LOS SANTOS SON TESTIGOS DEL AMOR DE CRISTO: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA CON CANONIZACIONES (19/10/2025)

Este 19 de octubre el Papa León XIV presidió la Santa Misa con el rito de canonización de siete nuevos santos, en la Plaza de San Pedro, a la que asistieron más de 50,000 fieles y peregrinos de todo el mundo. En su homilía, León XIV los recordó a todos como “fieles amigos de Cristo”. Algunos “son mártires por su fe”, como el Arzobispo armenio Ignacio Choukrallah Maloyan y el catequista papú Pedro To Rot; otros “son evangelizadores y misioneras”, como la Hermana María Troncatti, salesiana italiana dedicada a las poblaciones del Ecuador; otras “son carismáticas fundadoras”, como la italiana Hermana Vincenza María Poloni, que creó el Instituto de las Hermanas de la Misericordia de Verona, y la Hermana venezolana Carmen Rendiles Martínez, que estableció la Congregación de las Siervas de Jesús; otros, en cambio, “son benefactores de la humanidad” con un “corazón encendido de devoción”, como el italiano Bartolo Longo y el venezolano José Gregorio Hernández Cisneros, ambos laicos comprometidos con los más pobres. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas:

La pregunta que cierra el Evangelio que se acaba de proclamar abre nuestra reflexión: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18, 8). Este interrogante nos revela lo que es más valioso a los ojos de Dios: la fe, es decir, el vínculo de amor entre Dios y el hombre. Precisamente hoy están ante nosotros siete testigos, los nuevos santos y las nuevas santas, que con la gracia de Dios mantuvieron encendida la lámpara de la fe, más aún, fueron ellos mismos lámparas capaces de difundir la luz de Cristo.

Comparada con grandes bienes materiales y culturales, científicos y artísticos, la fe sobresale no porque estos bienes sean despreciables, sino porque sin fe pierden sentido. La relación con Dios es de suma importancia porque Él ha creado de la nada todas las cosas, en el principio de los tiempos, y salva de la nada todo aquello que en el tiempo termina. Una tierra sin fe estaría poblada por hijos que viven sin Padre, es decir, de criaturas sin salvación.

Es por eso que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, se pregunta por la fe: si desapareciera del mundo, ¿qué ocurriría? El cielo y la tierra quedarían como antes, pero ya no habría en nuestro corazón la esperanza; la libertad de todos sería derrotada por la muerte; nuestro deseo de vida se precipitaría en la nada. Sin fe en Dios, no podemos esperar en la salvación. La pregunta de Jesús entonces nos inquieta, sí, pero sólo si olvidamos que es Jesús mismo quien la pronuncia. Las palabras del Señor, de hecho, son siempre evangelio, es decir, anuncio gozoso de salvación. Esta salvación es el don de la vida eterna que recibimos del Padre, mediante el Hijo, con la fuerza del Espíritu Santo.

Muy queridos todos, precisamente por esto Cristo habla a sus discípulos de la «necesidad de orar siempre, sin cansarse nunca» (Lc 18, 1). Como no nos cansamos de respirar, así no nos cansemos de orar. Como la respiración sostiene la vida del cuerpo, así la oración sostiene la vida del alma: la fe, de hecho, se expresa en la oración y la oración auténtica vive de fe.

Jesús nos señala este vínculo con una parábola: un juez permanece sordo ante las persistentes peticiones de una viuda, cuya insistencia lo lleva, finalmente, a actuar. A primera vista, esa tenacidad se convierte para nosotros en un hermoso ejemplo de esperanza, especialmente en el tiempo de la prueba y la tribulación. La perseverancia de la mujer y el comportamiento del juez, que obra contra su voluntad, preparan sin embargo una pregunta provocadora de Jesús. Dios, el Padre bueno, «¿no hará justicia a sus elegidos, que claman día y noche a él?» (Lc 18, 7).

Hagamos resonar estas palabras en nuestra conciencia: el Señor nos está preguntando si creemos que Dios es juez justo para todos. El Hijo nos pregunta si creemos que el Padre quiere siempre nuestro bien y la salvación de cada persona. Al respecto, dos tentaciones ponen a prueba nuestra fe: la primera toma fuerza del escándalo del mal, llevando a pensar que Dios no escucha el llanto de los oprimidos y no tiene piedad del dolor inocente. La segunda tentación es la pretensión de que Dios debe actuar como queremos nosotros: la oración deja ahora el lugar a una orden a Dios, para enseñarle cómo actuar para ser justo y eficaz.

De ambas tentaciones nos libra Jesús, testigo perfecto de confianza filial. Él es el inocente, que sobre todo durante su pasión ora así: “Padre, que se haga tu voluntad” (cf. Lc 22, 42). Son las mismas palabras que el Maestro nos entrega en la oración del Padre Nuestro. Pase lo que pase, Jesús se confía como Hijo al Padre; por eso nosotros, como hermanos y hermanas en su nombre, proclamamos: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, siempre y en todo lugar a ti, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro» (Misal Romano, Plegaria Eucarística II, Prefacio).

La oración de la Iglesia nos recuerda que Dios hace justicia a todos, entregando por todos su vida. Así, cuando gritamos al Señor: “¿dónde estás?”, transformamos esta invocación en oración y entonces reconocemos que Dios está ahí donde el inocente sufre. La cruz de Cristo revela la justicia de Dios. Y la justicia de Dios es el perdón: Él ve el mal y lo redime, cargándolo sobre sí. Cuando estamos crucificados por el dolor y por la violencia, por el odio y por la guerra, Cristo está ya ahí, en la cruz por nosotros y con nosotros. No hay llanto que Dios no consuele; no hay lágrima que esté lejos de su corazón. El Señor nos escucha, nos abraza como somos, para transformarnos como Él es. Quien en cambio rechaza la misericordia de Dios, permanece incapaz de misericordia hacia el prójimo. Quien no acoge la paz como un don, no sabrá dar la paz.

Muy queridos todos, ahora comprendemos que las preguntas de Jesús son una vigorosa invitación a la esperanza y a la acción: cuándo el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe en la providencia de Dios? Es esta fe, de hecho, la que sostiene nuestro compromiso por la justicia, precisamente porque creemos que Dios salva al mundo por amor, liberándonos del fatalismo. Preguntémonos, entonces: cuando escuchamos la llamada de quien está en dificultad, ¿somos testigos del amor del Padre, como Cristo lo ha sido para todos? Él es el humilde que llama a los prepotentes a la conversión, el justo que nos hace justos, como lo atestiguan los nuevos santos de hoy: no héroes, o paladines de un ideal cualquiera, sino hombres y mujeres auténticos.

Estos fieles amigos de Cristo son mártires por su fe, como el Obispo Ignacio Choukrallah Maloyan y el catequista Pedro To Rot; son evangelizadores y misioneros como Sor María Troncatti; son carismáticas fundadoras, como Sor Vincenza María Poloni y Sor Carmen Rendiles Martínez; con sus corazones encendidos de devoción, son bienhechores de la humanidad, como Bartolo Longo y José Gregorio Hernández Cisneros. Que su intercesión nos asista en las pruebas y su ejemplo nos inspire en la común vocación a la santidad. Mientras somos peregrinos hacia esa meta, oremos sin cansarnos, firmes en lo que hemos aprendido y creemos firmemente (cf. 2 Tim 3, 14). La fe en la tierra sostiene así la esperanza en el cielo.

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