CATEQUESIS DEL PAPA: LA UNIDAD SE CONSIGUE CUANDO SE PONE A DIOS EN EL CENTRO Y NO A UNO MISMO (09/10/2024)
«Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo» El Espíritu Santo en los Hechos de los Apóstoles.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario de catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia, hoy nos referimos al Libro de los Hechos de los Apóstoles.
El relato del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés empieza con la descripción de algunos signos preparatorios – el viento impetuoso y las lenguas de fuego –, y encuentra su conclusión en la afirmación: «Y todos fueron colmados del Espíritu Santo» (Hch 2, 4). San Lucas – que escribió los Hechos de los Apóstoles – subraya que el Espíritu Santo es Aquel que asegura la universalidad y la unidad de la Iglesia. El efecto inmediato de ser “colmados del Espíritu Santo” fue que los Apóstoles «empezaron a hablar en otras lenguas» y salieron del Cenáculo para anunciar a Jesucristo a la multitud (cf. Hch 2, 4ss).
De este modo, Lucas quiso destacar la misión universal de la Iglesia, como signo de una nueva unidad entre todos los pueblos. De dos maneras vemos que el Espíritu trabaja por la unidad. Por un lado, empuja a la Iglesia hacia el exterior, para que pueda acoger a un número cada vez mayor de personas y pueblos; por otro, la reúne en su interior para consolidar la unidad alcanzada. Le enseña a extenderse en universalidad y a recogerse en unidad. Universal y una: este es el misterio de la Iglesia.
El primero de los dos movimientos – la universalidad – lo vemos en acción en el capítulo 10 de los Hechos, en el episodio de la conversión de Cornelio. El día de Pentecostés, los Apóstoles habían anunciado a Cristo a todos los judíos y a los observantes de la ley mosaica, cualquiera que fuera el pueblo al que pertenecieran. Fue necesario otro “Pentecostés”, muy similar al primero, el de la casa del centurión Cornelio, para inducir a los Apóstoles a ampliar el horizonte y hacer caer la última barrera, la que había entre judíos y paganos (cfr. Hch 10-11).
A esta expansión étnica se añade la geográfica. Pablo – se lee de nuevo en los Hechos de los Apóstoles (cfr. 16, 6-10) – quería anunciar el Evangelio en una nueva región de Asia Menor; pero, está escrito, «el Espíritu Santo se lo había impedido»; quería pasar a Bitinia «pero el Espíritu Santo no se lo permitió». Se descubre de inmediato la razón de estas sorprendentes prohibiciones del Espíritu: la noche siguiente, el Apóstol recibe en sueños la orden de ir a Macedonia. El Evangelio salía así de su nativa Asia y entraba en Europa.
El segundo movimiento del Espíritu Santo – el que crea la unidad – lo vemos en acción en el capítulo 15 de los Hechos, en el desarrollo del llamado Concilio de Jerusalén. El problema planteado es cómo conseguir que la universalidad alcanzada no comprometa la unidad de la Iglesia. El Espíritu Santo no siempre obra la unidad de manera repentina, con intervenciones milagrosas y resolutivas, como en Pentecostés. Lo hace también – en la mayoría de los casos – con un trabajo discreto, respetuoso de los tiempos y las diferencias humanas, pasando a través de las personas e instituciones, oración y discusión. De una forma, diríamos hoy, sinodal. Así ocurrió, de hecho, en el Concilio de Jerusalén, para la cuestión de las obligaciones de la ley mosaica que debían imponerse a los conversos del paganismo. Su solución fue anunciada a toda la Iglesia con las bien conocidas palabras: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros...» (Hch 15, 28).
San Agustín explica la unidad realizada por el Espíritu Santo con una imagen, que se ha vuelto clásica: «Lo que es el alma para el cuerpo humano, el Espíritu Santo es para el cuerpo de Cristo que es la Iglesia» [1]. La imagen nos ayuda a comprender algo importante. El Espíritu Santo no obra la unidad de la Iglesia desde el exterior; no se limita a ordenar que estemos unidos. Él mismo es el “vínculo de la unidad”. Es Él quien realiza la unidad en la Iglesia.
Como siempre, concluimos con un pensamiento que nos ayuda a pasar de la Iglesia en su conjunto a cada uno de nosotros. La unidad de la Iglesia es la unidad entre personas, y no se logra en un escritorio, sino en la vida. Se realiza en la vida. Todos queremos la unidad, todos la deseamos desde lo profundo del corazón; sin embargo, es tan difícil de conseguir que, incluso dentro del matrimonio y de la familia, la unidad y la concordia están entre las cosas más difíciles de alcanzar y más aún de mantener.
La razón – por la cual es difícil la unidad entre nosotros – es que cada uno quiere, sí, que se realice la unidad, pero en torno a su propio punto de vista, sin pensar que el otro que tiene enfrente piensa exactamente lo mismo sobre “su” punto de vista. Por este camino, la unidad no hace más que alejarse. La unidad de vida, la unidad de Pentecostés, según el Espíritu, se realiza cuando se hace el esfuerzo por poner en el centro a Dios, no a uno mismo. También la unidad de los cristianos se construye así: no esperando que los demás nos alcancen donde estamos, sino moviéndonos juntos hacia Cristo.
Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a ser instrumentos de unidad y de paz.
[1] Discursos, 267, 4
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