CATEQUESIS DE LEÓN XIV: EL RESUCITADO INFUNDE ESPERANZA EN EL VACÍO DE LA TRISTEZA (22/10/2025)

“Que la alegría inesperada de los discípulos de Emaús sea para nosotros un dulce recordatorio cuando el camino se hace difícil. Es el Resucitado quien cambia radicalmente la perspectiva, infundiendo la esperanza que llena el vacío de la tristeza”: así lo dijo el Papa León XIV en la Audiencia General de este 22 de octubre en la Plaza de San Pedro, continuando con su ciclo de catequesis sobre la persona de Jesús nuestra esperanza, en esta ocasión reflexionando sobre una de las enfermedades de nuestro tiempo, la tristeza, a la luz de la resurrección de Jesucristo. Compartimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Jesucristo, nuestra esperanza. IV La resurrección de Cristo y los desafíos del mundo actual 2. La resurrección de Cristo, respuesta a la tristeza del ser humano (Lc 24, 32-35)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! ¡Y bienvenidos todos!

La resurrección de Jesucristo es un acontecimiento que nunca termina de ser contemplado y meditado, y cuanto más se profundiza en él, más quedamos llenos de maravilla, se es atraído, como por una luz deslumbrante y al mismo tiempo fascinante. Fue una explosión de vida y alegría que cambió el sentido de toda la realidad, de negativo a positivo; sin embargo, no ocurrió de manera espectacular, mucho menos violenta, sino mansa, oculta, se diría humilde.

Hoy reflexionaremos sobre cómo la resurrección de Cristo puede curar una de las enfermedades de nuestro tiempo: la tristeza. Invasiva y difundida, la tristeza acompaña los días de muchas personas. Se trata de un sentimiento de precariedad, a veces de profunda desesperación, que invade el espacio interior y parece prevalecer sobre cualquier impulso de alegría.

La tristeza le quita sentido y vigor a la vida, que se convierte en un viaje sin dirección y sin significado. Esta vivencia tan actual nos remite al célebre relato del Evangelio de Lucas (24, 13-29) sobre los dos discípulos de Emaús. Ellos, desilusionados y desanimados, se van de Jerusalén, dejando a sus espaldas las esperanzas puestas en Jesús, que ha sido crucificado y sepultado. En los primeros compases, este episodio muestra como un paradigma de la tristeza humana: el final del objetivo en el que se han invertido tantas energías, la destrucción de lo que parecía esencial en la propia vida. La esperanza se ha desvanecido, la desolación se ha apoderado del corazón. Todo ha implosionado en muy poco tiempo, entre el viernes y el sábado, en una dramática sucesión de acontecimientos.

La paradoja es realmente emblemática: este triste viaje de derrota y retorno a lo ordinario se realiza el mismo día de la victoria de la luz, de la Pascua que se ha consumado plenamente. Los dos hombres dan la espalda al Gólgota, al terrible escenario de la cruz aún impreso en sus ojos y en su corazón. Todo parece perdido. Es necesario volver a la vida de antes, con un perfil bajo, esperando no ser reconocidos.

En un cierto punto, se une a los dos discípulos un viajero, tal vez uno de los muchos peregrinos que han estado en Jerusalén para la Pascua. Es Jesús resucitado, pero ellos no lo reconocen. La tristeza nubla su mirada, borra la promesa que el Maestro había hecho varias veces: que sería asesinado y que al tercer día resucitaría. El desconocido se acerca y se muestra interesado en lo que están diciendo. El texto dice que los dos «se detuvieron, con el rostro triste» (Lc 24, 17). El adjetivo griego utilizado describe una tristeza integral: en su rostro se transparenta la parálisis del alma.

Jesús los escucha, deja que desahoguen su desilusión. Luego, con gran franqueza, los reprenderá por ser «necios y lentos de corazón para creer en todo lo que han dicho los profetas» (v. 25), y a través de las Escrituras demuestra que Cristo debía sufrir, morir y resucitar. En los corazones de los dos discípulos se enciende de nuevo el calor de la esperanza, y entonces, cuando ya cae la tarde y llegan a su destino, invitan al misterioso compañero a quedarse con ellos.

Jesús acepta y se sienta a la mesa con ellos. Luego toma el pan, lo parte y lo ofrece. En ese momento, los dos discípulos lo reconocen... pero Él desaparece inmediatamente de su vista (vv. 30-31). El gesto del pan partido reabre los ojos del corazón, ilumina de nuevo la vista nublada por la desesperación. Y entonces todo se aclara: el camino compartido, la palabra tierna y fuerte, la luz de la verdad... De inmediato se vuelve a encender la alegría, la energía fluye de nuevo en los miembros cansados, la memoria vuelve a hacerse agradecida. Y los dos regresan de prisa a Jerusalén, para contarlo todo a los demás.

«¡El Señor verdaderamente ha resucitado!» (cf. v. 34). En este adverbio, «verdaderamente», se cumple el destino seguro de nuestra historia como seres humanos. No por casualidad es el saludo que los cristianos se intercambian el día de Pascua. Jesús no resucitó con palabras, sino con hechos, con su cuerpo que conserva los signos de la pasión, sello perenne de su amor por nosotros. La victoria de la vida no es una palabra vana, sino un hecho real, concreto.

Que la alegría inesperada de los discípulos de Emaús sea para nosotros un dulce recordatorio cuando el camino se hace difícil. Es el Resucitado quien cambia radicalmente la perspectiva, infundiendo la esperanza que llena el vacío de la tristeza. En los senderos del corazón, el Resucitado camina con nosotros y por nosotros. Da testimonio de la derrota de la muerte, afirma la victoria de la vida, a pesar de las tinieblas del Calvario. La historia todavía tiene mucho que esperar en el bien.

Reconocer la Resurrección significa cambiar la mirada sobre el mundo: volver a la luz para reconocer la Verdad que nos ha salvado y nos salva. Hermanas y hermanos, permanezcamos vigilantes cada día en el asombro de la Pascua de Jesús resucitado. ¡Sólo Él hace posible lo imposible!

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