RENOVAR LA EDUCACIÓN DESDE LA INTERIORIDAD, LA UNIDAD, EL AMOR Y LA ALEGRÍA: PALABRAS DE LEÓN XIV A LOS EDUCADORES DURANTE EL JUBILEO DEL MUNDO EDUCATIVO (31/10/2025)
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
La paz esté con ustedes.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
Estoy muy contento de poder encontrarme con ustedes: educadores provenientes de todo el mundo y comprometidos en todos los niveles, desde la escuela primaria hasta la Universidad.
Como sabemos, la Iglesia es Madre y Maestra (cf. S. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra, 15 mayo 1961, 1), y ustedes contribuyen a encarnar su rostro para tantos alumnos y estudiantes a cuya educación se dedican. Gracias, de hecho, a la luminosa constelación de carismas, metodologías, pedagogías y experiencias que representan, y gracias a su compromiso “polifónico” en la Iglesia, en las Diócesis, en Congregaciones, Institutos religiosos, asociaciones y movimientos, ustedes garantizan a millones de jóvenes una formación adecuada, manteniendo siempre en el centro, en la transmisión del saber humanista y científico, el bien de la persona.
Yo también fui docente en las instituciones educativas de la Orden de San Agustín y por eso quisiera compartir con ustedes mi experiencia, retomando cuatro aspectos de la doctrina del Doctor Gratiae que considero fundamentales para la educación cristiana: la interioridad, la unidad, el amor y la alegría. Son principios que quisiera que se conviertan en los ejes de un camino a recorrer juntos, haciendo de este encuentro el inicio de un camino común de crecimiento y enriquecimiento mutuo.
Respecto a la interioridad, San Agustín dice que «el sonido de nuestras palabras golpea los oídos, pero el verdadero maestro está dentro» (In Epistolam Ioannis ad Parthos Tractatus 3, 13), y añade: «A los que el Espíritu no enseña interiormente, se van sin haber aprendido nada» (ibid.). Nos recuerda, así, que es un error pensar que para enseñar bastan bellas palabras o buenas aulas escolares, laboratorios y bibliotecas. Estos son sólo medios y espacios físicos, ciertamente útiles, pero el Maestro está dentro. La verdad no circula a través de sonidos, muros y corredores, sino en el encuentro profundo entre las personas, sin el cual cualquier propuesta educativa está destinada al fracaso.
Vivimos en un mundo dominado por pantallas y filtros tecnológicos, a menudo superficiales, en el que los estudiantes, para entrar en contacto con su propia interioridad, necesitan ayuda. Y no sólo ellos. También para los educadores, de hecho, con frecuencia cansados y sobrecargados de tareas burocráticas, es real el riesgo de olvidar lo que San John Henry Newman sintetizaba con la expresión cor ad cor loquitur (“el corazón habla al corazón”) y que San Agustín recomendaba diciendo: «No mires hacia fuera. Vuelve a ti mismo. La verdad reside dentro de ti» (De vera religione, 39, 72). Son expresiones que invitan a mirar la formación como un camino en el que maestros y discípulos caminan juntos (cf. S. Juan Pablo II, Const. ap. Ex corde Ecclesiae, 15 agosto 1990, 1), conscientes de no buscar en vano, pero, al mismo tiempo, sabiendo que deben seguir buscando, después de haber encontrado. Sólo este esfuerzo humilde y compartido – que en los contextos escolares se configura como proyecto educativo – puede llevar a alumnos y docentes a acercarse a la verdad.
Y llegamos así a la segunda palabra: unidad. Como quizá sepan, mi “lema” es: In Illo uno unum. También esta es una expresión agustina (cf. Ennaratio in Psalmum 127, 3), que recuerda que sólo en Cristo encontramos verdaderamente la unidad, como miembros unidos a la Cabeza y como compañeros de camino en el camino de continuo aprendizaje de la vida.
Esta dimensión del “con”, constantemente presente en los escritos de San Agustín, es fundamental en los contextos educativos, como desafío para “salir de sí mismo” y como estímulo para crecer. Por esta razón, he decidido retomar y actualizar el proyecto del Pacto Educativo Global, que fue una de las intuiciones proféticas de mi venerado predecesor, el Papa Francisco. Por lo demás, como enseña el Maestro de Hipona, nuestro ser no nos pertenece: «Tu alma – dice – […] ya no es tuya, sino de todos tus hermanos» (Ep. 243, 4, 6). Y si esto es verdad en sentido general, lo es con mayor razón en la reciprocidad típica de los procesos educativos, en los que el compartir el saber no puede tomar otra forma más que la de un gran acto de amor.
De hecho, precisamente esta – amor – es la tercera palabra. Hace reflexionar mucho, al respecto, un dístico agustino que afirma: «El amor a Dios es el primero que se ordena; el amor al prójimo es el primero que se debe practicar» (In Evangelium Ioannis Tractatus 17, 8). En el campo formativo, entonces, cada uno podría preguntarse cuál es su compromiso para captar las necesidades más urgentes, qué esfuerzo realiza para construir puentes de diálogo y de paz, incluso dentro de las comunidades docentes; cuál es su capacidad de superar prejuicios o visiones limitadas; cuál su apertura en los procesos de co-aprendizaje; cuál es el esfuerzo que realiza para ir al encuentro y responder a las necesidades de los más frágiles, pobres y excluidos. Compartir el conocimiento no es suficiente para enseñar: se necesita amor. Sólo así éste será provechoso para quien lo recibe, en sí mismo y, sobre todo, por la caridad que comunica. La enseñanza nunca puede separarse del amor, y una dificultad actual de nuestras sociedades es la de ya no saber valorar suficientemente la gran contribución que los maestros y educadores brindan, al respecto, a la comunidad. Pero tengamos cuidado: dañar el papel social y cultural de los formadores es hipotecar el propio futuro y una crisis en la transmisión del saber conlleva una crisis de esperanza.
Y la última palabra clave es alegría. Los verdaderos maestros educan con una sonrisa y su apuesta es lograr despertar sonrisas en el fondo del alma de sus discípulos. Hoy, en nuestros contextos educativos, preocupa ver crecer los síntomas de una fragilidad interior generalizada, en todas las edades. No podemos cerrar los ojos ante estos reclamos silenciosos de ayuda; más aún, debemos esforzarnos por identificar sus razones profundas. La inteligencia artificial, en particular, con su conocimiento técnico, frío y estandarizado, puede aislar aún más a estudiantes ya aislados, dándoles la ilusión de no necesitar a los demás o, peor aún, la sensación de no ser dignos de ellos. El papel de los educadores, en cambio, es un compromiso humano, y la alegría misma del proceso educativo es plenamente humana, una «llama que funde las almas y de muchas hace una sola» (S. Agustín, Confesiones, IV, 8,13).
Por eso, muy queridos todos, los invito a hacer de estos valores – interioridad, unidad, amor y alegría – los “puntos cardinales” de su misión para con sus alumnos, recordando las palabras de Jesús: «Todo lo que hicieron a uno solo de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron» (Mt 25, 40). Hermanos y hermanas, ¡les agradezco el valioso trabajo que realizan! Los bendigo de corazón y pido por ustedes.

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