DESPOJARSE DE TODO PARA DAR TESTIMONIO DE LA PRIMACÍA DE DIOS: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA DEL JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA (09/10/2025)

Este 9 de octubre por la mañana, el Papa León XIV presidió la celebración de la Santa Misa del Jubileo de la Vida Consagrada en la Plaza de San Pedro, que representó el momento culminante de todo el programa elaborado por el Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, junto con el Dicasterio para la Evangelización, responsable de la organización de los eventos del Jubileo de la Esperanza. El Santo Padre recordó que es una tarea exigente la que la Iglesia confía a las religiosas y religiosos de todo el mundo, pero el Señor recompensa «con mucha belleza y riqueza» a quienes deciden comprometerse a hacerla la brújula de su actuar. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

«Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá» (Lc 11, 9). Jesús, con estas palabras, nos invita a dirigirnos con confianza al Padre en todas nuestras necesidades.

Nosotros las escuchamos mientras celebramos el Jubileo de la Vida Consagrada, que los ha conducido hasta aquí en gran número, desde muchas partes del mundo – religiosos y religiosas, monjes y contemplativas, miembros de los institutos seculares, pertenecientes al Ordo Virginum, eremitas y miembros de “nuevos institutos” – venidos a Roma para vivir juntos la Peregrinación jubilar, para encomendar su vida a esa misericordia de la cual, a través de la profesión religiosa, se han comprometido a ser signo profético, porque vivir los votos es abandonarse como niños en los brazos del Padre.

“Pedir”, “buscar”, “tocar” – los verbos de la oración usados por el evangelista Lucas – son actitudes familiares para ustedes, habituados por la práctica de los consejos evangélicos a pedir sin pretender, dóciles a la acción de Dios. No por casualidad el Concilio Vaticano II habla de los votos como un medio útil «para poder captar con mayor abundancia los frutos de la gracia bautismal» (Const. dogm. Lumen Gentium 44). “Pedir”, de hecho, es reconocer, en la pobreza, que todo es don del Señor y dar gracias por todo; “buscar” es abrirse, en la obediencia, a descubrir cada día el sendero a seguir en el camino de la santidad, según los designios de Dios; “tocar” es pedir y ofrecer a los hermanos los dones recibidos con corazón casto, esforzándose por amar a todos con respeto y gratuidad.

Podríamos leer en este sentido, las palabras que Dios dirige al profeta Malaquías en la primera Lectura. Él llama a los habitantes de Jerusalén «mi propiedad particular» (Mal 3, 17) y dice al profeta: «Tendré cuidado de ellos, como el padre tiene cuidado de su hijo» (ibid.). Son expresiones que nos recuerdan el amor con el que el Señor, llamándonos, nos ha precedido: una ocasión, en particular para ustedes, para hacer memoria de la gratuidad de su vocación, comenzando desde los orígenes de las congregaciones a las que pertenecen hasta el momento presente, desde los primeros pasos de su itinerario personal hasta este instante. Todos nosotros estamos aquí, ante todo, porque Él nos ha querido y elegido, desde siempre.

“Pedir”, “buscar”, “tocar”, entonces, quiere decir también mirar hacia atrás la propia existencia, trayendo de nuevo a la mente y al corazón todo lo que el Señor ha realizado, a lo largo de los años, para multiplicar los talentos, para acrecentar y purificar la fe, para hacer más generosa y libre la caridad. A veces esto ha sucedido en circunstancias alegres, otras veces por caminos más difíciles de entender, tal vez a través del crisol misterioso del sufrimiento: siempre, sin embargo, en el abrazo de esa bondad paterna que caracteriza su actuar en nosotros y a través de nosotros, para el bien de la Iglesia (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, 43).

Y esto nos lleva a una segunda reflexión, sobre Dios como plenitud y sentido de nuestra vida: para ustedes, para nosotros, el Señor es todo. Lo es en distintos modos: como Creador y fuente de la existencia, como amor que llama e interpela, como fuerza que impulsa y anima a la donación. Sin Él nada existe, nada tiene sentido, nada vale, y su “pedir”, “buscar” y “llamar”, tanto en la oración como en la vida, se refiere también a esta verdad. San Agustín, al respecto, describe la presencia de Dios en su existencia con imágenes bellísimas. Habla de una luz que trasciende el espacio, de una voz no abrumada por el tiempo, de un sabor nunca empañado por la voracidad, de un hambre nunca apagada con la saciedad, y concluye: «Esto es lo que amo, cuando amo a mi Dios» (Confesiones, 10, 6.8). Son las palabras de un místico, y aun así también son muy cercanas a nuestra vivencia, manifestando la necesidad de infinito que alberga en el corazón de todo hombre y mujer de este mundo. Precisamente por eso la Iglesia les confía la tarea de ser, con su despojarse de todo, testigos vivos de la primacía de Dios en su existencia, ayudando lo más que puedan también a los hermanos y hermanas que encuentran a cultivar su amistad con Él.

Por lo demás, la historia nos enseña que de una experiencia de Dios brotan siempre impulsos generosos de caridad, como ha sucedido en la vida de sus fundadores y fundadoras, hombres y mujeres enamorados del Señor y por eso dispuestos a hacerse «todo para todos» (1 Cor 9, 22), sin distinciones, en los modos y ámbitos más diversos.

Es verdad que también hoy, como en tiempos de Malaquías, hay quienes dicen: «Es inútil servir a Dios» (Mal 3, 14). Es un modo de pensar que lleva a una verdadera parálisis del alma, por la cual uno se conforma con una vida hecha de instantes fugaces, de relaciones superficiales e intermitentes, de modas pasajeras, todas ellas, cosas que dejan el vacío en el corazón. Para ser verdaderamente feliz, el hombre no necesita de eso, sino de experiencias de amor consistentes, duraderas, sólidas, y ustedes, con el ejemplo de su vida consagrada, como los árboles exuberantes de los que hemos cantado en el Salmo responsorial (cf. Sal 1, 3), pueden difundir en el mundo el oxígeno de ese modo de amar.

Hay, sin embargo, una última dimensión de su misión sobre la que quisiera detenerme. Hemos escuchado al Señor decir a los habitantes de Jerusalén: «Surgirá el sol de justicia con rayos de salud» (Mal 3, 20): es decir, los invita a esperar en el cumplimiento de su destino que va más allá del presente. Esto evoca la dimensión escatológica de la vida cristiana, que nos quiere comprometidos en el mundo, pero al mismo tiempo constantemente orientados hacia la eternidad. Es una invitación para que ustedes ensanchen el “pedir”, el “buscar” y el “tocar” de la oración y de la vida al horizonte eterno que transciende las realidades de este mundo, para orientarlas hacia el domingo sin ocaso en el que «la humanidad entera entrará en el […] descanso [de Dios]» (Misal Romano, Prefacio dominical X del Tiempo Ordinario). El Concilio Vaticano II, al respecto, les confía una tarea específica, cuando dice que los consagrados están llamados de manera particular a ser testigos de los “bienes futuros” (cf. Const. dogm. Lumen Gentium 44).

Muy queridos y queridas todos, el Señor, al que han dado todo, les ha correspondido con mucha belleza y riqueza, y yo quisiera exhortarles a atesorarlas y a cultivarlas, evocando como conclusión algunas expresiones de San Pablo VI: «Conserven – escribía a los religiosos – la sencillez de los “más pequeños” del Evangelio. Sepan reencontrarla en la interior y más cordial relación con Cristo, o en el contacto directo con sus hermanos. Conocerán entonces “el rebosar de gozo por la acción del Espíritu Santo” que es de aquellos que son introducidos en los secretos del Reino. No busquen entrar en el número de aquellos “sabios y prudentes”, […] a quienes tales secretos están escondidos. Sean verdaderamente pobres, mansos, hambrientos de santidad, misericordiosos, puros de corazón; aquellos gracias a los cuales el mundo conocerá la paz de Dios» (S. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelica testificatio, 54).

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