¿QUÉ DEBEMOS HACER PARA RENOVAR NUESTRAS VIDAS Y MEJORARLAS?: HOMILÍA DEL PAPA DURANTE LA SANTA MISA EN AJACCIO (15/12/2024)
La gente pregunta a Juan el Bautista: «¿Qué debemos hacer?» (Lc 3, 10). ¿Qué debemos hacer? Es una pregunta que hay que escuchar con atención, porque expresa el deseo de renovar la vida, de cambiarla para mejorar. Juan está anunciando la llegada del Mesías tan esperado: quien escucha la predicación del Bautista quiere prepararse a este encuentro, al encuentro con el Mesías, al encuentro con Jesús.
El Evangelio según Lucas atestigua que son precisamente los más lejanos los que expresan esta voluntad de conversión: no los que socialmente parecían estar más cerca, no los fariseos y los doctores de la ley, sino los lejanos, los publicanos, que eran considerados pecadores, y los soldados preguntan: «Maestro, ¿qué debemos hacer?» (Lc 3, 12). Esta es una hermosa pregunta, que quizás hoy, antes de ir a acostarse, cada uno de nosotros puede decir como oración: “Señor, ¿qué debo hacer para preparar el corazón para la Navidad?”. El que se considera justo no se renueva. Los que, en cambio, eran considerados públicos pecadores quieren pasar de una conducta deshonesta y violenta a una vida nueva. Y los lejanos se vuelven cercanos cunado Cristo se hace cercano a nosotros. Jóvenes, de hecho, responde así a los publicanos y los soldados: practiquen la justicia; sean rectos y honestos (cf. Lc 3, 13-14). Involucrando especialmente a los últimos y a los excluidos, el anuncio del Señor despierta las conciencias, porque Él viene a salvar, no a condenar al que está perdido (cf. Lc 15, 4-32). Y lo mejor que podemos hacer para ser salvados y buscados por Jesús, es decir la verdad sobre nosotros mismos: “Señor, soy pecador”. Todos lo somos, aquí, todos. “Señor, soy pecador”. Y así nos acercamos a Jesús con la verdad, no con el maquillaje de una justicia que no es real. Porque viene a salvar precisamente a los pecadores.
Y por eso también hoy hacemos nuestra la pregunta que las multitudes dirigían a Juan el Bautista. Durante este tiempo de Adviento encontremos la valentía de preguntar, sin miedo: “¿qué debo hacer?, ¿qué debemos hacer?”. Preguntémoslo con sinceridad, para preparar un corazón humilde, un corazón confiado en el Señor que viene.
Las Escrituras que hemos escuchado nos entregan dos formas de esperar al Mesías: la espera sospechosa y la espera gozosa. Se puede esperar la salvación con estas dos actitudes: la espera sospechosa y la espera gozosa. Reflexionemos sobre estas actitudes espirituales.
La primera forma de esperar, la sospechosa, está llena de desconfianza y de ansiedad. Quien tiene la mente en pensamientos egocéntricos pierde la alegría del ánimo: en vez de velar con esperanza, duda del futuro. Totalmente atrapado por proyectos mundanos, no espera la obra de la Providencia. No sabe esperar con la esperanza que nos da el Espíritu Santo. Y entonces llega, sana, la palabra de San Pablo, que nos sacude de este sopor: «No se angustien por nada» (Fil 4, 6). Cuando la angustia nos atrapa, nos arruina siempre. Una cosa es el dolor, el dolor físico, el dolor moral por alguna tragedia en la familia…; otra cosa es la angustia. Los cristianos no deben vivir con angustia. No estén angustiados, desilusionados, tristes. ¡Qué extendidos están estos males espirituales, hoy, especialmente donde se propaga el consumismo! Lo veía en estos días en Roma, por las calles, tanta gente que va de compras, las compras, con el ansia del consumismo, que después se desvanece y no deja nada. Una sociedad así, que vive del consumismo, envejece insatisfecha, porque no sabe dar: el que vive para sí mismo nunca será feliz. El que vive así [mano cerrada] y no hace así [mano abierta] no es feliz. El que tiene las manos así [mano cerrada], para mí, y no tiene las manos para dar, para ayudar, para compartir, nunca será feliz. Y ese es un mal que todos podemos tener, todos los cristianos, también nosotros, los sacerdotes, los Obispos, los Cardenales, todos, también el Papa.
El Apóstol, sin embargo, nos ofrece una medicina eficaz cuando escribe: «En toda circunstancia hagan presentes a Dios sus peticiones con oraciones, súplicas y acciones de gracias» (Fil 4, 6). ¡La fe en Dios da esperanza! Precisamente en estos días, en el Congreso que tuvo lugar aquí en Ajaccio, se hizo resaltar qué importante es cultivar la fe, apreciando el papel de la piedad popular. Pensemos en la oración del Rosario: si es descubierta y practicada bien, enseña a tener el corazón centrado en Jesucristo, con la mirada contemplativa de María. Y pensemos en las cofradías, que pueden educar para el servicio gratuito al prójimo, ya sea espiritual o corporal. Estas asociaciones de fieles, tan ricas en historia, participan activamente en la liturgia y en la oración de la Iglesia, que embellecen con los cantos y devociones del pueblo. Y a los miembros de las cofradías les pido que se hagan siempre cercanos con disponibilidad, sobre todo a los más frágiles, haciendo activa la fe en la caridad. Y esa cofradía que tiene una devoción especial que se haga cercana a todos, cercana a los prójimos para ayudarlos.
Y de aquí llegamos a la segunda actitud: la espera gozosa. La primera actitud era la espera sospechosa, esa espera que es “para mí” con las manos que se cierran. La segunda actitud e la espera gozosa. Y no es fácil tener alegría. La alegría cristiana no es, de hecho, despreocupada, superficial, una alegría de carnaval. No. No es así. Es, en cambio, una alegría del corazón, basada en un cimiento muy sólido, que el profeta Sofonías, dirigiéndose al pueblo, expresa así: alégrense porque «el Señor, tu Dios, en medio de ti es un Salvador poderoso» (Sof 3, 17). Confianza en el Señor que está en medio de nosotros, está en medio de nosotros. Muchas veces no recordamos esto: está en medio de nosotros, cuando hacemos una buena obra, cuando educamos a los hijos, cuando cuidamos a los ancianos. En cambio, no está en medio de nosotros cuando chismorreamos, hablando siempre mal de los demás. Allí no está el Señor, sólo estamos nosotros. La venida del Señor nos lleva a la salvación: por ello es motivo de alegría. Dios es “poderoso”, dice la Escritura: ¡Él puede redimir nuestra vida porque es capaz de realizar lo que dice! Nuestra alegría no es, entonces, un consuelo ilusorio, para hacernos olvidar las tristezas de la vida. No, no es un consuelo ilusorio. Nuestra alegría es fruto del Espíritu Santo por la fe en Cristo Salvador, que llama a nuestro corazón, liberándolo de la tristeza y el aburrimiento. Por tanto, el Adviento del Señor se convierte en una fiesta llena de futuro para todos los pueblos: en compañía de Jesús descubrimos la verdadera alegría de vivir y de dar los signos de esperanza que el mundo espera.
Y el primero de estos signos de esperanza en la paz. Aquél que viene es el Emmanuel, el Dios con nosotros, que da la paz a los hombres amados por el Señor (cf. Lc 2, 14). Y mientras nos preparamos a acogerlo, en este tiempo de Adviento, que nuestras comunidades crezcan en la capacidad de acompañar a todos, especialmente a los jóvenes en camino hacia el Bautismo y los Sacramentos; y de una forma especial también a los viejitos, a los ancianos. Los ancianos son la sabiduría de un pueblo. ¡No lo olvidemos! Y cada uno de nosotros puede pensar: ¿cómo me comporto con los ancianos? ¿Voy a verlos? ¿Pierdo el tiempo con ellos? ¿Los escucho? “¡Oh no, son aburridos, con sus historias!”. ¿Los abandono? Cuántos hijos abandonan a sus padre en los asilos. Recuerdo una vez, en la otra Diócesis, fui a un asilo a visitar a la gente. Y estaba una señora que tenía tres, cuatro hijos. Le pregunté: “Y sus hijos ¿cómo están?” – “Están muy bien. Tengo muchos nietos” – “¿Y vienen a verla?” – “Sí, vienen siempre”. Cuando salí la enfermera me dice: “Vienen una vez al año”. Pero la mamá cubría los defectos de los hijos. Muchos dejan a los viejitos solos. ¡Les dan las felicitaciones de Navidad o Pascua por teléfono! ¡Cuiden a los viejos, que son la sabiduría de un pueblo!
Y pensemos en los jóvenes en camino hacia el Bautismo y los Sacramentos. En Córcega, gracias a Dios, hay muchos. ¡Felicidades! ¡Nunca he visto tantos niños como aquí! ¡Es una gracia de Dios! Y sólo vi dos perritos. Queridos hermanos, tengan hijos, tengan hijos, que serán su alegría, su consuelo en el futuro. Esa es la verdad: nunca he visto tantos niños. Sólo en Timor Leste eran tantos, pero en las demás ciudades no son tantos. Esa es su alegría y su gloria. Hermanos y hermanas, por desgracia sabemos bien que no faltan entre las naciones grandes motivos de dolor: miseria, guerras, corrupción, violencia. Les digo algo: a veces viene a las audiencias niños ucranianos que, por la guerra, han sido traídos aquí. ¿Saben algo? ¡Estos niños no sonríen! Han olvidado la sonrisa. Por favor, pensemos en estos niños en las tierras de guerra, en el dolor de tantos niños.
La Palabra de Dios, sin embargo, nos anima siempre. Y ante las devastaciones que oprimen a los pueblos, la Iglesia anuncia una esperanza cierta, que no defrauda, porque el Señor viene a habitar en medio de nosotros. Y entonces nuestro compromiso por la paz y la justicia encuentra en su venida una fuerza inextinguible.
Hermanas y hermanos, en todo tiempo y en cualquier tribulación, Cristo está presente, Cristo es la fuente de nuestra alegría. Está con nosotros en la tribulación para llevarnos adelante y darnos la alegría. Tengamos siempre en el corazón esta alegría, esta seguridad de que Cristo está con nosotros, camina con nosotros. ¡No lo olvidemos! Y así con esta alegría, con esta seguridad de que Jesús está con nosotros, seremos felices y haremos felices a los demás. Este debe ser nuestro testimonio.
Agradecimiento al final de la Misa
Agradezco al Card. Bustillo por sus palabras y por todo este día en que me he sentido en casa. Gracias a todos los que en distintas formas han preparado esta visita, a la comunidad eclesial y a la comunidad civil. Sigan adelante en la armonía, en la distinción que no es separación, colaborando siempre para el bien común. Quisiera saludar también a un Cardenal corso que hoy está con nosotros, el Card. Mamberti.
Saludo y bendigo a los enfermos, a los ancianos solos, a los encarcelados. Que la Madunnuccia dé consuelo y esperanza a los que sufren. Estén cerca de los ancianos, de los enfermos, de las personas solas. Cerca con el corazón, cerca con los gestos, cerca con la ayuda.
Hermanos y hermanas, que el Evangelio de Jesucristo los ayude a tener el corazón abierto al mundo: sus tradiciones son una riqueza que hay que proteger y cultivar, pero no para aislarse, nunca. Adelante con sus tradiciones, adelante, siempre para el encuentro y el compartir.
Gracias a todos. Buen camino hacia la Santa Navidad. Gracias.
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