QUE CRISTO ESTÉ EN EL CENTRO DE NUESTRA EXISTENCIA: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA POR EL 125º ANIVERSARIO DE LA DEDICACIÓN DE LA IGLESIA DE SAN ANSELMO (11/11/2025)

El Papa León XIV presidió este 11 de noviembre por la tarde la Santa Misa por el 125º aniversario de la Dedicación de la Iglesia de San Anselmo, en el barrio del Aventino en Roma. El Santo Padre invitó a los fieles a hacer de Jesús el eje de su vida traduciendo “ese acto de fe” con el cual se le reconoce como Salvador “en la oración, en el estudio, en el compromiso de una vida santa”. Ante los “desafíos” actuales “que hay que afrontar” y ante los “cambios repentinos” que “provocan” e “interrogan, suscitando problemáticas hasta ahora inéditas”, es posible “responder a las exigencias de la vocación recibida sólo poniendo a Cristo en el centro de nuestra existencia y nuestra misión” dijo el Pontífice en su homilía, cuyo texto compartimos a continuación, traducido del italiano:

«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Queridos hermanos y hermanas, hemos escuchado estas palabras de Jesús mientras recordamos el 125º aniversario de la Dedicación de esta iglesia, fuertemente deseada por el Papa León XIII, qué promovió su construcción.

En sus intenciones dicha edificación, junto con la del Colegio internacional anexo, debía contribuir a potenciar la presencia benedictina en la Iglesia y en el mundo, a través de una cada vez mayor unidad al interior de la Confederación Benedictina, objetivo para el que se introdujo también el oficio de Abad Primado. Y esto porque estaba convencido de que su antigua orden podría ser de gran ayuda para el bien de todo el Pueblo de Dios en un momento rico en desafíos, como fue el paso del siglo XIX al XX.

En efecto, el monacato desde sus orígenes ha sido una realidad “de frontera”, que ha impulsado a hombres y mujeres valientes a plantar semilleros de oración, trabajo y caridad en los lugares más remotos e inaccesibles, a menudo transformando áreas desoladas en terrenos fértiles y ricos, desde el punto de vista agrícola y económico, pero sobre todo espiritual. El monasterio, así, siempre se ha caracterizado cada vez más como lugar de crecimiento, de paz, de hospitalidad y unidad, incluso en los periodos más oscuros de la historia

También en nuestro tiempo no faltan desafíos que hay que enfrentar. Los cambios repentinos de los que somos testigos nos provocan y nos interrogan, suscitando problemáticas hasta ahora inéditas. Esta celebración nos recuerda que, como el Apóstol Pedro, y junto a él Benito y tantos otros, también nosotros podremos responder a las exigencias de la vocación recibida sólo poniendo a Cristo en el centro de nuestra existencia y nuestra misión, a partir de ese acto de fe que nos hace reconocer en Él al Salvador y traduciéndolo en la oración, en el estudio, en el compromiso de una vida santa.

En este lugar todo ello se cumple de varias maneras: en la liturgia, ante todo, después en la Lectio divina, en la investigación, en el cuidado pastoral, con la participación de monjes que vienen de todas partes del mundo y con la apertura a los clérigos, religiosos, religiosas y laicos de las más diversas proveniencias y condiciones. El monasterio, el Ateneo, el Instituto Litúrgico, las actividades pastorales vinculadas a la iglesia, de acuerdo con las enseñanzas de San Benito, deben crecer así cada vez más en sinergia como una auténtica «escuela de servicio al Señor» (San Benito, Regla, Prólogo, 45).

Por eso pensé en el complejo en el que nos encontramos como en una realidad que debe aspirar a convertirse en un corazón que late en el gran cuerpo del mundo benedictino con, según las enseñanzas de San Benito, la iglesia en el centro.

La primera Lectura (cf. Ez 43, 1-2.4-7a) nos presentó la imagen del río que brota del Templo. Ésta se armoniza muy bien con la del corazón que bombea la savia vital de la sangre en el cuerpo, para que todos los miembros puedan recibir su alimento y fuerza en beneficio de los demás (cf. 1 Cor 12, 20-27); como también con la del edificio espiritual de la que nos habló la segunda lectura, fundado en la roca sólida que es Cristo (cf. 1 Pe 2, 4-9).

En la colmena laboriosa de San Anselmo, que éste sea el lugar del que todo parte y el que todo regresa para encontrar verificación, confirmación y profundización ante Dios, como pedía San Juan Pablo II, en su visita al Pontificio Ateneo en ocasión del centenario de su fundación. Decía, refiriéndose a su Santo patrono: «San Anselmo recuerda a todos […] que el conocimiento de los misterios divinos no es tanto conquista del genio humano, sino más bien don que Dios da a los humildes y a los creyentes» (Discurso, 1º de junio 1986).

Se refería, como se ha dicho, a las enseñanzas del Doctor de Aosta, pero nosotros queremos desear que ese sea también el mensaje profético que desde esta institución llega a la Iglesia y al mundo, como cumplimiento de la misión que todos nosotros hemos recibido, ser pueblo que Dios adquirió para que proclame sus obras admirables, que nos ha llamado desde las tinieblas a su luz maravillosa (cf. 1 Pe 2, 9).

La Dedicación es el momento solemne de la historia de un edificio sagrado en el que se le consagra para hacer lugar de encuentro entre espacio y tiempo, entre finito e infinito, entre el hombre y Dios: puerta abierta hacia lo eterno en la que encuentra respuesta para el alma la «tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte más grande […] que nos abre hacia el futuro como causa final que atrae» (Francisco, Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 222) En el encuentro entre plenitud y límite que acompaña nuestro camino terrenal.

El Concilio Vaticano II describe todo esto en una de sus páginas más hermosas, cuando define a la Iglesia como «humana y divina, visible pero dotada de realidades invisibles, ferviente en la acción y dedicada a la contemplación, presente en el mundo y sin embargo peregrina; […] de manera tal, sin embargo, que lo que en ella es humano este ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, la realidad presente a la ciudad futura, hacia la que estamos encaminados» (Const. Sacrosanctum Concilium, 2).

Es la experiencia de nuestra vida y de la vida de cada hombre y mujer de este mundo, en busca de esa respuesta última y fundamental que “ni carne ni sangre” pueden revelar, sino sólo el Padre que está en los cielos (cf. Mt 16, 17); en definitiva, necesitados de Jesús, «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16). A él estamos llamados a buscar y a él estamos llamados a llevar a todos aquellos a los que encontramos, agradecidos por los dones que nos ha entregado y, sobre todo, por el amor con el que nos ha precedido (cf. Rom 5, 6). Este templo entonces se convertirá cada vez más también en un lugar de alegría, en el que se experimenta la belleza de compartir con los demás lo que gratuitamente se ha recibido (cf. Mt 10, 8).

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