LA MÚSICA COMO CAMINO SINODAL DE FE Y ALEGRÍA: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO (23/11/2025)

Por la mañana de este 23 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, desde la Plaza de San Pedro en el marco del Jubileo dedicado a los Coros y Conjuntos Corales, el Santo Padre León XIV dirigió una homilía centrada en el valor espiritual, eclesial y humano de la música. Partiendo del Salmo responsorial – «Vayamos con alegría a la casa del Señor» – propuso un recorrido espiritual donde el canto se revela como un modo privilegiado de caminar juntos hacia Cristo, Rey del Universo, cuyo poder se manifiesta no en la fuerza sino en el amor crucificado. Transcribimos a continuación el texto de su homilía, traducido del italiano:

Hermanas y hermanos muy queridos:

En el Salmo responsorial hemos cantado: “Vayamos con alegría a la casa del Señor” (cf. Sal 121). La liturgia de hoy nos invita, por tanto, a caminar juntos en la alabanza y la alegría al encuentro del Señor Jesucristo, Rey del Universo, Soberano manso y humilde, Aquel que es principio y fin de todas las cosas. Su poder es el amor, su trono es la Cruz y, por medio de la Cruz, su Reino se irradia en el mundo. “Desde la Cruz, Él reina” (cf. Himno Vexilla Regis) como Príncipe de la paz y Rey de la justicia que, en su Pasión, revela al mundo la inmensa misericordia del corazón de Dios. Este amor es también la inspiración y el motivo de su canto.

Muy queridos coristas y músicos, hoy celebran su jubileo y agradecen al Señor por haberles concedido el don y la gracia de servirlo ofreciendo sus voces y sus talentos para su gloria y para la edificación espiritual de los hermanos (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 120). Su tarea es la de involucrarlos en la alabanza a Dios y de hacerlos participar mejor de la acción litúrgica por medio del canto. Hoy expresan plenamente su “iubilum”, su regocijo, que nace del corazón inundado de la alegría de la gracia.

Las grandes civilizaciones nos han regalado la música para que podamos decir lo que llevamos en lo profundo de nuestro corazón y que no siempre las palabras pueden expresar. Todo el conjunto de sentimientos y emociones que nacen en nuestro interior de una relación viva con la realidad pueden encontrar voz en la música. El canto, de manera particular, representa una expresión natural y completa del ser humano: la mente, los sentimientos, el cuerpo y el alma que se unen para comunicar las cosas grandes de la vida. Como nos recuerda san Agustín: “Cantare amantis est” (Sermón 336, 1), es decir, «el canto es propio de quien ama»: quien canta expresa el amor, pero también el dolor, la ternura y el deseo que se albergan en su corazón y, al mismo tiempo, ama a aquel a quien dirige su canto (cf. Enarrationes in Psalmos, 72, 1).

Para el Pueblo de Dios el canto expresa la invocación y la alabanza, es el “cántico nuevo” que Cristo Resucitado eleva al Padre, haciendo partícipe de ello a todos los bautizados, como un único cuerpo animado por la Vida nueva del Espíritu. En Cristo nos convertimos en cantores de la gracia, hijos de la Iglesia que encuentran en el Resucitado la causa de su alabanza. La música litúrgica se convierte así en un instrumento muy valioso mediante el cual desempeñamos el servicio de alabanza a Dios y expresamos el gozo de la Vida nueva en Cristo.

San Agustín nos exhorta, además, a caminar cantando, como viajeros fatigados, que encuentran en el canto un anticipo de la alegría que experimentarán al llegar a su meta. «Canta, pero camina […], avanza en el bien» (Sermón 256, 3). Formar parte de un coro significa, entonces, avanzar juntos tomando de la mano a los hermanos, ayudándoles a caminar con nosotros y cantando con ellos la alabanza de Dios, consolándolos en los sufrimientos, exhortándolos cuando parecen ceder al cansancio, dándoles entusiasmo cuando la fatiga parece prevalecer. Cantar nos recuerda que somos Iglesia en camino, auténtica realidad sinodal, capaz de compartir con todos la vocación a la alabanza y a la alegría, en una peregrinación de amor y de esperanza.

También San Ignacio de Antioquía usa palabras conmovedoras poniendo en relación el canto del coro con la unidad de la Iglesia: «Desde su unidad y de su amor concorde se canta a Jesucristo. Y que cada uno se convierta en un coro, para que en la armonía de su concordia, tomando en la unidad el tono de Dios, canten a una sola voz por Jesucristo al Padre, para que los escuche y los reconozca por las buenas obras» (S. Ignacio de Antioquía, A los Efesios, IV). En efecto, las diferentes voces de un coro se armonizan entre sí dando vida a una única alabanza, símbolo luminoso de la Iglesia, que en el amor une a todos en una única suave melodía.

Ustedes pertenecen a coros que desarrollan su actividad sobre todo en el servicio litúrgico. El suyo es un ministerio que exige preparación, fidelidad, entendimiento recíproco y, sobre todo, una vida espiritual profunda, de modo que, si ustedes al cantar, oran, ayuden a todos a orar. Es un ministerio que requiere disciplina y espíritu de servicio, sobre todo cuando es necesario preparar una liturgia solemne o algún acontecimiento importante para sus comunidades. El coro es una pequeña familia de personas diferentes unidas por el amor a la música y por el servicio que ofrecen. Recuerden, sin embargo, que la comunidad es su gran familia: no están por delante, sino que forman parte de ella, comprométanse a hacerla más unida, inspirándola e involucrándola. Como en todas las familias, pueden surgir tensiones o pequeñas incomprensiones, cosas normales cuando se trabaja juntos y se hace un esfuerzo por alcanzar un resultado. Podemos decir que el coro es un poco un símbolo de la Iglesia que, orientada hacia su meta, camina en la historia alabando a Dios. Aunque en ocasiones este camino está lleno de dificultades y de pruebas, y los momentos de alegría se alternan con otros de mayor fatiga, el canto hace más ligero el viaje y da alivio y consuelo.

Comprométanse, por tanto, a transformar cada vez más sus coros en un prodigio de armonía y belleza, sean cada vez más imagen luminosa de la Iglesia que alaba a su Señor. Estudien atentamente el Magisterio, que indica en los documentos conciliares las normas para desarrollar de mejor manera su servicio. Sobre todo, sean capaces de hacer siempre partícipe al pueblo de Dios, sin ceder a la tentación del exhibicionismo que excluye la participación activa en el canto de toda la asamblea litúrgica. Sean, en esto, signo elocuente de la oración de la Iglesia, que a través de la belleza de la música expresa su amor a Dios. Vigilen para que su vida espiritual esté siempre a la altura del servicio que realizan, de modo que éste pueda expresar auténticamente la gracia de la liturgia.

Los pongo a todos bajo la protección de Santa Cecilia, la virgen y mártir que, aquí en Roma, con su vida elevó el canto de amor más hermoso, entregándose totalmente a Cristo y ofreciendo a la Iglesia su luminoso testimonio de fe y amor. Avancemos cantando y hagamos nuestra, una vez más, la invitación del Salmo responsorial de la liturgia de hoy: “Vayamos con alegría a la casa del Señor”.

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