EN LA VIDA RELIGIOSA, SIN ORACIÓN NO SE HACE NADA: PALABRAS DEL PAPA A PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL DE LOS DEHONIANOS (27/06/2024)

El Papa Francisco se reunió este 27 de junio, en la Sala del Consistorio, con los participantes en el Capítulo General de la Congregación de los Sacerdotes del Sagrado Corazón, más conocidos como Dehonianos, llamados así por el sacerdote francés León Gustave Dehon, que los fundó en las últimas décadas del siglo XIX. El Santo Padre desarrolló su discurso partiendo del título-guía del 25º Capítulo General que viven estos días los Dehonianos, “Llamados a ser uno en un mundo que cambia: Para que el mundo crea”. Compartimos a continuación, el texto completo de su intervención, traducido del italiano:

Queridos hermanos, buenos días:

Saludo al Padre Carlos Luis Suárez Codorniú, Superior General, confirmado para un segundo mandato – ¡no lo hiciste mal, si te reeligieron! –, Y le dirijo mis mejores deseos para su ministerio, y saludo a los nuevos Consejeros y a todos ustedes que participan en el XXV Capítulo General de la Congregación de Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús.

Eligieron, como guía para sus trabajos, el lema: Llamados a ser uno en un mundo que cambia. «Para que el mundo crea» (Jn 17, 21), frase muy unida a su carisma, en la doble dimensión mística y apostólica.

El Venerable León Gustave Dehon, de hecho, les enseñó a «hacer de la unión a Cristo en su amor por el Padre y por los hombres, el principio y el centro de la […] vida» (Constituciones, 17); y a hacerlo ligando estrechamente la consagración religiosa y el ministerio al ofrecimiento de reparación del Hijo, para que todo, a través de su Corazón, vuelva al Padre. Detengámonos entonces en estos dos aspectos de lo que se proponen: ser uno, para que el mundo crea.

Ser uno: la unidad. Sabemos con cuánta fuerza Jesús la pidió al Padre para sus discípulos, durante la Última Cena (cf. Jn 17, 23). Y no simplemente la pidió a los suyos como un proyecto o un propósito a realizar: primero que nada, la pidió para ellos como un don, el don de la unidad. Es importante recordar esto: la unidad no es obra nuestra, nosotros no somos capaces de realizarla solos: podemos hacer nuestra parte – y debemos hacerla –, pero se necesita la ayuda de Dios. Es Él quien nos reúne y nos anima, y nosotros crecemos mucho más unidos entre nosotros, mientras más estamos unidos a Él. Por ello, si quieren que entre ustedes crezca la comunión, los invito, en sus decisiones capitulares, a tener en gran consideración el valor de la vida sacramental, de las asiduidad a la escucha y la meditación de la Palabra de Dios, de la centralidad de la oración personal y comunitaria, en particular de la adoración – ¡no olviden la adoración! –, como medios de crecimiento personal y fraterno y también como «servicio a la Iglesia» (Constituciones, 31).

Que la capilla sea el lugar más frecuentado de sus casas religiosas, por cada uno de ustedes y por todos, sobre todo como lugar de humilde y receptivo y de oración oculta, para que sean los latidos del Corazón de Cristo los que marquen el ritmo de sus días, los que modulen los tonos de sus conversaciones, y los que sostengan el celo de su caridad. Ese latido de amor para nosotros desde la eternidad y su pulso puede unirse al nuestro, dándonos nuevamente calma, armonía, energía y unidad, especialmente en los momentos difíciles: ¡no se espanten! Los Apóstoles tuvieron muchos de ellos. Pero estén cerca del Señor para que se construya la unidad en los momentos de la tentación. Y para que ello ocurra, necesitamos darle espacio, con fidelidad y constancia, acallando en nosotros las palabras vanas y los pensamientos fútiles y llevando todo ante Él. Y sobre esto me permito decir alguna palabra acerca de las habladurías. Por favor, las habladurías son una peste, parecen poca cosa, pero destruyen desde dentro. Tengan cuidado. Nunca hablen mal de otro, nunca. Hay un buen remedio para las habladurías: morderse la lengua, así la lengua se inflama y no te deja hablar. Pero por favor, nunca hablen mal de los demás. Y después la oración. Recordémoslo siempre: sin oración no se avanza, no se puede estar en pie: ni en la vida religiosa, ni en el apostolado. Sin oración nada se combina.

Y llegamos al segundo punto: ser uno para que el mundo crea. La unidad tiene esta capacidad de evangelizar. Es una meta exigente, ante la cual nacen muchas preguntas. ¿Cómo ser misioneros hoy, en un tiempo complejo, marcado por grandes y múltiples desafíos? ¿Cómo decir, en los distintos ámbitos del apostolado en que trabajan, «algo significativo a un mundo que parece haber perdido el corazón» (Audiencia General, 5 de junio 2024)? Muchas veces vemos que este mundo parece haber perdido el corazón.

También al responder a esta pregunta puede ayudarles el Venerable Dehon. En una carta suya, meditando acerca de la Pasión del Señor, él observaba que en ella «los flagelos, las espinas, los clavos» escribieron en la carne del Salvador una sola palabra: amor. Y agregaba: «no nos contentemos con leer y admirar desde el exterior esta escritura divina; penetremos hasta el corazón y veremos una maravilla mucho más grande: es el amor inacabable e inagotable que considera nada todo lo que sufre y que se entrega sin cansarse» (L.G. Dehon, Cartas circulares).

Ese es el secreto de un anuncio creíble, un anuncio eficaz: dejar que se escriba, como Jesús, la palabra “amor” en nuestra carne, es decir en lo concreto de nuestras acciones, con tenacidad, sin detenernos ante los juicios que nos latiguean, ante los problemas que angustien y ante las maldades que hieren, sin cansarse, con afecto inagotable por cada hermano y hermana, solidarios con Cristo Redentor en su deseo de reparación por los pecados de toda la humanidad. Solidarios con Él, crucificado y resucitado que, ante los que sufren, ante los que se equivocan y ante los que no creen, no nos pide juicios, sino «amor y lágrimas por los que están lejos […], para encomendarnos y encomendarlos a Dios» (Homilía de la Santa Misa del Crisma, 28 de marzo 2024), y al mismo tiempo nos promete «una paz que salva de toda tempestad» (ibid.). Todo esto el Venerable Dehon lo había comprendido y lo vivió hasta el final, como dan testimonio sus últimas, sencillas, hermosísimas palabras que les dejó en el lecho de muerte: «Por Él viví, por Él muero. Él es mi todo, mi vida, mi muerte, mi eternidad».

Queridos hermanos, continúen también ustedes su misión con la misma fe y la misma generosidad. Gracias por lo que hacen, en todo el mundo. Los bendigo a ustedes y a todos sus hermanos, los acompaño con la oración y, les pido, también ustedes no se olviden de orar por mí. Gracias.

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