CAMINEMOS JUNTOS DERRIBANDO LOS MUROS DEL PREJUICIO Y LA DESCONFIANZA: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA EN LA VOLKSWAGEN ARENA DE ESTAMBUL (29/11/2025)
«Queremos caminar juntos, valorando lo que nos une, derribando los muros del prejuicio y la desconfianza, promoviendo el conocimiento y la estima mutua, para dar a todos un fuerte mensaje de esperanza y una invitación a convertirse en “constructores de paz”»: así lo dijo el Papa León XIV en su homilía, en la Santa Misa que presidió la tarde de este 29 de noviembre, en el Estadio Volkswagen Arena de Estambul, en el marco de su primer Viaje Apostólico a Turquía y el Líbano, con su peregrinación a İznik, con ocasión del 1700 aniversario del primer Concilio de Nicea. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del inglés:
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos esta Misa en la víspera del día en que la Iglesia conmemora a San Andrés, Apóstol y Patrono de esta tierra. Al mismo tiempo, comenzamos el Adviento, tiempo para prepararnos para experimentar nuevamente en Navidad el misterio de Jesús, el Hijo de Dios, «engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre» (Credo Niceno-Constantinopolitano), como declararon solemnemente hace 1700 años los Padres reunidos en el Concilio de Nicea.
En este contexto, la primera lectura (cf. Is 2,1-5) de la Misa de hoy viene de uno de los pasajes más bellos en el libro del profeta Isaías, donde resuena la invitación, dirigida a todos los pueblos, a subir al monte del Señor (cf. v. 3), lugar de luz y de paz. Me gustaría, entonces, que meditáramos juntos en lo que significa ser parte de la Iglesia, reflexionando en algunas imágenes presentadas en este texto.
La primera imagen es la del monte “establecido como el más alto de ellos” (cf. Is 2, 2). Nos recuerda que los frutos de la acción de Dios en nuestra vida son un don no sólo para nosotros, sino para todos. Sión es una ciudad colocada en la montaña y símbolo de una comunidad renacida en la fidelidad. Su belleza es un rayo de luz para hombres y mujeres de cualquier lugar, y nos recuerda que la alegría del bien es contagiosa. La vida de muchos santos confirma esto. San Pedro conoce a Jesús gracias al entusiasmo de su hermano Andrés (cf. Jn 1, 40-42), que fue llevado al Señor, junto con el apóstol Juan, por el celo de Juan el Bautista. San Agustín, siglos más tarde, llega a Cristo gracias a la ardiente predicación de San Ambrosio y hay muchos ejemplos similares.
Encontramos aquí una invitación a renovar la fuerza de nuestro testimonio de fe. San Juan Crisóstomo, un gran pastor de esta Iglesia, habló del encanto de la santidad como un signo más elocuente que muchos milagros. Decía: “El milagro ocurre y pasa, pero la vida cristiana permanece y edifica continuamente” (cf. Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, 43, 5). En conclusión, exhorta: “Vigilemos, pues, sobre nosotros mismos, para beneficiar también a los demás” (cf. ibid.). Queridos amigos, si realmente queremos ayudar a las personas que encontramos, “vigilemos” sobre nosotros mismos, como recomienda el Evangelio (cf. Mt 24, 42) cultivando nuestra fe con la oración, con los sacramentos, viviéndola coherentemente en la caridad y desechando - como San Pablo nos dice en la segunda lectura – las obras de las tinieblas y vistiendo la armadura de la luz (cf. Rom 13, 12). El Señor, a quien esperamos en su gloria al final de los tiempos, viene cada día a llamar a nuestra puerta. Estemos preparados para Él (cf. Mt 24, 44), sinceramente comprometidos a vivir una vida de bondad, siguiendo el ejemplo de numerosos hombres y mujeres santos que han caminado en esta tierra a través de los años.
La segunda imagen que nos llega del profeta Isaías es la de un mundo en el que reina la paz. Así lo describe: «con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas; una nación no levantará la espada contra otra ni se adiestrarán más para la guerra» (Is 2, 4). ¡Qué urgente es este llamado hoy para nosotros! ¡Qué grande es la necesidad de paz, de unidad y reconciliación a nuestro alrededor, dentro de nosotros y entre nosotros! ¿Cuál puede ser nuestra contribución como respuesta?
Para entender mejor esto, miremos el logo de este viaje, en el que una de las imágenes elegidas es la de un puente. Puede hacernos pensar también en el famoso gran viaducto de esta ciudad, que cruza el Estrecho del Bósforo y une dos continentes: Asia y Europa. Con el tiempo, se han añadido otros dos pasos, de modo que actualmente hay tres puntos de conexión entre los dos lados. Estas tres grandes estructuras de comunicación, intercambio y encuentro son impresionantes a la vista, pero tan pequeñas y frágiles en comparación con los inmensos territorios que conectan.
Su triple extensión a través del Estrecho nos recuerda la importancia de nuestros esfuerzos comunes para construir puentes de unidad en tres niveles: dentro de la comunidad, en las relaciones ecuménicas con miembros de otras confesiones cristianas y en nuestros encuentros con hermanos y hermanas que pertenecen a otras religiones. Cuidar estos tres vínculos, reforzándolos y ampliándolos de todas las formas posibles, es parte de nuestra vocación de ser una ciudad construida sobre un monte (cf. Mt 5, 14-16).
El primer vínculo de unidad que acabo de mencionar es el que está dentro de esta Iglesia, que en este país consiste en cuatro tradiciones litúrgicas diferentes – Latina, Armenia, Caldea y Siríaca. Cada una contribuye con su propia riqueza espiritual, histórica y eclesial. Compartir estas diferencias demuestra claramente uno de los rasgos más bellos del rostro de la Esposa de Cristo: el de la catolicidad que une. La unidad que nos reúne en torno al altar es un don de Dios. Como tal, es fuerte e invencible, porque es obra de su gracia. Al mismo tiempo, sin embargo, la realización de esta unidad en el tiempo está confiada a nosotros, a nuestros esfuerzos. Por esta razón, como los puentes sobre el Bósforo, la unidad necesita cuidado, atención y “mantenimiento”, para que sus cimientos permanezcan sólidos y no sean debilitados por el tiempo y las vicisitudes. Con nuestros ojos puestos en la montaña prometida, imagen de la Jerusalén Celestial, que es nuestra meta y madre (cf. Gal 4, 26), hagamos todos los esfuerzos, entonces, para fomentar y fortalecer los lazos que nos unen, para que podamos enriquecernos mutuamente y ser un signo creíble ante el mundo del amor universal e infinito del Señor.
Un segundo vínculo de comunión que esta liturgia sugiere es el ecumenismo. Lo atestigua también la presencia de los Representantes de otras confesiones cristianas, a quienes saludo cordialmente. De hecho, la misma fe en Jesús nuestro Salvador nos une no sólo a quienes de nosotros estamos en la Iglesia Católica, sino con todos los hermanos y hermanas que pertenecen a otras Iglesias cristianas. Lo experimentamos ayer en nuestra oración en İznik. También este es un camino que hemos estado recorriendo juntos por algún tiempo. San Juan XXIII, que estuvo vinculado a esta tierra por profundos lazos de afecto mutuo, fue un gran promotor y testigo de la comunión ecuménica. Por eso, mientras pedimos con las palabras del Papa Juan, que «el gran misterio de aquella unidad que Jesucristo pidió al Padre celestial con ardientes oraciones en la víspera del cumplimiento de su sacrificio, se realice» (Discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, 11 octubre 1962, 8.2), renovamos hoy nuestro “sí” a la unidad, «que todos sean uno» (Jn 17, 21), «ut unum sint».
El tercer vínculo de unidad, al que la Palabra de Dios nos llama, es aquel con los miembros de comunidades no cristianas. Vivimos en un mundo en el que la religión es utilizada con demasiada frecuencia para justificar guerras y atrocidades. Como el Concilio Vaticano II declara, sin embargo, «la actitud de los seres humanos hacia Dios Padre y la del ser humano hacia sus hermanos hombres y mujeres están unidas tan estrechamente que la Escritura dice: “el que no ama, no conoce a Dios” (1 Jn 4, 8)» (Declaración Nostra aetate, 5). Por tanto, queremos caminar juntos, valorando lo que nos une, derribando los muros del prejuicio y la desconfianza, promoviendo el conocimiento mutuo y la estima para dar a todos un fuerte mensaje de esperanza y una invitación a convertirse en “constructores de paz” (cf. Mt 5, 9).
Queridos amigos, hagamos de estos valores nuestros propósitos para el tiempo de Adviento y, más aún, para nuestra vida personal y comunitaria. Viajamos como sobre un puente que une la tierra con el cielo, un puente que el Señor ha construido para nosotros. Mantengamos siempre nuestros ojos fijos en ambas orillas, para que podamos amar a Dios y a los hermanos y hermanas con todo nuestro corazón, para caminar juntos y poder encontrarnos, un día, unidos en la casa del Padre.

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