PERDONEN TODO Y NO SEAN VANIDOSOS: PALABRAS DEL PAPA EN EL ENCUENTRO CON LA IGLESIA DE AJACCIO (15/12/2024)
Queridos hermanos Obispos, queridas consagradas, queridos sacerdotes, diáconos, consagrados y seminaristas:
Me encuentro en esta hermosa tierra sólo por un día, pero quise que hubiera al menos un breve momento para encontrarlos y saludarlos. Esto me da la oportunidad ante todo de decirles gracias: gracias porque están, con su vida entregada; gracias por su trabajo, por el compromiso cotidiano; gracias porque es un signo del amor misericordioso de Dios y testigos del Evangelio. Me quedé muy contento cuando pude saludar a uno de ustedes: ¡tiene 95 años y 70 de sacerdocio! Y eso es hacer avanzar esa hermosa vocación. ¡Gracias hermano por tu testimonio! Muchas gracias.
Y del “gracias” paso de inmediato a la gracia de Dios, que es el fundamento de la fe cristiana y de toda forma de consagración en la Iglesia. En el contexto europeo en que nos encontramos, no faltan problemas y desafíos que se refieren a la transmisión de la fe y cada día ustedes se enfrentan con ello, descubriéndose pequeños y frágiles: no son muchos, no tienen medios poderosos, no siempre los ambientes en que trabajan se muestran favorables para acoger el anuncio del Evangelio. Y a veces me viene a la mente una película, porque algunos están dispuestos a acoger el Evangelio, pero no al “portavoz”. Esa película tenía esta frase: “La música sí, pero el músico no”. Piensen un poco, la fidelidad a la transmisión del Evangelio. Eso nos ayudará. Sin embargo, esta pobreza sacerdotal, quisiera decirlo, es una bendición. ¿Por qué? Nos despoja de la pretensión de hacerlo solos, nos enseña a considerar la misión cristiana como algo que no depende de las fuerzas humanas, sino sobre todo de la obra del Señor, que siempre trabaja y actúa con lo poco que podamos ofrecerle.
No olvidemos eso: al centro está el Señor. No yo al centro, sino Dios. En mi patria, sobre algún cura presuntuoso que se coloca al centro, nosotros decimos: este es un cura yo, me, mí, conmigo, para mí. No, el señor está al centro. Y eso es algo que quizá cada mañana, al salir el sol, cada pastor, cada consagrado debería repetir en la oración: también hoy, en mi servicio, no yo al centro, sino Dios, el Señor. Y digo esto porque hay un peligro en la mundanidad, un peligro que es la vanidad. Ser como el “pavo real”. Mirarse demasiado a sí mismo. La vanidad. En la vanidad es un defecto terrible, con mal olor. Hacerse el pavo real.
La primacía de la gracia divina no significa, sin embargo, que podemos dormir sueños tranquilos sin asumir nuestras responsabilidades. Por el contrario, debemos pensar en nosotros como “colaboradores de la gracia de Dios” (cf. 1 Cor 3, 9). Y así, caminando con el Señor, cada día somos llevados a una pregunta esencial: ¿cómo estoy viviendo mi sacerdocio, mi consagración, mi discipulado? ¿Estoy cerca de Jesús?
Cuando, en la otra Diócesis, así a las visitas pastorales, encontraba algunos buenos sacerdotes que trabajaban mucho, mucho. “Dime, ¿y cómo pasas la noche?” – “Estoy cansado, Como cualquier cosa y después me voy a acostar a descansar un poco, a ver la televisión” – “Pero ¿no pasas a la capilla para saludar a tu Jefe? – “Eh, no…” – “Y tú, ¿antes de dormirte haces así, rezas un Ave María? Al menos se educado: pasa a la capilla a decir: Hola, muchas gracias, hasta mañana”. No se olviden del Señor. El Señor al principio, en medio y al final del día. Es nuestro Jefe. Y es un Jefe que trabaja más que nosotros. No olviden eso.
Y les hago esta pregunta: ¿cómo vivo yo el discipulado? Fíjela en su corazón, no la menosprecien, y no menosprecien la necesidad de este discernimiento, desde mirar hacia adentro, para que no les pase que acaben “molidos” por los ritmos y las actividades externas y pierdan la consistencia interior. Por mi parte, quisiera dejarles una doble invitación: cuiden de ustedes mismos y cuiden a los demás.
El primero: cuiden de ustedes mismos. Porque la vida sacerdotal o religiosa no es un “sí” que pronunciamos de una vez por todas. ¡No se vive de rentas con el Señor! Por el contrario, cada día hay que renovar la alegría del encuentro con Él, en todo momento es necesario escuchar nuevamente su voz y decidirse a seguirlo, incluso en los momentos de las caídas. Levántate, una mirada al Señor: “Perdóname, ayúdame a seguir adelante”. Esta cercanía fraterna y filial.
Recordemos esto: nuestra vida se expresa en el ofrecimiento de nosotros mismos, pero entre más un sacerdote, una religiosa, un religioso se entregan, se gastan, trabajan por el Reino de Dios, más se hace necesario que cuiden también de ellos mismos. Un cura, una hermana, un diácono que se descuida terminará también por descuidar aquellos que le son encomendados. Por eso hace falta una pequeña “regla de vida” – los religiosos ya la tienen –, que incluya la actitud cotidiana con la oración y la Eucaristía, el diálogo con el Señor, cada uno según la espiritualidad propia y su propio estilo. Y quisiera también agregar: conservar algún momento de soledad; tener a un hermano o hermana con quien compartir libremente lo que llevamos en el corazón – un tiempo se llamaba el director espiritual, la directora espiritual –; cultivar algo que nos apasione, y no para pasar el tiempo libre, sino para descansar sanamente de los cansancios del ministerio. ¡El ministerio cansa! Hay que tener miedo de esas personas que siempre están activas, siempre en el centro, que quizá por demasiado celo no descansan nunca, nunca toman una pausa para sí mismos. Hermanos, eso no está bien, hacen falta espacios y momentos en los que cada sacerdote y cada persona consagrada cuide de sí mismo. Y no para hacerse un lifting para estar más hermosos, no, para hablar con el Amigo, con el Señor, y sobre todo con la Madre – no dejen a la Virgen, por favor –, para hablar de la propia vida, cómo van las cosas. Y siempre tengan para eso ya sea al confesor, o algún amigo que los conozca bien y con quien puedan hablar y hacer un buen discernimiento. ¡Los “hongos presbiterales” no están bien!
Y en este cuidado entra otra cosa: la fraternidad entre ustedes. Aprendamos a compartir no solamente los cansancios y desafíos, sino también la alegría y la amistad entre nosotros: su Obispo dice algo que me gusta mucho, que es importante pasar del “Libro de las lamentaciones” al “Libro del Cantar de los Cantares”. Hacemos poco esto. ¡Nos gustan las lamentaciones! Y si el pobre Obispo esa mañana olvidó el solideo: “Pero mira al Obispo…”. Se aprovecha cualquier cosa para hablar mal del Obispo. Es verdad, el Obispo es un pecador como cada uno de nosotros. ¡Somos hermanos! Cambiar del “Libro de las lamentaciones” al “Libro del Cantar de los Cantares”. Eso es importante, lo dice también un Salmo: «Cambiaste mi lamento en danza» (Sal 30, 12). Compartimos la alegría de ser apóstoles y discípulos del Señor. Una alegría hay que compartirla. De otro modo, el sitio que debe tomar la alegría lo toma el vinagre. Es algo muy feo encontrar a un sacerdote con el corazón amargado. Es feo. “pero ¿por qué estás así?” – “Eh, porque el Obispo no me quiere… Porque nombraron Obispo a ese otro y no a mí… Porque…Porque…”. Las quejas. Por favor, deténganse ante las quejas, las envidias. La envidia es un vicio “amarillo”. Pidamos al Señor que cambie nuestro lamento en danza, que nos dé el sentido del humor, la sencillez evangélica.
La segunda cosa: cuiden a los demás. La misión que cada uno de ustedes recibió tiene siempre un solo objetivo: llevar a Jesús a los demás, dar a los corazones el consuelo del Evangelio. Me gusta recordar el momento en que el Apóstol Pablo está por volver a Corinto y escribiendo a la comunidad dice: «Por mi cuenta, con gusto haré todo lo posible, más aún me consumiré a mí mismo por sus almas» (2 Cor 12, 15). Consumirse por las almas, consumirse en la ofrenda de sí mismo por aquellos que nos son encomendados. Y me viene a la mente un santo cura joven que murió de cáncer hace poco. Él vivía en un barrio con la gente más pobre. Decía: “A veces quiero cerrar la ventana con ladrillos, porque la gente viene a cualquier hora y si no abro la puerta, tocan en la ventana”. El sacerdote con el corazón abierto a todos, sin hacer distinciones.
La escucha, la cercanía a la gente, es también esa una invitación a buscar, en el contexto de hoy, los caminos pastorales más eficaces para la evangelización. No tengan miedo de cambiar, de revisar los viejos esquemas, de renovar los lenguajes de la fe, aprendiendo que la misión no es cuestión de estrategias humanas: es ante todo cuestión de fe. Cuidar a los demás: a quien espera la Palabra de Jesús, a quien se ha alejado de Él, a quienes necesitan orientación o consuelo por sus sufrimientos. Cuidar a todos, en la formación y sobre todo en el encuentro. Encontrar a las personas, allí donde viven y trabajan, eso es importante.
Y después, algo que para mí es muy importante: por favor, perdonen siempre. Y perdonen todo. Perdonen todo y siempre. A los sacerdotes les digo, en el Sacramento de la Reconciliación, que no hagan demasiadas preguntas. Escuchen y perdonen. Decía un Cardenal – que es un poco conservador, un poco cuadrado, pero es un gran sacerdote – hablando en una conferencia a los sacerdotes: “Si alguno [en la Confesión] comienza a balbucear porque tiene vergüenza, le digo: está bien, ya entendí, pasa a otra cosa. En realidad, no entendí nada, pero Él [el Señor] ya entendió”. Por favor, no torturen a la gente en el confesionario: dónde, cómo, cuándo, con quién… Siempre perdonen, siempre perdonen. Hay un buen fraile capuchino en Buenos Aires, que hice Cardenal a los 96 años. Siempre tiene una larga fila de gente, porque es un buen confesor, también yo iba con él. Este confesor una vez me dijo: “Mira, a veces me viene el escrúpulo de perdonar demasiado” – “¿Y qué haces?” – “Voy a hacer oración y digo: Señor, perdóname, perdoné demasiado. Pero de inmediato me viene decirle: ¡Pero eres Tú quien me dio el mal ejemplo!”. Perdonen siempre. Perdonen todo. Y esto lo digo también a las religiosas y religiosos: perdonar, olvidar, cuando nos hacen algo malo, las luchas ambiciosas de comunidad… Perdonen. El Señor nos dio el ejemplo: ¡perdonen todo y siempre! Todos, todos, todos. Y les hago una confidencia: yo tengo ya 55 años de sacerdocio, sí, antier cumplí 55, y nunca he negado una absolución. Y me gusta confesar, mucho. Siempre he buscado la forma de perdonar. No sé si es bueno, si el Señor me dará… Pero ese es mi testimonio.
Queridas hermanas y queridos hermanos, les agradezco de corazón y les deseo un ministerio rico en esperanza y alegría. Incluso en los momentos de cansancio y desánimo, no se dejen caer. Vuelve a ir al corazón del Señor. ¡No se olviden de orar frente al Señor! Él se manifiesta y se hace encontrar si cuidan de ustedes mismos y de los demás. De esta forma Él ofrece el consuelo a los que ha llamado y enviado. Sigan adelante con valentía: ¡los llenará de alegría!
Ahora nos dirigimos en oración a la Virgen María. En esta Catedral, dedicada a ella Asunta al Cielo, el pueblo fiel la venera como Patrona y Madre de Misericordia, la “Madunnuccia”. Desde esta isla del Mediterráneo, le elevamos la súplica por la paz: paz para todas las tierras que se asoman a este Mar, especialmente para la Tierra Santa donde María dio a luz a Jesús. Paz para Palestina, para Israel, para el Líbano, para Siria, para todo el Medio Oriente. Paz en Myanmar martirizado. Y que la Santa Madre de Dios obtenga la anhelada paz para el pueblo ucraniano y el pueblo ruso. Son hermanos – “No, padre, ¡son primos!” – Son primos, hermanos, no sé, ¡pero que se entiendan! ¡la paz! Hermanos, hermanas, la guerra siempre es una derrota. Y la guerra en las comunidades religiosas, la guerra en las parroquias siempre es una derrota, ¡siempre! Que el Señor nos dé la paz a todos.
Y oremos por las víctimas del ciclón que, en las horas pasadas, impactó al Archipiélago de Mayotte. Estoy espiritualmente cerca de los que han sido afectados por esta tragedia.
Y ahora todos juntos, recemos el Ángelus.
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