CUSTODIAR EL SANTO SEPULCRO ES AYUDAR A LA IGLESIA HECHA DE PIEDRAS VIVAS: PALABRAS DE LEÓN XIV A LA ORDEN ECUESTRE DEL SANTO SEPULCRO DE JERUSALÉN (23/10/2025)
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La paz esté con ustedes.
Eminencias, Excelencias, muy queridos hermanos y hermanas:
Es hermoso, en este Año Jubilar, encontrarme con todos ustedes, Caballeros y Damas de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén.
Han venido a Roma desde diversas partes del mundo, y esto nos recuerda que la práctica de la peregrinación está en el origen de su historia. Nacieron, de hecho, para custodiar el Santo Sepulcro, para cuidar de los peregrinos y para sostener a la Iglesia de Jerusalén. Todavía hoy lo hacen, con la humildad, la dedicación y el espíritu de sacrificio que caracterizan a las Órdenes caballerescas, en particular con «un testimonio constante de fe y solidaridad hacia los cristianos residentes en los Lugares Santos» (San Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Jubileo de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén, 2 de marzo de 2000).
Pienso, al respecto, en la notable ayuda que prestan, sin hacer ruido y sin publicidad, a las comunidades de Tierra Santa, apoyando al Patriarcado Latino de Jerusalén en sus diversas actividades: el Seminario, las escuelas, las obras caritativas y de asistencia, los proyectos humanitarios y formativos, la Universidad, la ayuda a las Iglesias, con intervenciones particulares en momentos de mayor crisis, como ocurrió durante la pandemia de COVID-19 y en los trágicos días de la guerra.
Con todo esto, ustedes muestran que custodiar el Sepulcro de Cristo no quiere decir simplemente preservar un patrimonio histórico-arqueológico o artístico, por importante que sea, sino sostener a una Iglesia hecha de piedras vivas (cf. 1 Pe 2, 4-5), que en torno a él nació y aún hoy vive, como signo auténtico de esperanza pascual.
Por este motivo, en el Jubileo de la esperanza, me gustaría contemplarla con ustedes, por un momento, precisamente a ella, subrayando sus tres dimensiones.
La primera es la de la espera confiada (cf. Francisco, Bula Spes non confundit, 4). Permanecer junto al Sepulcro del Señor quiere decir, de hecho, renovar la propia fe en el Dios que mantiene sus promesas, cuyo poder ninguna fuerza humana puede derrotar. En un mundo en el que la prepotencia y la violencia parecen prevalecer sobre la caridad, ustedes están llamados a dar testimonio de que la vida vence a la muerte, de que el amor vence al odio, de que el perdón vence a la venganza y de que la misericordia y la gracia vencen al pecado. Que su “vigilancia” en los Lugares Santos sea ante todo una “vigilancia de fe” que ayude a los hombres y mujeres de nuestro tiempo a detenerse con el corazón junto a la tumba de Cristo, donde el dolor encuentra respuesta en la confianza y donde, para quienes saben escuchar, sigue resonando el anuncio: «¡Ustedes no tengan miedo! Sé que buscan a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado […] como había dicho» (Mt 28, 6). Y esto lo podrán hacer alimentando el corazón con una intensa vida sacramental, con la escucha y la meditación de la Palabra de Dios, con la oración personal y litúrgica, con la formación espiritual, tan cuidada en la Orden.
La segunda dimensión de la esperanza en la que quisiera detenerme podemos verla encarnada en el icono de las mujeres que se dirigen al Sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16, 1-2). Es el rostro del servicio, por el que ni siquiera la muerte del Maestro impide a María de Magdala, a María madre de Santiago y a Salomé cuidar de Él. Ya les he expresado mi gratitud por el gran bien que hacen, siguiendo la antigua tradición de asistencia que les caracteriza. En cuántas ocasiones, gracias a su labor, se abre nuevamente una rendija de luz para personas, familias, comunidades enteras, que corren el riesgo de ser arrastradas por dramas terribles, a todos los niveles, en particular en los lugares donde vivió Jesús. Su caridad los sostiene, captando en sus necesidades esos “signos de los tiempos” que el Papa Francisco nos invitó a hacer nuestros para transformarlos en “signos de esperanza” (cf. Spes non confundit, 8).
Pero hay una tercera dimensión de la esperanza a la que quiero referirme: la que nos lleva a mirar hacia la meta. La imagen que podemos evocar es la de Pedro y Juan corriendo hacia el Sepulcro (cf. Jn 20, 4-10). La mañana de Pascua, tras escuchar a las mujeres, parten inmediatamente, de prisa, en una carrera que los llevará, junto al tumba vacía, a renovar su fe en Cristo a la luz de la Resurrección. San Pablo usa la misma imagen, cuando habla de su vida como de una carrera en el estadio, no sin una meta, sino orientada al encuentro con el Señor (cf. 1 Cor 9, 24-27). Es lo que expresa el gesto de la peregrinación, como símbolo de la búsqueda del sentido último de la vida (cf. Spes non confundit, 5). Ustedes también lo han realizado, y los invito a vivir su estar aquí no como un punto de llegada, sino como una etapa desde la cual partir de nuevo para ponerse una vez más en marcha hacia la única meta verdadera y definitiva: la de la plena y eterna comunión con Dios en el Paraíso. Hagan de ello también un testimonio para los hermanos y hermanas que encontrarán: una invitación a vivir las cosas de este mundo con la libertad y la alegría de quien sabe que está en camino hacia el horizonte infinito de la eternidad.
Muy queridos todos, la Iglesia hoy vuelve a confiarles la tarea de ser custodios del Sepulcro de Cristo. Séanlo así, en la confianza de la espera, en el celo de la caridad, en el impulso gozoso de la esperanza. Como decía San Agustín a los cristianos de su tiempo: «Avanza, avanza en el bien [...]. ¡No te salgas del camino, no mires atrás, no te detengas!» (Sermo 256, 3). Los bendigo de corazón y pido por todos ustedes. Gracias.
Oremos juntos. [Oración del Padre Nuestro]
[Bendición]

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