EL MENSAJE DE “NOSTRA AETATE” SIGUE SIENDO MÁS URGENTE QUE NUNCA: PALABRAS DE LEÓN XIV EN LA CONMEMORACIÓN POR EL 60º. ANIVERSARIO DE LA DECLARACIÓN “NOSTRA AETATE” (28/10/2025)

El Papa León XIV presidió este 28 de octubre por la noche, en el Aula Pablo VI, el evento “Caminando juntos en la esperanza”, una celebración de los 60 años de “Nostra aetate”, la Declaración del Concilio Vaticano II sobre el diálogo interreligioso. “Hace 60 años, se plantó una semilla de esperanza para el diálogo interreligioso”, dijo el Santo Padre en su discurso, cuyo texto compartimos a continuación, traducido del italiano:

Respetables líderes y representantes de las religiones del mundo, distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, queridos hermanos y hermanas:

¡La paz esté con ustedes!

Es con gozo y profunda gratitud que les extiendo mis cordiales saludos y les expreso mi sincero agradecimiento por su presencia en esta conmemoración del innovador documento Nostra Aetate. El tema del encuentro de esta tarde es “Caminando juntos en la esperanza”. Hace sesenta años se plantó una semilla de esperanza para el diálogo interreligioso. Hoy su presencia da testimonio de que esta semilla ha crecido como un árbol majestuoso, cuyas ramas se extienden ampliamente, ofreciendo refugio y dando ricos frutos de comprensión recíproca, amistad, cooperación y paz.

Durante sesenta años, hombres y mujeres han trabajado para cultivar Nostra Aetate. Regaron la semilla, cuidaron la tierra y la protegieron. Algunos incluso dieron su vida – mártires del diálogo, que se opusieron a la violencia y al odio. Recordémoslos hoy con gratitud. Como cristianos, junto con nuestros hermanos y hermanas de otras religiones, somos lo que somos gracias a su valentía, su sudor y su sacrificio.

Al respecto, les agradezco sinceramente por su colaboración con el Dicasterio para el Diálogo Interreligioso; con la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo en del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y con la Iglesia Católica en sus países de origen. Gracias por haber aceptado nuestra invitación y por haber honrado esta ocasión con su presencia.

Queridos hermanos y hermanas, su amistad y estima por la Iglesia Católica se manifestaron de manera especial en la etapa de la enfermedad y la muerte del Papa Francisco a través de los sentidos mensajes de condolencia que enviaron, de las oraciones ofrecidas en sus países y de la presencia de quienes pudieron participar en su funeral. Esa misma amistad se manifestó nuevamente a través de sus mensajes de felicitación por mi elección como Papa y la presencia de algunos de ustedes en la Misa de inicio de mi pontificado. Todos estos gestos dan testimonio del vínculo profundo y duradero que compartimos; un vínculo que custodio con gran afecto. Si la Declaración Nostra Aetate ha alimentado los lazos entre nosotros, estoy convencido de que su mensaje sigue siendo muy relevante hoy. Reflexionemos, pues, sobre algunas de sus enseñanzas más significativas.

En primer lugar, Nostra Aetate nos recuerda que la humanidad está convergiendo cada vez más, y que es tarea de la Iglesia promover la unidad y el amor entre los hombres y las mujeres, y entre las naciones (cf. n. 1).

En segundo lugar, señala lo que todos compartimos. Pertenecemos a una sola familia humana – una en su origen y una también en nuestro fin último. Además, cada persona busca respuestas a los grandes enigmas de la condición humana (cf. n. 1).

En tercer lugar, las religiones de todo el mundo tratan de responder a la inquietud del corazón humano. Cada una, a su manera, ofrece enseñanzas, formas de vida y ritos sagrados que ayudan a guiar a sus fieles hacia la paz y el sentido de la vida (cf. n. 2).

En cuarto lugar, la Iglesia católica no rechaza nada de lo que es verdadero y santo en estas religiones, que «reflejan un rayo de aquella verdad que ilumina a todos los hombres» (n. 2). Las considera con sincera reverencia e invita a sus hijos e hijas, a través del diálogo y la colaboración, a reconocer, preservar y promover lo que es espiritual, moral y culturalmente bueno en todos los pueblos.

No debemos olvidar, finalmente, cómo el texto de Nostra Aetate se desarrolló realmente. Inicialmente, el Papa Juan XXIII encargó al Cardenal Agostino Bea que presentara al Concilio un tratado que describiera una nueva relación entre la Iglesia católica y el judaísmo. Podríamos decir, entonces, que el cuarto capítulo, dedicado al judaísmo, es el corazón y el núcleo generador de toda la Declaración.

Por primera vez en la historia de la Iglesia, tenemos un texto doctrinal con una base explícitamente teológica que ilustra las raíces judías del Cristianismo de una manera bíblica fundamentada. Al mismo tiempo, Nostra Aetate (n. 4) toma una postura firme contra todas las formas de antisemitismo. Así, en el capítulo siguiente, Nostra Aetate enseña que no podemos invocar verdaderamente a Dios, Padre de todos, si rechazamos tratar de manera fraterna a cualquier hombre o mujer, creados a imagen de Dios. De hecho, la Iglesia rechaza todas las formas de discriminación o acoso por motivos de raza, color, condición de vida o religión (cf. n. 5). Este documento histórico, por lo tanto, nos abrió los ojos sobre un principio sencillo pero profundo: el diálogo no es una táctica o un instrumento, sino una forma de vida, un camino del corazón que transforma a todos sus protagonistas, al que escucha y al que habla. Además, recorremos este camino no abandonando nuestra fe, sino manteniéndonos firmes en ella.

Porque el diálogo auténtico no nace del compromiso, sino de la convicción, es decir de las raíces profundas de nuestra propia fe que nos dan la fuerza para tender la mano a los demás con amor. Sesenta años después, el mensaje de Nostra Aetate sigue siendo más urgente que nunca. Durante su Viaje Apostólico a Singapur, en un encuentro interreligioso, el Papa Francisco animó a los jóvenes con las siguientes palabras: «Dios es para todos, y por eso, todos somos hijos de Dios» (Encuentro interreligioso con jóvenes, 13 septiembre 2024). Esto nos llama a mirar más allá de lo que nos separa y a descubrir lo que nos une a todos. Sin embargo, hoy nos encontramos en un mundo en el que esta visión a menudo se ve oscurecida. Vemos muros que se yerguen de nuevo entre las naciones, entre las religiones, incluso entre vecinos. El estruendo de la guerra, las heridas de la pobreza y el clamor de la tierra nos recuerdan lo frágil que sigue siendo nuestra familia humana. Muchos se han cansado de las promesas; muchos han olvidado cómo esperar.

Como líderes religiosos, guiados por la sabiduría de nuestras respectivas tradiciones, compartimos una responsabilidad sagrada: ayudar a nuestro pueblo a liberarse de las cadenas del prejuicio, la ira y el odio; ayudarlo a elevarse por encima del egoísmo y la autorreferencialidad; ayudarlo a vencer la codicia que destruye tanto el espíritu humano como la tierra. De esta manera, podemos guiar a nuestros pueblos para que se conviertan en profetas de nuestro tiempo, es decir, voces que denuncian la violencia y la injusticia, que sanan las divisiones y proclaman la paz para todos nuestros hermanos y hermanas. Este año, la Iglesia católica celebra el Jubileo de la Esperanza. Tanto la esperanza como la peregrinación son realidades comunes a todas nuestras tradiciones religiosas. Este es el camino que Nostra Aetate nos invita a continuar: caminar juntos en la esperanza. Cuando lo emprendemos, ocurren maravillas: los corazones se abren, se construyen puentes y se trazan nuevos senderos allí donde nada parecía posible. Este no es el esfuerzo de una sola religión, de una sola nación o incluso de una sola generación.

Es una tarea sagrada para toda la humanidad mantener viva la esperanza, mantener vivo el diálogo y mantener vivo el amor en el corazón del mundo.

Mis queridos hermanos y hermanas, en este momento crucial de la historia, se nos ha confiado una gran misión: despertar en todos los hombres y mujeres su sentido de humanidad y de lo sagrado. Esto, amigos míos, es exactamente el motivo por el que nos hemos reunido en este lugar, teniendo la gran responsabilidad, como líderes religiosos, de llevar esperanza a una humanidad a menudo tentada por la desesperación. Recordemos que la oración tiene el poder de transformar nuestros corazones, nuestras palabras, nuestras acciones y nuestro mundo. Nos renueva desde dentro, reavivando en nosotros el espíritu de esperanza y amor.

Al respecto, recuerdo las palabras de San Juan Pablo II, pronunciadas en Asís en 1986: «Si el mundo debe continuar, y los hombres y las mujeres deben sobrevivir en él, el mundo no puede prescindir de la oración» (Discurso a los representantes de las Iglesias y comunidades eclesiales y de las religiones del mundo, 27 octubre 1986).

Invito, entonces, a cada uno de ustedes a detenerse ahora para un momento en oración silenciosa. Que la paz descienda sobre nosotros y llene nuestros corazones.

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