CATEQUESIS DE LEÓN XIV: LA HUMILDAD DE LA RESURRECCIÓN, ROSTRO DISCRETO DEL AMOR DE DIOS (08/10/2025)

En su catequesis de este 8 de octubre, el Papa León XIV invitó a los fieles a contemplar un aspecto profundamente conmovedor del misterio pascual: la humildad de la Resurrección de Cristo. Lejos de los gestos espectaculares o de las manifestaciones de poder, el Señor resucitado se presenta ante sus discípulos con la sencillez del amor cotidiano. Al término de su catequesis, el Santo Padre invitó a la confianza, a reconocer la presencia humilde del Resucitado, a aceptar la vida con sus heridas y a dejar que cada dolor se transforme en lugar de comunión. Compartimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Jesucristo, nuestra esperanza. III. La Pascua de Jesús. 10. Volver a encender. «¿No ardía acaso nuestro corazón en el pecho?» (Lc 24, 32).

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto sorprendente de la Resurrección de Cristo: su humildad. Si pensamos nuevamente en los relatos evangélicos, nos damos cuenta de que el Señor resucitado no hace nada espectacular para imponerse a la fe de sus discípulos. No se presenta rodeado de multitud de ángeles, no hace gestos sensacionales, no pronuncia discursos solemnes para revelar los secretos del universo. Al contrario, se acerca con discreción, como un viajero cualquiera, como un hombre hambriento que pide compartir un poco de pan (cf. Lc 24, 15.41).

María de Magdala lo confunde con un jardinero (cf. Jn 20, 15). Los discípulos de Emaús creen que es un forastero (cf. Lc 24, 18). Pedro y los demás pescadores creen que es un simple transeúnte (cf. Jn 21, 4). Nosotros habríamos esperado efectos especiales, signos de poder, pruebas abrumadoras. Pero el Señor no busca eso: prefiere el lenguaje de la proximidad, de la normalidad, de la mesa compartida.

Hermanos y hermanas, en esto hay un mensaje valioso: la Resurrección no es un efecto teatral, es una transformación silenciosa que llena de sentido cada gesto humano. Jesús resucitado come una porción de pescado delante de sus discípulos: no es un detalle marginal, es la confirmación de que nuestro cuerpo, nuestra historia, nuestras relaciones no son un envoltorio para tirar. Están destinados a la plenitud de la vida. Resucitar no significa convertirse en espíritus evanescentes, sino entrar en una comunión más profunda con Dios y con los hermanos, en una humanidad transfigurada por el amor.

En la Pascua de Cristo, todo puede convertirse en gracia. Incluso las cosas más ordinarias: comer, trabajar, esperar, cuidar la casa, apoyar a un amigo. La Resurrección no resta vida al tiempo y al esfuerzo, sino que cambia su sentido y su “sabor”. Cada gesto realizado en la gratitud y la comunión anticipa el Reino de Dios.

Sin embargo, hay un obstáculo que a menudo nos impide reconocer esta presencia de Cristo en lo cotidiano: la pretensión de que la alegría debe ser sin heridas. Los discípulos de Emaús caminan tristes porque esperaban otro final, un Mesías que no conociera la cruz. A pesar de que habían oído que el sepulcro está vacío, no son capaces de sonreír. Pero Jesús se pone a su lado y, con paciencia, les ayuda a comprender que el dolor no es la negación de la promesa, sino el camino en que Dios ha manifestado la medida de su amor (cf. Lc 24, 13-27).

Cuando por fin se sientan a la mesa con Él y parten el pan, se abren sus ojos. Y se dan cuenta de que su corazón ya ardía, aunque no lo sabían (cf. Lc 24, 28-32). Esta es la mayor sorpresa: descubrir que bajo las cenizas del desencanto y del cansancio siempre hay una brasa viva, que sólo espera ser reavivada.

Hermanos y hermanas, la resurrección de Cristo nos enseña que no hay historia tan marcada por la desilusión o el pecado que no pueda ser visitada por la esperanza. Ninguna caída es definitiva, ninguna noche es eterna, ninguna herida está destinada a permanecer abierta para siempre. Por distantes, perdidos o indignos que nos sintamos, no hay distancia que pueda apagar la fuerza inquebrantable del amor de Dios.

A veces pensamos que el Señor viene a visitarnos solamente en momentos de recogimiento o de fervor espiritual, cuando nos sentimos a la altura, cuando nuestra vida parece ordenada y luminosa. Y en cambio, el Resucitado se acerca precisamente en los lugares más oscuros: en nuestros fracasos, en las relaciones desgastadas, en las fatigas cotidianas que pesan sobre nuestros hombros, en las dudas que nos desaniman. Nada de lo que somos, ningún fragmento de nuestra existencia le es ajeno.

Hoy, el Señor resucitado se pone al lado de cada uno de nosotros, precisamente mientras recorremos nuestros caminos – los del trabajo y el esfuerzo, pero también los del sufrimiento y la soledad – y con infinita delicadeza nos pide que nos dejemos calentar el corazón. No se impone con ruido, no pretende ser reconocido inmediatamente. Con paciencia espera el momento en que nuestros ojos se abran para descubrir su rostro amigo, capaz de transformar la decepción en espera confiada, la tristeza en gratitud, la resignación en esperanza.

El Resucitado desea solamente manifestar su presencia, hacerse nuestro compañero de camino y encender en nosotros la certeza de que su vida es más fuerte que cualquier muerte. Pidamos, entonces, la gracia de reconocer su presencia humilde y discreta, de no pretender una vida sin pruebas, de descubrir que todo dolor, si es habitado por el amor, puede convertirse en lugar de comunión.

Y así, como los discípulos de Emaús, volvamos también nosotros a nuestras casas con un corazón que arde de alegría. Una alegría sencilla, que no borra las heridas, sino que las ilumina. Una alegría que nace de la certeza de que el Señor está vivo, que camina con nosotros y nos da en cada instante la posibilidad de recomenzar.

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