QUE SE ESCUCHE EL GRITO DE LOS MÁS POBRES: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA POR LA JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES (16/11/2025)
Queridos hermanos y hermanas:
Los últimos domingos del año litúrgico nos invitan a mirar la historia en sus resultados finales. En la primera Lectura, el profeta Malaquías vislumbra en la llegada del “día del Señor” la entrada en el tiempo nuevo. Éste se describe como el tiempo de Dios, en el cual, como un alba que hace surgir un sol de justicia, las esperanzas de los pobres y los humildes recibirán del Señor una respuesta última y definitiva, y será erradicada, quemada como paja, la obra de los impíos y de su injusticia, sobre todo en detrimento de los indefensos y los pobres.
Este sol de justicia que surge, como sabemos, es Jesús mismo. El día del Señor, de hecho, no es sólo el día final de la historia, sino que es el Reino que se acerca a cada hombre en el Hijo de Dios que viene. En el Evangelio, usando el lenguaje apocalíptico típico de su tiempo, Jesús anuncia e inaugura este Reino. Él mismo, de hecho, es el señorío de Dios que se hace presente y se abre paso en los acontecimientos dramáticos de la historia. Éstos, por lo tanto, no deben asustar al discípulo, sino hacerlo aún más perseverante en el testimonio y consciente de que la promesa de Jesús siempre está viva y es fiel: «Ni siquiera un cabello de la cabeza perecerá» (Lc 21, 18).
Ésta, hermanos y hermanas, es la esperanza a la que estamos anclados, incluso en medio de los acontecimientos no siempre alegres de la vida. Aún hoy, «la Iglesia continúa su peregrinación entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que Él venga» (Lumen gentium, 8). Y, donde parecen agotarse todas las esperanzas humanas, se vuelve aún más firme la única certeza, más estable que el cielo y la tierra, de que el Señor no permitirá que perezca ni siquiera uno de los cabellos de nuestra cabeza.
En las persecuciones, en los sufrimientos, en las dificultades y las opresiones de la vida y de la sociedad, Dios no nos deja solos. Él se manifiesta como Aquel que aboga en favor nuestro. Toda la Escritura está atravesada por este hilo conductor que habla de un Dios que siempre está del lado del más pequeño, de parte del huérfano, del extranjero y de la viuda (cf. Dt 10, 17-19). Y en Jesús, su Hijo, la cercanía de Dios alcanza la cumbre del amor: por eso la presencia y la palabra de Cristo se convierte en júbilo y jubileo para los más pobres, ya que Él vino a anunciar a los pobres la Buena Nueva y a predicar el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 18-19).
De dicho año de gracia seguimos participando de manera especial nosotros, precisamente hoy, al celebrar, con esta Jornada mundial, el Jubileo de los Pobres. Toda la Iglesia se regocija y se alegra, y en primer lugar a ustedes, queridos hermanos y hermanas, deseo transmitirles con fuerza las palabras irrevocables del mismo Señor Jesús: «Dilexi te - Te he amado» (Ap 3, 9). Sí, ante nuestra pequeñez y pobreza, Dios nos mira como nadie más y nos ama con amor eterno. Y su Iglesia, aún hoy, quizá sobre todo en nuestro tiempo, todavía herido por viejas y nuevas pobrezas, desea ser «madre de los pobres, lugar de acogida y de justicia» (Exhort. ap. Dilexi te, 39).
¡Cuántas pobrezas oprimen nuestro mundo! Son ante todo pobrezas materiales, pero existen también muchas situaciones morales y espirituales, que a menudo se refieren sobre todo a los más jóvenes. Y el drama que de manera transversal las atraviesa a todas, es la soledad. Ésta nos desafía a mirar la pobreza de modo integral, porque ciertamente es necesario a veces responder a las necesidades urgentes, pero más en general es una cultura de la atención la que debemos desarrollar, precisamente para romper el muro de la soledad. Por eso queremos estar atentos al otro, a cada uno, allí donde estamos, allí donde vivimos, transmitiendo esta actitud ya en la familia, para vivirla concretamente en los lugares de trabajo y de estudio, en las diversas comunidades, en el mundo digital, en todas partes, impulsándonos hasta los márgenes y convirtiéndonos en testigos de la ternura de Dios.
Hoy, sobre todo los escenarios de guerra, presentes lamentablemente en diversas regiones del mundo, parecen confirmarnos en un estado de impotencia. Pero la globalización de la impotencia nace de una mentira, de creer que esta historia siempre ha sido así y no podrá cambiar. El Evangelio, en cambio, nos dice que precisamente en las agitaciones de la historia, el Señor viene a salvarnos. Y nosotros, comunidad cristiana, debemos ser hoy, en medio de los pobres, signo vivo de esta salvación.
La pobreza interpela a los cristianos, pero interpela también a todos aquellos que en la sociedad tienen roles de responsabilidad. Exhorto por ello a los jefes de Estado y a los responsables de las naciones a escuchar el grito de los más pobres. No podrá haber paz sin justicia y los pobres nos lo recuerdan de muchas maneras, con su migración así como con su grito tantas veces sofocado por el mito del bienestar y del progreso que no tiene en cuenta a todos, y que más aún olvida a muchas criaturas abandonándolas a su propio destino.
A los agentes de la caridad, a los muchos voluntarios, a quienes se ocupan de aliviar las condiciones de los más pobres les expreso mi gratitud, y al mismo tiempo mi aliento para que sean cada vez más, conciencia crítica en la sociedad. Ustedes saben bien que la cuestión de los pobres reconduce a lo esencial de nuestra fe, que para nosotros ellos son la misma carne de Cristo y no sólo una categoría sociológica (cf. Dilexi te, 110). Es por esto que «la Iglesia como una madre camina con los que caminan. Donde el mundo ve amenazas, ella ve hijos: donde se construyen muros, ella construye puentes» (ibid., 75).
Comprometámonos todos. Como escribe el Apóstol Pablo a los cristianos de Tesalónica (cf. 2 Tes 3, 6-13), en la espera del retorno glorioso del Señor no debemos vivir una vida replegada sobre nosotros mismos y en un intimismo religioso que se traduzca en desentenderse de los demás y de la historia. Al contrario, buscar el Reino de Dios implica el deseo de transformar la convivencia humana en un espacio de fraternidad y de dignidad para todos, sin excluir a nadie. Está siempre a la vuelta de la esquina el peligro de vivir como viajeros distraídos, desatentos de la meta final y desinteresados en quienes comparten con nosotros el camino.
En este Jubileo de los Pobres dejémonos inspirar por el testimonio de los santos y santas que han servido a Cristo en los más necesitados y lo han seguido en el camino de la pequeñez y del despojamiento. En particular, quisiera proponer nuevamente la figura de San Benito José Labre, que con su vida de “vagabundo de Dios” tiene las características para ser patrono de todos los pobres sin hogar. Que la Virgen María, que en el Magníficat sigue recordándonos las elecciones de Dios y se hace la voz de los que no tienen voz, nos ayude a entrar en la nueva lógica del Reino, para que en nuestra vida de cristianos esté siempre presente el amor de Dios que acoge, perdona, venda las heridas, consuela y sana.

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