CATEQUESIS DE LEÓN XIV: NO TENGAN MIEDO DE MOSTRAR SUS HERIDAS SANADAS POR LA MISERICORDIA (01/10/2025)
Jesucristo, nuestra esperanza. III. La Pascua de Jesús. 9. La Resurrección. «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20, 21)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El centro de nuestra fe y el corazón de nuestra esperanza se encuentran profundamente enraizados en la resurrección de Cristo. Leyendo con atención los Evangelios, nos damos cuenta de que este misterio es sorprendente no sólo porque un hombre – el Hijo de Dios – resucitó de entre los muertos, sino también por el modo en que eligió hacerlo. De hecho, la resurrección de Jesús no es un triunfo estruendoso, no es una venganza o una revancha contra sus enemigos. Es el testimonio maravilloso de cómo el amor es capaz de levantarse después de una gran derrota para proseguir su imparable camino.
Cuando nos levantamos después de un trauma causado por los demás, a menudo la primera reacción es la rabia, el deseo de hacer pagar a alguien lo que hemos sufrido. El Resucitado no reacciona de este modo. Al salir de los infiernos de la muerte, Jesús no toma ninguna venganza. No regresa con gestos de poder, sino que con mansedumbre manifiesta la alegría de un amor más grande que cualquier herida y más fuerte que cualquier traición.
El Resucitado no siente la necesidad de reiterar o afirmar su propia superioridad. Él se aparece a sus amigos – los discípulos –, y lo hace con extrema discreción, sin forzar los tiempos de su capacidad de acogida. Su único deseo es volver a estar en comunión con ellos, ayudándolos a superar el sentimiento de culpa. Lo vemos muy bien en el cenáculo, donde el Señor se aparece a sus amigos encerrados en el miedo. Es un momento que expresa una fuerza extraordinaria: Jesús, después de haber descendido a los abismos de la muerte para liberar a quienes allí estaban prisioneros, entra en la habitación cerrada de quienes están paralizados por el miedo, llevándoles un don que ninguno hubiera osado esperar: la paz.
Su saludo es simple, casi ordinario: «¡Paz a ustedes!» (Jn 20, 19). Pero va acompañado de un gesto tan hermoso que resulta casi inapropiado: Jesús muestra a los discípulos las manos y el costado con los signos de la pasión. ¿Por qué exhibir sus heridas precisamente ante quienes, en aquellas horas dramáticas, lo negaron y abandonaron? ¿Por qué no esconder aquellos signos de dolor y evitar que se reabra la herida de la vergüenza?
Sin embargo, el Evangelio dice que, al ver al Señor, los discípulos se llenaron de alegría (cf. Jn 20, 20). El motivo es profundo: Jesús está ya plenamente reconciliado con todo lo que ha sufrido. No hay sombra de rencor. Las heridas no sirven para reprender, sino para confirmar un amor más fuerte que cualquier infidelidad. Son la prueba de que, precisamente en el momento en que hemos fallado, Dios no se ha echado atrás. No ha renunciado a nosotros.
Así, el Señor se muestra desnudo y desarmado. No pretende, no chantajea. El suyo es un amor que no humilla; es la paz de quien ha sufrido por amor y ahora puede finalmente afirmar que ha valido la pena.
Nosotros, en cambio, a menudo enmascaramos nuestras heridas por orgullo o por temor de parecer débiles. Decimos “no importa”, “ya pasó todo”, pero no estamos realmente en paz con las traiciones por las que hemos sido heridos. A veces preferimos esconder nuestro esfuerzo por perdonar para no parecer vulnerables y no correr el riesgo de sufrir de nuevo. Jesús no. Él ofrece sus llagas como garantía de perdón. Y muestra que la Resurrección no es borrar el pasado, sino su transfiguración en una esperanza de misericordia.
Después, el Señor repite: «¡Paz a ustedes!». Y añade: «Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo» (v. 21). Con estas palabras, confía a los apóstoles una tarea que no es tanto un poder, sino una responsabilidad: ser en el mundo instrumentos de reconciliación. Como si dijese: “¿Quién podrá anunciar el rostro misericordioso del Padre sino ustedes, que han experimentado el fracaso y el perdón?”.
Jesús sopla sobre ellos y les da el Espíritu Santo (v. 22). Es el mismo Espíritu que lo ha sostenido en la obediencia al Padre y en el amor hasta la cruz. Desde ese momento, los apóstoles ya no podrán callar lo que han visto y oído: que Dios perdona, levanta, vuelve a dar confianza.
Este es el corazón de la misión de la Iglesia: no administrar un poder sobre los demás, sino comunicar la alegría de quien ha sido amado precisamente cuando no lo merecía. Es la fuerza que ha hecho nacer y crecer la comunidad cristiana: hombres y mujeres que han descubierto la belleza de volver a la vida para poder entregarla a los demás.
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros somos enviados. También a nosotros el Señor nos muestra sus heridas y dice: Paz a ustedes. No tengan miedo de mostrar sus heridas sanadas por la misericordia. No teman acercarse a quien está encerrado en el miedo o en el sentimiento de culpa. Que el soplo del Espíritu haga también de nosotros testigos de esta paz y de este amor más fuertes que toda derrota.
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