HAGAN DE LAS ESCUELAS LOS UMBRALES DE UNA CIVILIZACIÓN DEL DIÁLOGO Y LA PAZ: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA DEL JUBILEO DEL MUNDO EDUCATIVO (01/11/2025)

“Brillen hoy como estrellas en el mundo”: fue la invitación del Papa León XIV a los educadores y a las instituciones educativas, en la homilía de la Misa con motivo del Jubileo del Mundo Educativo, celebrada en la Plaza de San Pedro, en la Solemnidad de Todos los Santos, este 1º de noviembre, durante la cual el Pontífice proclamó a San John Henry Newman “Doctor de la Iglesia”. Dirigiéndose a los miles de fieles, romanos y peregrinos llegados de distintas partes del mundo, el Pontífice puso en evidencia la “imponente estatura cultural y espiritual” del teólogo y Cardenal inglés hoy 38º Doctor de la Iglesia, “fuente de inspiración para las nuevas generaciones “con un corazón sediento de infinito”. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

En esta Solemnidad de Todos los Santos, es una gran alegría inscribir a San John Henry Newman entre los Doctores de la Iglesia y, al mismo tiempo, en ocasión del Jubileo del Mundo Educativo, nombrarlo copatrono, junto con Santo Tomás de Aquino, de todas las personas que participan en el proceso educativo. La imponente estatura cultural y espiritual de Newman servirá de inspiración a las nuevas generaciones, con un corazón sediento de infinito, dispuestas a realizar, por medio de la investigación y del conocimiento, aquel viaje que, como decían los antiguos, nos hace pasar per aspera ad astra, es decir, a través de las dificultades hasta las estrellas.

La vida de los santos nos da testimonio, de hecho, de que es posible vivir apasionadamente en medio de la complejidad del presente, sin dejar de lado el mandato apostólico: «Brillen como estrellas en el mundo» (Flp 2, 15). En esta ocasión solemne, deseo repetir a los educadores y a las instituciones educativas: “Brillen hoy como estrellas en el mundo”, gracias a la autenticidad de su compromiso en la investigación coral de la verdad, en su coherente y generoso compartir, a través del servicio a los jóvenes, en particular a los pobres, y en la experiencia cotidiana de que «el amor cristiano es profético, hace milagros» (cf. Exhort. ap. Dilexi te, 120).

El Jubileo es una peregrinación en la esperanza y todos ustedes, en el gran campo de la educación, saben bien cuánto la esperanza es una semilla indispensable. Cuando pienso en las escuelas y en las universidades, las pienso como laboratorios de profecía, en donde la esperanza se vive y continuamente se cuenta y se repropone.

Este es también el sentido del Evangelio de las Bienaventuranzas proclamado hoy. Las Bienaventuranzas traen consigo una nueva interpretación de la realidad. Son el camino y el mensaje de Jesús educador. A primera vista, parece imposible declarar bienaventurados a los pobres, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los perseguidos o a los trabajan por la paz. Pero, aquello que parece inconcebible en la gramática del mundo, se llena de sentido y de luz en la cercanía del Reino de Dios. En los santos vemos cómo ese Reino se acerca y se hace actual en medio de nosotros. San Mateo, acertadamente, presenta las Bienaventuranzas como una enseñanza, mostrando a Jesús como Maestro que transmite una visión nueva de las cosas y cuya perspectiva coincide con su camino. Las Bienaventuranzas, sin embargo, no son una enseñanza más: son la enseñanza por excelencia. Del mismo modo, el Señor Jesús no es uno de tantos maestros, es el Maestro por excelencia. Más aún, es el Educador por excelencia. Nosotros, sus discípulos, estamos en su escuela, aprendiendo a descubrir en su vida, es decir, en el camino que Él recorrió, un horizonte de sentido capaz de iluminar todas las formas de conocimiento. ¡Que nuestras escuelas y universidades puedan ser siempre lugares de escucha y de práctica del Evangelio!

Los retos actuales, a veces, pueden parecer superiores a nuestras posibilidades, pero no es así. ¡No permitamos que el pesimismo nos venza! Recuerdo lo que subrayó mi amado predecesor, el Papa Francisco, en su discurso a la Primera Asamblea Plenaria del Dicasterio para la Cultura y la Educación: que debemos trabajar juntos para liberar a la humanidad de la oscuridad del nihilismo que la rodea, que es quizás la enfermedad más peligrosa de la cultura contemporánea, porque amenaza con “borrar” la esperanza [1]. La referencia a la oscuridad que nos rodea nos recuerda uno de los textos más conocidos de San John Henry, el himno Lead, kindly light («Guíame, Luz amable»). En esa hermosa oración, nos damos cuenta de que estamos lejos de casa, que tenemos pies vacilantes, que no logramos descifrar con claridad el horizonte. Pero nada de esto nos bloquea, porque hemos encontrado la Guía: «¡Guíame Tú, Luz amable, entre las tinieblas que me rodean, que seas Tú quien me conduzca! – Lead, kindly Light. The night is dark and I am far from home. Lead Thou me on!».

Es tarea de la educación ofrecer esta Luz Amable a aquellos que, de otro modo, podrían quedarse prisioneros de las sombras particularmente insidiosas del pesimismo y el miedo. Por eso me gustaría decirles: desarmemos las falsas razones de la resignación y la impotencia, y hagamos circular en el mundo contemporáneo las grandes razones de la esperanza. Contemplemos y señalemos constelaciones que transmiten luz y orientación en nuestro presente oscurecido por tantas injusticias e incertidumbres. Por eso los animo a hacer de las escuelas, de las universidades y de toda realidad educativa, incluso informal y callejera, los umbrales de una civilización del diálogo y la paz. A través de sus vidas, dejen transparentarse a esa «multitud inmensa», de la que nos habla en la liturgia de hoy el Libro del Apocalipsis, «que ninguno podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas» y que estaba «de pie ante el Cordero» (7, 9).

En el texto bíblico un anciano, observando la multitud, pregunta: «Estos, […] ¿quiénes son y de dónde vienen?» (Ap 7, 13). Al respecto, también en el ámbito educativo, la mirada cristiana se posa sobre «esos que vienen de la gran tribulación» (v. 14) y reconoce en ellos los rostros de tantos hermanos y hermanas de todas las lenguas y culturas que, a través de la puerta estrecha de Jesús, han entrado en la vida plena. Y entonces, una vez más, debemos preguntarnos: «¿Los menos dotados no son personas humanas? ¿Los débiles no tienen nuestra misma dignidad? ¿Los que nacieron con menos posibilidades valen menos como seres humanos, sólo deben limitarse a sobrevivir? De la respuesta que demos a estas preguntas depende el valor de nuestras sociedades y de ella depende también nuestro futuro» (Exhort. ap. Dilexi te, 95). Y agregamos: de esta respuesta depende también la calidad evangélica de nuestra educación.

Entre la herencia duradera de San John Henry se encuentran, en este sentido, algunas contribuciones muy significativas a la teoría y la práctica de la educación. «Dios – escribía – me ha creado para hacerle un servicio preciso. Me ha encomendado una tarea que no le encomendó a otro. Tengo una misión: quizá no la conoceré en esta vida, pero me será revelada en la próxima» (Meditaciones y devociones, III, I, 2). En estas palabras encontramos expresado de manera espléndida el misterio de la dignidad de cada persona humana y también el de la variedad de los dones distribuidos por Dios.

La vida se ilumina no porque seamos ricos o bellos o poderosos. Se ilumina cuando uno descubre en su interior esta verdad: soy llamado por Dios, tengo una vocación, tengo una misión, mi vida sirve para algo más grande que yo mismo. Cada criatura en particular tiene un papel que desempeñar. La contribución que cada uno tiene para ofrecer es de un valor único, y la tarea de las comunidades educativas es el de animar y valorar dicha contribución. No lo olvidemos: en el centro de los itinerarios educativos deben estar no individuos abstractos, sino las personas de carne y hueso, especialmente aquellas que parecen no producir, según los parámetros de una economía que excluye y mata. Estamos llamados a formar personas, para que brillen como estrellas en su plena dignidad.

Podemos decir, por tanto, que la educación, en la perspectiva cristiana, ayuda a todos a convertirse en santos. Nada menos. El Papa Benedicto XVI, en ocasión de su viaje apostólico a Gran Bretaña en septiembre de 2010, durante el cual beatificó a John Henry Newman, invitó a los jóvenes a ser santos con estas palabras: «Lo que Dios desea más que cualquier otra cosa para cada uno de ustedes es que se conviertan en santos. Él los ama mucho más de lo que puedan imaginar y quiere lo mejor para ustedes» [2]. Esta es la llamada universal a la santidad que el Concilio Vaticano II hizo parte esencial de su mensaje (cf. Lumen gentium, capítulo V). Y la santidad se propone a todos, sin excepción, como un camino personal y comunitario trazado por las Bienaventuranzas.

Pido para que la educación católica ayude a cada uno a su propia llamada a la santidad. San Agustín, a quien San John Henry Newman apreciaba tanto, dijo una vez que somos compañeros de estudio que tienen un sólo Maestro, cuya escuela está en la tierra y cuya cátedra está en el cielo (cf. Sermón 292,1).


[1] Francisco, Discurso a los participantes en la Primera Asamblea Plenaria del Dicasterio para la Cultura y la Educación (21 de noviembre 2024).

[2] Benedicto XVI, Discurso a los alumnos, Twickenham – Reino Unido (17 de septiembre 2010).

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