LA INMACULADA ES LA PROPUESTA DE UN PROYECTO HERMOSO Y CONCRETO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA CON LOS NUEVOS CARDENALES (08/12/2024)

Este 8 de diciembre por la mañana, el Santo Padre Francisco presidió, en la Basílica de San Pedro, la Santa Misa con los nuevos Cardenales, creados en el Consistorio Público Ordinario celebrado ayer. En su homilía, el Papa reflexionó acerca de tres aspectos de la vida de la Virgen María que la hacen “cercana y familiar”: María hija, María esposa y María madre. El Pontífice pidió a la Virgen María que interceda para que podamos ser una comunidad con “la belleza que salva al mundo” . Compartimos a continuación el texto de su homilía, traducido del italiano:

«¡Alégrate!, llena de gracia» (Lc 1, 28). Con este saludo, en la humilde casa de Nazaret, el Ángel revela a María el misterio de su Corazón inmaculado, desde la concepción «inmune a toda mancha del pecado original» (B. Pío IX, Const. ap. Ineffabilis Deus, 8 diciembre 1854) . De muchas maneras, a lo largo de los siglos, con palabras e imágenes, los cristianos han intentado representar tal don, subrayando su gracia y su dulzura en las facciones de la “Bendita entre todas las mujeres” (cf. Lc 1, 42) , por medio de los rasgos somáticos y las categorías de muy diversas etnias y culturas.

Y de hecho la Madre de Dios – como observó San Pablo VI – nos muestra «lo que todos tenemos en el fondo del corazón: la imagen auténtica de la humanidad […] inocente, santa, […] porque su ser es todo armonía, candor, sencillez – así es María: toda armonía, candor, sencillez –; es todo transparencia, amabilidad, perfección; es todo belleza» (cf. Homilía en la Solemnidad de la Inmaculada, 8 diciembre 1963) .

Detengámonos entonces un momento a contemplar esta belleza, a la luz de la Palabra de Dios, en tres aspectos de la vida de María que la hacen para nosotros cercana y familiar. ¿Y cuáles son estos tres aspectos? María hija , María esposa y María madre.

Antes que nada, miremos a la Inmaculada como hija. De su infancia los textos sagrados no hablan. El Evangelio, en cambio, nos la presenta ingresando en la escena de la historia como una muchacha joven rica de fe, humilde y sencilla. Es la “virgen” (cf. Lc 1, 27), en cuya mirada se refleja el amor del Padre y en cuyo Corazón puro, la gratuidad y el agradecimiento, son el color y el perfume de la santidad. Aquí la Virgen se nos muestra hermosa como una flor, que ha crecido de manera desapercibida y finalmente lista para abrirse en la entrega de sí. Porque la vida de María es una continua entrega de sí.

Esto nos lleva a la segunda dimensión de su belleza: la de esposa, es decir, aquella que Dios eligió como compañera para su proyecto de salvación (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 61) . Esto dice el Concilio: Dios escogió a María, escogió una mujer como compañera para su plan de salvación. No hay salvación sin la mujer porque también la Iglesia es mujer. Y Ella responde “sí” diciendo: «He aquí la sierva del Señor» (Lc 1, 38) . “Sierva” no en el sentido de “sometida” y “humillada”, sino de persona “confiable”, “estimada”, a quien el Señor le confía los tesoros más queridos y las misiones más importantes. Su belleza entonces, poliédrica como la de un diamante, revela un nuevo rostro: el de la fidelidad, la lealtad y el cuidado que caracterizan el amor recíproco de los esposos. Precisamente como lo entendía San Juan Pablo II, cuando escribía que la Inmaculada «aceptó la elección de Madre del Hijo de Dios, guiada por el amor esponsal, que “consagra” totalmente a Dios una persona humana» (Carta enc. Redemptoris Mater, 39) .

Y llegamos así a la tercera dimensión de la belleza. ¿Cuál es esta tercera dimensión de la belleza de María? La de madre. Es el modo más común en que la representamos: con el Niño Jesús en brazos, o bien, en el pesebre, inclinada sobre el Hijo de Dios que yace en el pesebre (cf. Lc 2, 7) . Siempre presente junto a su Hijo en todas las circunstancias de la vida: cercana en el cuidado y escondida en la humildad; como en Caná, donde intercede por los esposos (cf. Jn 2, 3-5); o en Cafarnaúm, donde es alabada por su escucha de la Palabra de Dios (cf. Lc 11, 27-28); o al pie de la cruz – la mamá de un condenado –, donde el mismo Jesús nos la entrega como madre (cf. Jn 19, 25-27). Aquí la Inmaculada es hermosa en su fecundidad, es decir, en su saber morir para dar vida, en su olvidarse de sí misma para cuidar a quien, pequeño e indefenso, se aferra a Ella.

Todo esto está contenido en el Corazón puro de María, libre del pecado, dócil a la acción del Espíritu Santo (cf. S. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater, 13) , dispuesto a dar a Dios, por amor, «el pleno homenaje del entendimiento y de la voluntad» (Conc. ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 5; cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, 3).

El riesgo, sin embargo, sería pensar que se trata de una belleza lejana, una belleza demasiado alta, inalcanzable. No es así. También nosotros, de hecho, la recibimos como don, en el Bautismo, cuando somos liberados del pecado y hechos hijos de Dios. Y con ella se nos confía la llamada a cultivarla, como la Virgen, con amor filial, esponsal y materno, agradecidos en el recibir y generosos en el dar, hombres y mujeres del “gracias” y del “sí” , dichos con las palabras, pero sobre todo con la vida – es hermoso encontrar hombres y mujeres que son su vida dicen gracias y dicen “sí” –; dispuestos a hacerle lugar al Señor en nuestros proyectos y a acoger con ternura materna a todos los hermanos y hermanas que encontramos en nuestro camino. La Inmaculada entonces no es un mito, una doctrina abstracta o un ideal imposible: es la propuesta de un proyecto hermoso y concreto, el modelo plenamente realizado de nuestra humanidad, a través del cual, por gracia de Dios, todos podemos contribuir para mejorar nuestro mundo.

Vemos lamentablemente, a nuestro alrededor, cómo la pretensión del primer pecado, de querer ser “como Dios” (cf. Gen 3, 1-6), sigue hiriendo a la humanidad, y cómo esta presunción de autosuficiencia no produce ni amor, ni felicidad. Quien exalta como conquista el rechazo de todo vínculo estable y duradero, de hecho, no da libertad. Quien le falta el respeto al padre y a la madre, quien no quiere hijos, quien considera a los demás como un objeto o como un fastidio, quien considera el compartir como una pérdida y la solidaridad como un empobrecimiento, no difunde alegría ni futuro. ¿De qué sirve el dinero en el banco, comodidades en los departamentos, falsos “contactos” en el mundo virtual, si luego los corazones quedan fríos, vacíos, cerrados? ¿De qué sirven los altos niveles de crecimiento financiero de los países privilegiados, si después medio mundo muere de hambre y por la guerra, y los demás se quedan mirando indiferentes? ¿De qué sirve viajar por todo el planeta, si luego cada encuentro se reduce a la emoción de un momento, a una fotografía que ya nadie recordará al cabo de algunos días o algunos meses?

Hermanos y hermanas, hoy nosotros contemplamos a María Inmaculada, y le pedimos que su Corazón lleno de amor nos conquiste, que nos convierta y haga de nosotros una comunidad donde la filiación, la esponsalidad y la maternidad sean regla y criterio de vida: en que las familias se reúnan, los esposos compartan cada cosa, los padres y las madres estén presentes en carne y hueso cerca de sus hijos y los hijos cuiden a sus padres. Esta es la belleza de la que nos habla la Inmaculada, esta es la “belleza que salva al mundo” y frente a la cual queremos responder también nosotros al Señor, como María: «Heme aquí […], que se cumpla en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

Celebramos esta Eucaristía junto con los nuevos Cardenales. Son hermanos a quienes les he pedido que me ayuden en el servicio pastoral de la Iglesia universal. Vienen de muchas partes del mundo, portadores de una única Sabiduría con muchos rostros, para contribuir al crecimiento y a la difusión del Reino de Dios. Encomendémoslos de manera particular a la intercesión de la Madre del Salvador.

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