PIDAMOS PERDÓN CON VERGÜENZA A QUIENES HAN SIDO HERIDOS POR NUESTROS PECADOS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA VIGILIA PENITENCIAL PREVIA AL SÍNODO (01/10/2024)
Queridos hermanos y hermanas:
Como nos recuerda el Sirácides: «La oración del pobre atraviesa las nubes» (Sir 35, 17) y nosotros estamos aquí, mendicantes, mendicantes de la misericordia del Padre, pidiendo perdón. La Iglesia es siempre Iglesia de los pobres de espíritu y de los pecadores en busca de perdón y no sólo la Iglesia de los justos, de los santos. Más aún, la Iglesia de los justos y los santos que se reconocen pobres y pecadores.
Quise escribir la peticiones de perdón que han sido leídas por algunos Cardenales porque era necesario llamar por nombre y apellido nuestros principales pecados, y nosotros los escondemos o los decimos con palabras demasiado educadas. El pecado siempre es una herida en las relaciones: la relación con Dios y la relación con los hermanos y hermanas. Hermanas, hermanos: nadie se salva solo, pero es igualmente cierto que el pecado de uno provoca efectos sobre muchos. Como todo está conectado en el bien, también está conectado en el mal.
La Iglesia es, en su esencia, una Iglesia de fe, de anuncio, siempre relacional y sólo curando las relaciones enfermas podemos convertirnos en Iglesia sinodal. ¿Cómo podremos ser creíbles en la misión si no reconocemos nuestros errores y no nos inclinamos a curar las heridas que hemos provocado con nuestros pecados? Y la cura de las heridas comienza confesando el pecado que hemos cometido. La parábola del Evangelio de Lucas que hemos escuchado (cf. Lc 18, 10-14) nos presenta a dos hombres, un fariseo y un publicano, que van al Templo a orar. Uno está de pie, con la frente en alto. El otro se queda atrás, con la mirada hacia abajo. El fariseo llena la escena con su estatura que atrae las miradas, imponiéndose como modelo. De esta forma, presume hacer oración, pero en realidad, se está celebrando a sí mismo, enmascarando en su efímera seguridad sus fragilidades. ¿Qué espera de Dios? Espera un premio por sus méritos y de esta forma se priva de la sorpresa de la gratuidad de la salvación, fabricándose un Dios que no podría hacer otra cosa que suscribir un certificado de presunta perfección. Es un hombre cerrado a la sorpresa, cerrado a todas las sorpresas y totalmente encerrado en sí mismo. Cerrado a la gran sorpresa de la misericordia. Su “yo” no deja espacio para nada, para nadie, mucho menos para Dios. ¿Y cuántas veces en la Iglesia nos comportamos de esta forma? ¿Cuántas veces hemos ocupado todo el espacio, incluso nosotros, con nuestras palabras, nuestros juicios, nuestros títulos, con la condición de haber obtenido “méritos”? De esta manera se perpetua lo que había ocurrido cuando José y María y el Hijo de Dios en su vientre, tocaban a las puertas de la hospitalidad: Jesús nacerá en un pesebre porque, como nos dice el Evangelio «no había lugar para ellos en la posada» (cf. Lc 2, 7). Y nosotros hoy estamos todos como el publicano: tenemos o queremos tener la mirada hacia abajo y sentimos, o queremos sentir, vergüenza por nuestros pecados. Como él, nos quedamos atrás, liberando el espacio ocupado por la presunción, la hipocresía y el orgullo – y también digámoslo a nosotros Obispos, sacerdotes, consagrados, consagradas – liberando el espacio ocupado por la presunción, la hipocresía y el orgullo. No podremos invocar el nombre de Dios sin pedir perdón a los hermanos y a las hermanas, a la Tierra y a todas las criaturas.
Y comenzamos esta etapa del Sínodo. ¿Y cómo podremos ser Iglesia sinodal sin reconciliación? ¿Cómo podremos afirmar que queremos caminar juntos, sin recibir y entregar el perdón que restablece la comunión en Cristo? El perdón, pedido y entregado, genera una nueva concordia en la que las diferencias no se oponen y el lobo y el cordero logran vivir juntos. Valiente, el ejemplo de Isaías (cf. Is 65, 25).
Ante el mal y el sufrimiento inocente preguntamos: ¿dónde estás, Señor? Pero la pregunta debemos dirigirla a nosotros y preguntarnos sobre la responsabilidad que tenemos cuando no logramos detener el mal con el bien. No podemos pretender resolver los conflictos, alimentando violencia que se vuelve cada vez más brutal, redimirnos provocando dolor, salvarnos con la muerte del otro. ¿Cómo podemos buscar una felicidad pagada con el precio de la infelicidad de los hermanos y hermanas? Y esto es para todos. Para todos. Laicas, laicos, consagradas, consagrados… Para todos.
En la Vigilia del inicio de la Asamblea del Sínodo, la confesión es una ocasión para restablecer la confianza en la Iglesia, confianza herida por nuestros errores y pecados, y para comenzar a sanar las heridas que no dejan de sangrar, rompiendo las cadenas de la maldad. Lo decimos en la oración del Ad sumus con la que mañana introduciremos la celebración del Sínodo: “Somos oprimidos por la humanidad de nuestro pecado”. Somos oprimidos por la humanidad de nuestro pecado. Y este peso no quisiéramos que frene el camino del Reino de Dios en la historia.
Nosotros hemos hecho nuestra parte, incluso de los errores. Continuemos en la misión en lo que podamos, pero ahora nos dirigimos a ustedes, jóvenes que esperan de nosotros el paso de la estafeta, pidiéndoles perdón también a ustedes si no hemos sido testigos creíbles. Y hoy, en la memoria litúrgica de Santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones, pidamos su intercesión.
Oh, Padre.
Estamos aquí reunidos,
conscientes de que necesitamos tu mirada de amor.
Tenemos la manos vacías,
podemos recibir sólo lo que Tú puedas darnos.
Te pedimos perdón por todos nuestros pecados.
Ayúdanos a restaurar tu rostro
que hemos desfigurado con nuestra infidelidad.
Pedimos perdón, sintiendo vergüenza,
a quienes han sido heridos por nuestros pecados.
Danos el valor
de un sincero arrepentimiento para una conversión.
Lo pedimos invocando al Espíritu Santo
para que pueda llenar con su Gracia
los corazones que has creado
en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Todos pedimos perdón,
todos somos pecadores,
pero todos tenemos la esperanza
en tu amor, Señor. Amén.
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