CATEQUESIS DEL PAPA: LA FE NOS LIBERA DEL HORROR DE QUE TODO ACABA DESPUÉS DE LA MUERTE (16/10/2024)
«Creo en el Espíritu Santo» El Espíritu Santo en la fe de la Iglesia
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con la catequesis de hoy pasamos de lo que sobre el Espíritu Santo se nos ha revelado en la Sagrada Escritura a cómo Él está presente y actúa en la vida de la Iglesia, en nuestra vida cristiana.
En los tres primeros siglos, la Iglesia no sintió la necesidad de dar una formulación explícita de su fe en el Espíritu Santo. Por ejemplo, en el Credo más antiguo de la Iglesia, el llamado Símbolo apostólico, tras proclamar: “Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, que nació, murió, descendió a los infiernos, resucitó y subió a los cielos”, se añade: “[Creo] en el Espíritu Santo” y nada más, sin ninguna especificación.
Pero fue la herejía la que impulsó a la Iglesia a especificar esta fe suya. Cuando comenzó este proceso – con San Atanasio, en el siglo IV – fue precisamente la experiencia vivida por la Iglesia de la acción santificadora y divinizadora del Espíritu Santo la que la condujo a la certeza de la plena divinidad del Espíritu Santo. Esto ocurrió en el Concilio Ecuménico de Constantinopla, del año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo con las conocidas palabras que todavía hoy repetimos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre [y del Hijo], que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas».
Decir que el Espíritu Santo “es Señor” era como decir que comparte el “Señorío” de Dios, que pertenece al mundo del Creador, no al de las criaturas. La afirmación más fuerte es que a Él se le debe la misma gloria y adoración que al Padre y al Hijo. Es el argumento de la igualdad en el honor, muy importante para San Basilio el Grande, que fue el principal artífice de esa fórmula: el Espíritu Santo es Señor, es Dios.
La definición conciliar no fue un punto de llegada, sino de partida. Y, de hecho, superadas las razones históricas que habían impedido una afirmación más explícita de la divinidad del Espíritu Santo, ésta se proclamará tranquilamente en el culto de la Iglesia y en su teología. Ya San Gregorio Nacianceno, después de ese Concilio, afirmará sin más reparos: «¿Es entonces Dios el Espíritu Santo? Ciertamente. ¿Es consustancial? Sí, si es Dios verdadero» (Oratio 31, 5.10).
¿Qué nos dice a nosotros, creyentes de hoy, el artículo de fe que proclamamos cada domingo en la Misa?: “¿Creo en el Espíritu Santo?”. Sobre Él, en el pasado, se ocuparon principalmente de la afirmación de que el Espíritu Santo “procede del Padre”. La Iglesia latina muy pronto integró esta afirmación añadiendo, en el Credo de la Misa, que el Espíritu Santo procede “también del Hijo”. Ya que en latín la expresión “y del Hijo” se dice “Filioque”, de ahí nació la disputa conocida con este nombre, que fue la razón (o el pretexto) de muchas disputas y divisiones entre Iglesia de Oriente e Iglesia de Occidente. Ciertamente, no es el caso de tratar aquí dicha cuestión, que, por otra parte, en el clima de diálogo instaurado entre las dos Iglesias, ha perdido la aspereza del pasado y hoy permite esperar una plena aceptación recíproca, como una de las principales “diferencias reconciliadas”. Me gusta decir esto: «diferencias reconciliadas». Entre los cristianos hay muchas diferencias: este es de esta escuela, de la otra; este es protestante, aquel… Lo importante es que estas diferencias sean reconciliadas, en el amor de caminar juntos.
Superado este escollo, hoy podemos valorar la prerrogativa más importante para nosotros que se proclama en el artículo del Credo, es decir, que el Espíritu Santo es “vivificante”, es decir, da la vida. Nos preguntamos: ¿qué vida da el Espíritu Santo? Al principio, en la creación, el soplo de Dios da a Adán la vida natural; de una estatua de barro, lo convierte en “un ser viviente” (cf. Gen 2, 7). Ahora, en la nueva creación, el Espíritu Santo es Aquél que da a los creyentes la vida nueva, la vida de Cristo, vida sobrenatural, de hijos de Dios. Pablo puede exclamar: «La ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8, 2).
¿Dónde está, en todo esto, la noticia grande y consoladora para nosotros? Es que la vida que se nos da por el Espíritu Santo es vida eterna. La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí, que no hay ninguna redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan soberanas en la tierra. Nos lo asegura otra palabra del Apóstol: «Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos también dará la vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en ustedes» (Rom 8, 11). El Espíritu habita en nosotros, está dentro de nosotros.
Cultivemos esta fe también por aquellos que, a menudo sin culpa propia, se ven privados de ella y no logran darle un sentido a la vida. ¡Y no nos olvidemos de agradecer a Aquél que, con su muerte, nos obtuvo este don inestimable!
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