REDESCUBRIR LAS RAÍCES DE LA FE Y UN COMPROMISO EN LA IGLESIA Y LA SOCIEDAD: PALABRAS DEL PAPA EN LA CLAUSURA DEL CONGRESO “LA RELIGIOSIDAD POPULAR EN EL MEDITERRÁNEO” (15/12/2024)

Este 15 de diciembre, el Santo Padre Francisco participó en la sesión conclusiva del Congreso sobre “La religiosidad popular en el Mediterráneo”, que se desarrolló en el “Palais des Congrès et d’Exposition” de Ajaccio. “Espero que este Congreso sobre la piedad popular los ayude a redescubrir las raíces de su fe y los impulse a un compromiso renovado en la Iglesia y en la sociedad civil, al servicio del Evangelio y del bien común de todos los ciudadanos”, dijo el Papa en su discurso, cuyo texto compartimos a continuación, traducido del italiano:

Señor Cardenal, queridos hermanos en el episcopado, queridos sacerdotes, religiosas y religiosos, queridas hermanas y queridos hermanos:

Me alegra encontrarlos aquí en Ajaccio, al concluir el Congreso sobre la piedad popular en el Mediterráneo, que ha contado con la participación de muchos estudiosos y Obispos provenientes de Francia y de otros países.

Las tierras bañadas por el mar Mediterráneo han entrado a la historia y han sido la cuna de muchas civilizaciones que han alcanzado un notable desarrollo. Recordamos, en particular, la grecorromana y la judeocristiana, que atestiguan la relevancia cultural, religiosa, histórica de este gran “lago” en medio de tres continentes, de este mar único en el mundo que es el Mediterráneo.

No podemos olvidar que, en la literatura clásica, la griega y la latina, a menudo el Mediterráneo ha sido el escenario ideal para el nacimiento de mitos, relatos y leyendas. Tampoco el hecho de que el pensamiento filosófico y las artes, junto con las técnicas de navegación, permitieron a las civilizaciones del Mare Nostrum desarrollar una cultura elevada, abrir vías de comunicación, construir infraestructura y acueductos y, más aún, sistemas jurídicos e instituciones de notable complejidad, cuyos principios básicos siguen siendo válidos y actuales.

Entre el Mediterráneo y Medio Oriente se originó una experiencia religiosa muy particular, vinculada al Dios de Israel, que se reveló a la humanidad e inició un incesante diálogo con su pueblo, que culminó en la singular presencia de Jesús, el Hijo de Dios. Él es el que dio a conocer de modo definitivo el rostro del Padre, Padre suyo y nuestro, y llevó a término la Alianza entre Dios y la humanidad.

Han pasado más de dos mil años desde la Encarnación del Hijo de Dios y muchas han sido las épocas y las culturas que se han sucedido. En algunos momentos de la historia la fe cristiana ha dado forma a la vida de los pueblos y de sus instituciones políticas, mientras hoy, especialmente en los países europeos, la pregunta sobre Dios parece desvanecerse y nos encuentra cada vez más indiferentes respecto a su presencia y su Palabra. Sin embargo, es necesario ser cautos en el análisis de este escenario, para no dejarse llevar por consideraciones precipitadas o juicios ideológicos que, a veces incluso hoy, contraponen cultura cristiana y cultura laica. Esto es un error.

Al contrario, es importante reconocer una apertura recíproca entre estos dos horizontes: los creyentes se abren con cada vez mayor serenidad a la posibilidad de vivir la propia fe sin imponerla, vivirla como levadura en medio de la masa del mundo y de los ambientes en los que se encuentran; y los no creyentes o cuantos se han alejado de la práctica religiosa no son ajenos a la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la solidaridad, y a menudo, aún sin pertenecer a ninguna religión, llevan en el corazón una sed más grande, una interrogante de sentido que los lleva a interpelarse sobre el misterio de la vida y a buscar valores fundamentales para el bien común.

Es precisamente en este marco donde podemos captar la belleza y la importancia de la piedad popular (cf. S. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 48). Ha sido San Pablo VI el que ha “cambiado el nombre”, en la Evangelii nuntiandi cambia de “religiosidad” a “piedad” popular. Por una parte, ésta nos remite a la Encarnación como fundamento de la fe cristiana, que se expresa siempre en la cultura, en la historia y los lenguajes de un pueblo, y se transmite a través de los símbolos, las costumbres, los ritos y las tradiciones de una comunidad viva. Por otra parte, la práctica de la piedad popular atrae e involucra también a personas que están en el umbral de la fe, que no practican asiduamente y, sin embargo, descubren en ella la experiencia de las propias raíces y afectos, junto con los valores e ideales que consideran útiles para la propia vida y para la sociedad.

La piedad popular, expresando la fe con gestos sencillos y lenguajes simbólicos arraigados en la cultura del pueblo, revela la presencia de Dios en la carne viva de la historia, robustece la relación con la Iglesia y a menudo se convierte en ocasión de encuentro, de intercambio cultural y de fiesta – es curioso: una piedad que no es festiva no tiene “un buen olor”, no es una piedad que viene del pueblo, está “destilada” –. En este sentido, sus prácticas dan cuerpo a la relación con el Señor y a los contenidos de la fe. Quiero recordar, a este respecto, una reflexión de Blaise Pascal que, en un diálogo con un interlocutor ficticio, para ayudarlo a entender cómo llegar a la fe, dice que no basta con multiplicar las pruebas de la existencia de Dios o hacer esfuerzos intelectuales; más bien, es necesario ver a los que ya han avanzado en el camino, porque iniciaron con pequeños pasos, «tomando el agua bendita, haciendo decir misas» (Pensamientos, en Obras completas, Madrid 1940, n. 233). Los pequeños pasos que te hacen avanzar. La piedad popular es una piedad que está implicada en la cultura, pero que no se confunde con la cultura. Y da pequeños pasos.

He aquí, entonces, algo que no hay que olvidar: «En la piedad popular puede captarse el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo», y por tanto en ella «subyace una fuerza activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería como desconocer la obra del Espíritu Santo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 123; 126), que trabaja en el santo Pueblo de Dios, que lo lleva adelante en el discernimiento cotidiano. Pensemos en el diácono Felipe, pobre, que un día fue llevado [por el Espíritu] por un camino y escuchó a un pagano, un siervo de la reina Candace de Etiopía, que leía al profeta Isaías, y no entendía nada. Se acercó: “¿Comprendes?” – “No”. Y le anunció el Evangelio. Y aquel hombre, que había recibido la fe en ese momento, llegando donde había agua dice: “Dígame Felipe, ¿usted me puede bautizar, aquí, que hay agua? Y Felipe no dijo: “No, debes tomar el curso, tienes que traer a los padrinos, ambos casados en la Iglesia; debes hacer esto…”. No, lo bautizó. El Bautismo es precisamente el don de la fe que Jesús nos da.

Debemos tener cuidado para que la piedad popular no sea utilizada, instrumentalizada por grupos que pretenden fortalecer su propia identidad de manera polémica, alimentando particularismos, antagonismos, actitudes excluyentes. Todo esto no responde al espíritu cristiano de la piedad popular y nos interpela a todos, de manera especial a los pastores, para vigilar, discernir y promover una atención continua hacia las formas populares de la vida religiosa.

Cuando la piedad popular logra comunicar la fe cristiana y los valores culturales de un pueblo, uniendo los corazones y amalgamando a una comunidad, entonces nace de ella un fruto importante que recae en toda la sociedad, y también en las relaciones entre las instituciones políticas, sociales y civiles y la Iglesia. La fe no se queda como un hecho privado – debemos tener cuidado con este desarrollo, yo diría, herético, de la privatización de la fe; los corazones se amalgaman y siguen adelante… –, un hecho que se consuma en el sagrario de la conciencia, pero – si pretende ser plenamente fiel a sí misma – implica un compromiso y un testimonio hacia todos, para el crecimiento humano, el progreso social y el cuidado de la creación, en el signo de la caridad. Precisamente por esto, de la profesión de la fe cristiana y de la vida comunitaria animada por el Evangelio y los Sacramentos, a lo largo de los siglos han nacido innumerables obras de solidaridad e instituciones como hospitales, escuelas, centros asistenciales – ¡en Francia son muchas! –, en las que los creyentes se han comprometido en favor de los necesitados y han contribuido al crecimiento del bien común. La piedad popular, las procesiones y rogativas, las actividades caritativas de las cofradías, la oración comunitaria del santo Rosario y otras formas de devoción pueden alimentar esta – me permito calificarla así – “ciudadanía constructiva” de los cristianos. La piedad popular te da esta “ciudadanía constructiva”.

A veces algunos intelectuales, algunos teólogos, no entienden esto. Recuerdo una vez que fui una semana al norte de Argentina, a Salta, donde se celebra la festividad del Señor de los Milagros. Toda la provincia, toda, se reúne en el Santuario, y se confiesan todos, desde el alcalde hasta todos, porque tienen esta piedad adentro. Yo iba siempre a confesar, y era un trabajo fuerte, porque toda la gente se confiesa. Y un día, a la salida, me encontré con un sacerdote que conocía: “Ah, estás aquí, ¿cómo estás?” – “¡Bien!”. Y cuando salíamos, en ese momento se acercó una señora con unas estampitas de santos en la mano y le dice al sacerdote, un buen teólogo: “Padre, ¿me las bendice?”. El sacerdote, con una gran teología, le dice: “Pero, señora, ¿ha ido usted a Misa?” – “Sí, padrecito” – “¿Y sabe que al final de la Misa se bendice todo?” – “Sí, padrecito” – “¿Y sabe que la bendición de Dios viene de parte suya?” – “Sí, padrecito”. En ese momento le llamó otro sacerdote: “Ah, ¿cómo estás?”. Y la señora que tantas veces había dicho “Sí, padrecito” se dirigió a aquél: “¿Padre, me las bendice?”. Hay una complicidad, una sana complicidad que busca la bendición del Señor y no acepta generalizaciones.

Al mismo tiempo, en el terreno común de esta audacia de hacer el bien, de pedir la bendición, los creyentes pueden encontrarse en un camino compartido también con las instituciones seculares, civiles y políticas, para trabajar juntos al servicio de toda persona, empezando por los más últimos, para un crecimiento humano integral y la custodia de esta “Île de beauté”.

De ello deriva la necesidad de desarrollar un concepto de laicidad no estático y enyesado, sino evolutivo, dinámico, capaz de adaptarse a situaciones diversas o imprevistas, y de promover una colaboración constante entre autoridades civiles y eclesiásticas para el bien de toda la colectividad, permaneciendo cada uno dentro de los límites de sus propias competencias y espacio. Benedicto XVI afirmó: sana laicidad «significa liberar la religión del peso de la política y enriquecer a esta última con las aportaciones de la religión, manteniendo entre ellas una distancia necesaria, una clara distinción y la colaboración necesaria entre las dos. […] Dicha sana laicidad garantiza que la política actúe sin instrumentalizar a la religión, y que la religión se pueda vivir libremente sin el peso de políticas dictadas por intereses, a veces poco conformes, e incluso contrarios, a las creencias religiosas. Por esto la sana laicidad (unidad-distinción) es necesaria, más aún indispensable para ambas» (Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Medio Oriente, 29). Así Benedicto XVI: una sana laicidad, pero junto a una religiosidad. Los campos se respetan.

De esta manera se podrán liberar más energías y sinergias, sin prejuicios y sin oposiciones de principio, en un diálogo abierto, franco y fecundo.

Queridos hermanas y hermanos, la piedad popular, que aquí en Córcega está muy arraigada – y no es superstición –, hace surgir los valores de la fe y, al mismo tiempo, expresa el rostro, la historia y la cultura de los pueblos. En este entrelazamiento, sin confusiones, se configura el diálogo constante entre el mundo religioso y el laico, entre la Iglesia y las instituciones civiles y políticas. Sobre este tema, ustedes están en camino desde hace mucho tiempo, es una tradición de ustedes, y son un ejemplo virtuoso en Europa. ¡Sigan adelante! Y quisiera animar a los jóvenes a comprometerse aún más activamente en la vida sociocultural y política, con el impulso de los ideales más sanos y la pasión por el bien común. Como también exhorto a los pastores y a los fieles, a los políticos y a quienes tienen responsabilidades públicas a permanecer siempre cercanos al pueblo, escuchando sus necesidades, captando sus sufrimientos, interpretando sus esperanzas, porque toda autoridad crece sólo en la proximidad. Los pastores deben tener esta cercanía: cercanía con Dios, cercanía con los otros pastores, cercanía con los sacerdotes, cercanía con el pueblo, que están tan cerca. Estos son los verdaderos pastores. Pero el pastor que no tiene esta cercanía, ni con la historia ni la cultura, es simplemente “Monsieur l’Abbé”. No es un pastor. Debemos distinguir estas dos modalidades de desarrollar la pastoral.

Espero que este Congreso sobre la piedad popular los ayude a redescubrir las raíces de su fe y los impulse a un compromiso renovado en la Iglesia y en la sociedad civil, al servicio del Evangelio y del bien común de todos los ciudadanos.

Que María, Madre de la Iglesia, los acompañe y asista en su camino. Muchas gracias.

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