NADIE SE PERDERÁ, PORQUE EL AMOR DE DIOS ALCANZA A TODOS: ÁNGELUS DEL 02/11/2025
Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!
La resurrección de entre los muertos de Jesús, el Crucificado, en estos días del inicio de noviembre ilumina el destino de cada uno de nosotros. Es Él mismo quien nos lo dijo: «Esta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día» (Jn 6, 39). Así, es claro el centro de las preocupaciones de Dios: que nadie se pierda para siempre, que cada uno tenga su lugar y brille en su unicidad.
Es el misterio que ayer celebramos en la Solemnidad de Todos los Santos: una comunión de las diferencias que, por así decirlo, extiende la vida de Dios a todas las hijas e hijos que desearon formar parte de ella. Es el deseo inscrito en el corazón de cada ser humano, que invoca reconocimiento, atención y alegría. Como escribió el Papa Benedicto XVI, la expresión “vida eterna” quisiera dar un nombre a esta espera irreprimible: no es una sucesión sin fin, sino el sumergirse en el océano infinito del amor, en el que el tiempo, el antes y el después ya no existen. Una plenitud de vida y de alegría: es esto lo que esperamos y aguardamos de nuestro estar con Cristo (cf. Carta enc. Spe salvi, 12).
Así, la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos trae el misterio aún más cerca. La preocupación de Dios por no perder a nadie, de hecho, la conocemos desde dentro cada vez que la muerte parece hacernos perder para siempre una voz, un rostro, un mundo entero. Cada persona, de hecho, es un mundo entero. La de hoy, entonces, es una jornada que desafía la memoria humana, tan valiosa y tan frágil. Sin la memoria de Jesús – de su vida, muerte y resurrección – el inmenso tesoro de cada vida se expone al olvido. En la memoria viva de Jesús, en cambio, incluso quien nadie recuerda, incluso quien la historia parece haber borrado, aparece en su infinita dignidad. Jesús, la piedra que los constructores rechazaron, es ahora la piedra angular (cf. Hch 4, 11). Este es el anuncio pascual. Por esto los cristianos recuerdan desde siempre a los difuntos en cada Eucaristía, y hasta hoy piden que sus seres queridos sean mencionados en la plegaria eucarística. Desde aquel anuncio surge la esperanza de que nadie se perderá.
Que la visita al cementerio, en la que el silencio interrumpe el frenesí del hacer, sea entonces para todos nosotros una invitación a la memoria y a la espera. «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro», decimos en el Credo. Conmemoramos, por tanto, el futuro. No estamos encerrados en el pasado, en las lágrimas de la nostalgia. Mucho menos estamos confinados en el presente, como en un sepulcro. Que la voz familiar de Jesús nos alcance, y alcance a todos, porque es la única que viene del futuro. Nos llama por nuestro nombre, nos prepara un lugar, nos libera del sentimiento de impotencia con el que corremos el riesgo de renunciar a la vida. Que María, mujer del sábado santo, nos siga enseñando a esperar.
A todos, feliz domingo en el recuerdo cristiano de nuestros difuntos.

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