BEN-DIGAN Y NO MAL-DIGAN: MENSAJE NAVIDEÑO DEL PAPA A LA CURIA ROMANA (21/12/2024)

Un denso discurso del Papa Francisco a la Curia Romana, en su saludo de Navidad de este 21 de diciembre en el Aula de las Bendiciones, donde recordó una vez más la guerra en Tierra Santa. Retomando las palabras de San Pablo, escribiendo a la comunidad de Roma: «Bendigan y no maldigan», el Santo Padre hizo recordó: “Hablen bien y no hablen mal de los demás, en nuestro caso de las personas que trabajan en la oficina con nosotros, de los superiores, de los colegas, de todos”. Transcribimos a continuación el texto completo de su discurso, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas:

Agradezco de corazón al Cardenal Re por sus palabras de felicitación; ¡eso no envejece! Y eso es hermoso. Gracias, Eminencia, por su ejemplo de disponibilidad y amor a la Iglesia.

El Cardenal Re habló de la guerra. Ayer al Patriarca [Latino de Jerusalén] no lo dejaron entrar a Gaza, como habían prometido; y ayer fueron bombardeados niños. Eso es crueldad. Eso no es guerra. Quiero decirlo porque toca el corazón. Gracias por esa referencia, Eminencia, gracias.

El título de esta alocución es “Ben-digan y no mal-digan”.

La Curia Romana está compuesta por muchas comunidades de trabajo, más o menos complejas o numerosas. Pensando en un punto de reflexión que pudiera ayudar a la vida comunitaria en la Curia y en sus distintas articulaciones, este año elegí un aspecto que sí entona bien con el Misterio de la Encarnación, y se verá de inmediato por qué.

Pensé en el hablar bien de los demás y no hablar mal de ellos. Es algo que nos concierne a todos, incluso al Papa – Obispos, sacerdotes, consagrados, laicos – y respecto al cual todos somos iguales. ¿Por qué? Porque toca nuestra humanidad.

Esta actitud, hablar bien y no hablar mal, es una expresión de la humildad, y la humildad es el rasgo esencial de la Encarnación, en particular del misterio de la Natividad del Señor, que nos preparamos a celebrar. Una comunidad eclesial vive en alegre y fraternal armonía en la medida en la que sus miembros caminan por la vía de la humildad, renunciando a pensar mal y hablar mal de los demás.

San Pablo, escribiendo a la comunidad de Roma, dice: «Bendigan y no maldigan» (Rom 12, 14). Podemos entender la exhortación también de esta forma: “Hablen bien y no hablen mal” de los demás, en nuestro caso de las personas que trabajan en la oficina con nosotros, de los superiores, de los colegas, de todos. Hablen bien y no hablen mal.

El camino de la humildad: acusarse a sí mismos

Como hice hace unos veinte años, en ocasión de una Asamblea diocesana en Buenos Aires, así propongo hoy a todos nosotros, para practicar esta vía de humildad, el ejercitarnos en acusarse a sí mismos, según las enseñanzas de los antiguos maestros espirituales, en particular de Doroteo de Gaza. Sí, precisamente de Gaza, ese lugar que ahora es sinónimo de muerte y destrucción, pero qué es una ciudad antiquísima, donde en los primeros siglos del cristianismo florecieron monasterios y figuras luminosas de santos y maestros. Doroteo es uno de ellos. En la estela de grandes Padres como Basilio y Evagrio, el edificó a la Iglesia con instrucciones y cartas llenas de savia evangélica. Hoy también nosotros, colocándonos en su escuela, podemos aprender la humildad de acusarnos a nosotros mismos para no hablar mal del prójimo. A veces en el hablar cotidiano, cuando alguien critica, el otro piensa: “¿Y en tu casa cómo estamos?” [“¡Desde qué púlpito viene la predicación!”]. Es el hablar cotidiano.

En una de sus instrucciones, Doroteo dice: «Si al humilde le ocurre algo mal, inmediatamente se vuelve sobre sí, y de igual forma juzga que lo ha merecido. Y no se permite reclamar a otros ni inculpar a quien sea. Simplemente soporta, sin turbarse, sin angustia y en total quietud. La humildad no se irrita ni irrita a nadie» (Doroteo de Gaza, Oeuvres spirituelles, París 1963, n. 30).

Y aún más: «No busques conocer el mal de tu prójimo y no alimentes sospechas contra él. Y si nuestra malicia las hace nacer, busca transformarlas en buenos pensamientos» (ibid., n. 187).

Acusarse a sí mismos es un medio, pero es indispensable: es la actitud de fondo en la cual puede enraizarse la decisión de decir “no” al individualismo y “sí” al espíritu comunitario, eclesial. De hecho, quien se ejercita en la virtud de acusarse a sí mismo y la práctica de manera constante, se vuelve libre de sospechas y de la desconfianza y deja espacio a la acción de Dios, el único que crea la unión de los corazones. Y así, si cada uno progresa en este camino, puede nacer y crecer una comunidad en la que todos son custodios uno del otro y caminan juntos en la humildad y la caridad. Cuando uno ve un defecto en una persona, puede hablar de ello solo con tres personas: con Dios, con la persona misma y, si no puede con ella, con quien en la comunidad puede cuidar de ella. Y nada más.

Entonces nos preguntamos: ¿qué es lo que se encuentra en la base de este estilo espiritual de acusarse a sí mismo? En la base está el abajamiento interior, marcado por el movimiento del Verbo de Dios, la synkatabasis, o condescendencia. El corazón humilde se abaja como el de Jesús, aquí en contemplamos en estos días en el Pesebre.

Frente al drama de la humanidad tantas veces oprimida por el mal, ¿qué hace Dios? ¿Se yergue quizá en su justicia y hace caer desde lo alto la condena? Así, en cierto sentido, lo esperaban los profetas hasta Juan el Bautista. Pero Dios es Dios, y sus pensamientos no son los nuestros, sus caminos no son los nuestros (cf. Is 55, 8). Su santidad es divina y por ello a nuestros ojos resulta paradójica. El movimiento del Altísimo es el de abajarse, hacerse pequeño, como un granito de mostaza, como un germen de hombre en el vientre de una mujer. Invisible. Así comienza a tomar sobre sí la enorme, insostenible masa del pecado del mundo.

A este movimiento de Dios corresponde, en el hombre, la acusación de sí mismo. No es ante todo un hecho moral: es un hecho teologal – como siempre, como en toda la vida cristiana –; es don de Dios, obra del Espíritu Santo, y por nuestra parte es a-con-descender, hacer nuestro el movimiento de Dios, asumirlo, acogerlo. Así lo hizo la Virgen María, que no tenía nada de qué acusarse, pero se dejó involucrar plenamente en el abajamiento de Dios, en el despojarse del Hijo, en el descendimiento del Espíritu Santo. En este sentido la humildad podría llamarse una virtud teologal.

Nos ayuda, para abajarnos, ir al sacramento de la Reconciliación. Nos ayuda. Cada uno puede pensar: ¿cuándo fue la última vez que me confesé?

En passant, quisiera mencionar una cosa. Algunas veces he hablado de las habladurías. Es un mal que destruye la vida social, hace que se enferme el corazón de la gente y no lleva a nada. El pueblo lo dice muy bien: “Los chismes son inútiles”. Tengan cuidado con esto.

Bendecidos bendigamos

Queridos hermanos y hermanas, la Encarnación del Verbo nos demuestra que Dios no nos ha maldecido, sino que nos ha bendecido. De hecho, aún más, nos revela que en Dios no hay maldición, sino sólo y siempre bendición.

Vuelven a la mente ciertas expresiones de las Cartas de Santa Catalina de Siena, como por ejemplo esta: «Parece que Él no quiere recordar las ofensas que nosotros le hacemos; y no quiere dañarnos eternamente, sino siempre obrar misericordia» (Carta n. 15). ¡Y debemos hablar de la misericordia!

Pero aquí la referencia se dirige sobre todo a San Pablo, a la vertiginosa apertura del himno de la Carta a los Efesios:

«Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos, en Cristo» (1, 3).

He ahí el fundamento de nuestro decir-bien: somos bendecidos, y como tales podemos bendecir. Somos bendecidos y por tanto podemos bendecir.

Todos nosotros necesitamos estar inmersos en este misterio, de otro modo corremos el riesgo de hacernos áridos y entonces nos volvemos como esos canales sin agua, secos, que no llevan ni siquiera una gota de agua. Y el trabajo de oficina aquí en la curia es a menudo árido y a la larga, reseca, si uno no se recarga con experiencias pastorales, con momentos de encuentro, de relaciones de amistad, en la gratuidad. Con respecto a las experiencias pastorales, especialmente a los jóvenes les pido que tengan alguna experiencia pastoral: es muy importante. Y sobre todo por eso, necesitamos cada año hacer los Ejercicios espirituales: para sumergirnos en la gracia de Dios, sumergirnos totalmente. Dejarnos “remojar” por el Espíritu Santo, por el agua vivificante en la que cada uno de nosotros es deseado y amado “desde el principio”. Entonces sí, si nuestro corazón está inmerso en esta bendición original, entonces somos capaces de bendecir a todos, incluso a los que nos resultan antipáticos – es una realidad; bendecir incluso a los antipáticos –, incluso a quienes nos han tratado mal. Bendecir.

El modelo al que hay que mirar, como siempre, es nuestra Madre, la Virgen María. Ella es, por excelencia, la Bendecida. Así la saluda Isabel cuando la recibe en su casa: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42). Y así nos dirigimos a ella en el Ave María. En ella se realizó esa “bendición espiritual en Cristo”, ciertamente “en los cielos”, antes del tiempo, pero también en la tierra, la historia, cuando el tiempo se “llenó” con la presencia del Verbo encarnado (cf. Gal 4, 4). Él es la bendición. Es el fruto que bendicen el vientre; el hijo que bendice a la Madre: «hija de tu Hijo», escribe Dante, «humilde y alta más que criatura». Y así María, la Bendecida, trajo al mundo la Bendición que es Jesús. Hay un cuadro, que tengo en mi estudio, que es precisamente la synkatabasis. Está la Virgen con las manos como si fueran una pequeña escalera, y el Niño desciende por esa escalera. El Niño en una mano tiene la Ley y con la otra se agarra de su mamá para no caerse. Esa es la función de la Virgen: traer al Hijo. Y eso es lo que Ella hace en nuestros corazones.

Artesanos de bendición

Hermanas, hermanos, mirando a María, imagen y modelo de la Iglesia, somos conducidos a considerar la dimensión eclesial del bien-decir. Y en este contexto nuestro quisiera resumirla así: en la Iglesia, signo e instrumento de la bendición de Dios para la humanidad, todos estamos llamados a convertirnos en artesanos de bendición. No sólo quienes bendicen, artesanos de ello: enseñar, vivir como artesanos para bendecir.

Podemos imaginar a la iglesia como un gran río que se bifurca en miles de arroyos, torrentes, riachuelos – un poco como la cuenca amazónica –, para irrigar a todo el mundo con la bendición de Dios, que nace del Misterio Pascual de Cristo.

La Iglesia aparece así como complemento del designio que Dios reveló Abraham desde el primer momento en que lo llamó a salir de la tierra de sus padres. Le dijo: «Haré de ti una gran nación y te bendeciré, […] y en ti serán bendecidas todas las familias de la tierra» (Gen 12, 2-3). Este designio precede a toda la economía de la alianza de Dios con su pueblo, que es “elegido” no en sentido excluyente, sino por el contrario en el sentido que católicamente diríamos “sacramental”: es decir, haciendo llegar el don a todos a través de una singularidad ejemplar, o mejor, testimonial, martirial.

Así, en el misterio de la Encarnación, Dios ha bendecido a todo hombre y mujer que viene a este mundo, no con un decreto caído de lo alto de los cielos, sino mediante la carne, mediante la carne de Jesús, Cordero bendito nacido de María bendita (cf. S. Anselmo, Disc. 52).

Me gusta pensar en la Curia Romana como en una gran oficina en la que hay muchas tareas distintas, pero todos trabajan por el mismo objetivo: ben-decir, difundir en el mundo la bendición de Dios y de la Madre Iglesia.

En particular, pienso en el trabajo oculto de los “secretarios” – veo aquí algunos de ellos que son excelentes, gracias –, que en su oficina prepara una carta, para que a una persona enferma, a una madre, a un padre, a un encarcelado, a un anciano, a un niño le llegue la oración y la bendición del Papa. Gracias por eso, porque yo firmo estas cartas. ¿Y eso qué es? ¿No es ser artesanos de bendición? Los secretarios son artesanos de bendición. Me dicen que un Santo sacerdote que trabajaba hace años en la Secretaría de Estado había pegado al lado interno de la puerta de su oficina una hoja con este escrito: “Mi trabajo es humilde, humillado, humillante”. Una visión quizá demasiado negativa, pero tiene elementos buenos y de verdad. Diría que expresa el estilo típico del artesanado de la Curia, que hay que entender sin embargo en sentido positivo: la humildad como camino del bien-decir. El camino de Dios que en Jesús se abaja y viene a habitar nuestra condición humana, y así nos bendice. Y de eso puedo dar testimonio: en la última Encíclica, sobre el Sagrado Corazón, que mencionó el Cardenal Re, ¡cuántos trabajaron! ¡Cuántos! Los borradores iban, venían… Tantos, tantos, con pequeñas cosas.

Muy queridos todos, es hermoso pensar que, con el trabajo cotidiano, especialmente el más oculto, cada uno de nosotros puede contribuir a llevar al mundo la bendición de Dios. Pero en ello debemos ser coherentes: no podemos escribir bendiciones y después hablar mal del hermano o la hermana, arruina la bendición. Ese es entonces el deseo: que el Señor, nacido para nosotros en la humildad, nos ayude a ser siempre mujeres y hombres ben-dicientes.

¡Feliz Navidad a todos!

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