer ruido, señalando que el verano está cerca. Y estas hojas aparecen, subraya Jesús, cuando la rama se pone tierna (cf. v. 28). Hermanos, hermanas, esta es la palabra que hace surgir la esperanza en el mundo y que alivia el dolor de los pobres: la ternura. Compasión que te lleva a la ternura. Está en nosotros el superar la cerrazón, la rigidez interior, que es la tentación de hoy, de los “restauracionistas” que quieren una Iglesia toda ordenada, toda rígida: esto no es del Espíritu Santo. Y debemos superar esto, y hacer germinar en esta rigidez la esperanza. Y está en nosotros también el superar la tentación de ocuparnos sólo de nuestros problemas, para enternecernos frente a los dramas del mundo, para compadecer el dolor. Como las hojas del árbol, estamos llamados a absorber la contaminación que nos rodea y a transformarla en bien: no sirve hablar de los problemas, polemizar, escandalizarnos —esto lo sabemos hacer todos—; sirve imitar a las hojas que, sin llamar la atención, cada día transforman el aire contaminado en aire puro. Jesús nos quiere “convertidores de bien”: personas que, inmersas en el aire pesado que respiran todos, respondan al mal con el bien (cf. Rom 12, 21). Personas que actúan: parten el pan con los hambrientos, trabajan por la justicia, levantan a los pobres y les restituyen su dignidad, como hizo aquel samaritano.

Es hermosa, es evangélica, es joven una Iglesia que sale de sí misma y, como Jesús, anuncia a los pobres la buena noticia (cf. Lc 4, 18). Me detengo sobre ese adjetivo, el último: es joven una Iglesia así; la juventud de sembrar esperanza. Esta es una Iglesia profética, que con su presencia dice a los perdidos de corazón y a los descartados del mundo: “Ánimo, el Señor está cerca, también para ti hay un verano que brota en el corazón del invierno. También de tu dolor puede resurgir esperanza”. Hermanos y hermanas, llevemos esta mirada de esperanza al mundo. Llevémosla con ternura a los pobres, con cercanía, con compasión, sin juzgarlos —nosotros seremos juzgados—. Porque allí, junto a ellos, junto a los pobres está Jesús; porque allí, en ellos, está Jesús, que nos espera.

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