EL SÍNODO, UN EJERCICIO DE ARTE SINFÓNICO, TODOS JUNTOS: DISCURSO DE APERTURA DEL PAPA EN LA XVI ASAMBLEA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS (02/10/2024)
Queridos hermanos y hermanas:
Desde que la Iglesia de Dios fue “convocada en Sínodo”, en octubre de 2021, hemos recorrido juntos una parte del largo camino al que Dios padre llama desde siempre a su pueblo, enviándolo entre todos los pueblos a llevar el alegre anuncio de que Jesucristo es nuestra paz (Ef 2, 14) y confirmándolo en la misión con el Santo Espíritu.
Esta Asamblea, guiada por el Espíritu Santo, que “doblega lo que es rígido, calienta lo que es frío, dirige lo que está extraviado” (Secuencia de Pentecostés), deberá ofrecer su contribución para que se realice una Iglesia sinodal en misión, que sepa salir de sí misma y habitar en las periferias geográficas y existenciales cuidando de establecer vínculos con todos en Cristo nuestro Hermano y Señor.
Hay un texto de un autor espiritual del siglo IV [1] que podría resumir lo que ocurre cuando el Espíritu Santo es colocado en la condición de obrar a partir del Bautismo que engendra a todos en igual dignidad. Las experiencias que describen nos permiten reconocer lo que ha ocurrido en estos tres años y todo lo que aún podrá ocurrir.
La reflexión de este autor espiritual nos ayuda a comprender que el Espíritu Santo es guía seguro, y nuestra primera tarea es aprender a distinguir su voz, porque Él habla en todos y en todas las cosas y este proceso sinodal nos ha permitido experimentarlo.
El Espíritu Santo nos acompaña siempre. Es consuelo en la tristeza y en el llanto, sobre todo cuando – precisamente por el amor que alimentamos por la humanidad – ante las cosas que no van bien, ante las injusticias que prevalecen, ante la obstinación con la que nos oponemos a responder con el bien ante el mal, ante la dificultad por perdonar, ante la ausencia de valentía en la búsqueda de la paz, somos presas del desánimo, nos parece que ya no hay más que hacer y nos entregamos a la desesperación. Así como la esperanza es la virtud más humilde pero más fuerte, la desesperación es lo peor, más fuerte.
El Espíritu Santo enjuga las lágrimas y consuela porque comunica la esperanza de Dios. Dios no se cansa, porque Su amor no se cansa.
El Espíritu Santo penetra en esa parte de nosotros que a menudo es tan parecida a las salas de los tribunales, en donde colocamos a los imputados en el banquillo y formulamos nuestros juicios, generalmente de condena. Precisamente este autor, en su homilía, nos dice que el Espíritu Santo enciende en quienes lo reciben un fuego, «el fuego de tanta alegría y amor, que si fuera posible tomaría en sus corazones a todos, buenos y malos, sin distinción alguna». Esto porque Dios acoge a todos, siempre, no lo olvidemos: a todos, a todos, a todos y siempre, y a todos les ofrece nuevas posibilidades de vida, hasta el último momento. Es por eso por lo que nosotros debemos perdonar a todos y siempre, conscientes de que la disposición para perdonar nace de la experiencia de haber sido perdonados. Solo hay alguien que puede no perdonar: aquel que no ha sido perdonado.
Ayer, durante la vigilia penitencial, tuvimos esta experiencia. Pedimos perdón, reconocimos ser pecadores. Hicimos a un lado el orgullo, nos separamos de la presunción de sentirnos mejores que los demás. ¿Nos hemos vuelto más humildes?
También la humildad es don del Espíritu Santo: debemos pedirlo. La humildad, como dice la etimología de la palabra, nos restituye a la tierra, al humus, y nos recuerda el origen, donde sin el soplo del creador habríamos seguido siendo lodo sin vida. La humildad nos permite mirar al mundo reconociendo que no somos mejores que los demás. Como dice San Pablo: «No se hagan una idea demasiado alta de ustedes mismos» (Rom 12, 16). Y no se puede ser humildes sin amor. Los cristianos deberían ser como esas mujeres descritas por Dante Alighieri en un soneto, mujeres que sienten dolor en el corazón por la pérdida del padre de su amiga Beatriz: «Ustedes que llevan el semblante humilde, con la mirada baja, mostrando dolor» (Vida Nueva, XXII, 9). Esta es la humildad solidaria y compasiva, de quien se siente hermano o hermana de todos, padeciendo el mismo dolor y reconociendo en las heridas y llagas de todos, las heridas y llagas de nuestro Señor.
Los invito a meditar en oración sobre este hermoso texto espiritual y reconocer que la Iglesia – semper reformanda – no puede caminar y renovarse sin el Espíritu Santo y sus sorpresas; sin dejarse moldear por las manos del Dios creador, del Hijo, Jesucristo, y del Espíritu Santo, como nos enseña San Ireneo de Lyon (Contra las herejías, IV, 20, 1).
De hecho, desde que, en el principio, Dios formó de la tierra al hombre y la mujer; desde que Dios llamó a Abraham a ser bendición para todos los pueblos de la tierra y llamó a Moisés para conducir a través del desierto a un pueblo liberado de la esclavitud; desde que la Virgen María acogió la palabra que la hizo Madre del Hijo de Dios según la carne y madre de todo discípulo y toda discípula de su Hijo; desde que el Señor Jesús, crucificado y resucitado, infundió su Espíritu Santo en Pentecostés: desde entonces estamos en camino, como los que han sido “misericordiados”, hasta el pleno y definitivo cumplimiento del amor del Padre. Y no olvidemos esa palabra: somos misericordiados.
Conocemos la belleza y la fatiga del camino. Lo recorremos juntos, como pueblo que, también en este tiempo, es signo e instrumento de la íntima Unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (LG 1). Lo recorremos con y para cada hombre y cada mujer de buena voluntad, en cada uno de los cuales trabaja invisiblemente la gracia (GS 22). Lo recorremos convencidos de la esencia relacional de la Iglesia, vigilando para que las relaciones que nos son entregadas y son confiados a nuestra responsabilidad y a nuestra creatividad sean siempre manifestación de la gratuidad de la misericordia. Alguien que se dice cristiano que no entre en la gratuidad y la misericordia de Dios, simplemente es un ateo disfrazado de cristiano. La misericordia de Dios nos hace confiables y responsables.
Hermanas, hermanos, recorremos este camino sabiendo que somos llamados a reflejar la luz de nuestro sol, que es Cristo, como pálida luna que asume fiel y gozosamente la misión de ser para el mundo sacramento de esa luz, que no brilla por nosotros mismos.
La XVI Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, llegada ahora a la Segunda Sesión, está representando de manera original este “caminar juntos” del pueblo de Dios.
La inspiración captada por el Papa San Pablo VI, cuando en 1965 instituyó el Sínodo de los Obispos, se ha revelado como muy fecunda. En los sesenta años transcurridos desde entonces hemos aprendido a reconocer en el Sínodo de los Obispos un sujeto plural y sinfónico capaz de sostener el camino y la misión de la Iglesia católica, ayudando de manera eficaz al Obispo de Roma en su servicio a la comunión de todas las Iglesias y de la Iglesia toda.
San Pablo VI era muy consciente de que «este Sínodo, como toda institución humana, con el paso del tiempo podrá ser perfeccionado mayormente» (Apostolica Sollicitudo). La Constitución apostólica Episcopalis communio intentó atesorar la experiencia de las distintas Asambleas sinodales (ordinarias, extraordinarias, especiales), configurando de manera explícita la Asamblea sinodal como proceso y no sólo como evento.
El proceso sinodal es también un proceso de aprendizaje, en el curso del cual la iglesia aprende a conocerse mejor a sí misma y a identificar las formas de acción pastoral más adecuadas para la misión que su Señor le confía. Este proceso de aprendizaje involucra también las formas de ejercicio del ministerio de los pastores, en particular de los Obispos.
Cuando decidí convocar como miembros con pleno título de esta XVI Asamblea también a un número significativo de laicos y consagrados (hombres y mujeres), diáconos y presbíteros, desarrollando cuando ya estaba en parte previsto por las anteriores Asambleas, lo hice en coherencia con la comprensión del ejercicio del ministerio episcopal expresada por el Concilio Ecuménico Vaticano II: el Obispo, principio y fundamento visible de unidad de la Iglesia particular, no puede vivir su servicio sino es en el Pueblo de Dios, con el Pueblo de Dios, precediendo, estando en medio, y siguiendo a la parte del pueblo de Dios que le ha sido encomendada. Esta comprensión inclusiva del ministerio episcopal pide ser manifiesta y reconocible evitando dos peligros: el primero, la abstracción que olvida la concreción fértil de lugares y relaciones, y el valor de cada persona; el segundo peligro es el de romper la comunión contraponiendo a jerarquía y fieles laicos. Ciertamente no se trata de sustituir a una con nosotros, alentados por el grito: ¡ahora nos toca a nosotros! No, eso no funciona: “ahora nos toca a nosotros los laicos”, “ahora nos toca a nosotros los curas”, no, eso no funciona. Se nos pide en cambio ejercitarnos juntos en un arte sinfónico, en una composición que une a todos en el servicio a la misericordia de Dios, según los distintos ministerios y carismas que el Obispo tiene la tarea de reconocer y promover.
Caminar juntos, todos, todos, todos es un proceso en el que la Iglesia, dosil a la acción del Espíritu Santo, sensible en captar los signos de los tiempos (Gaudium et spes, 4), se renueva continuamente y perfecciona su sacramentalidad, para ser testigo creíble de la misión a la que está llamada, para reunir a todos los pueblos de la tierra en el único pueblo esperado al final, cuando Dios mismo nos hará sentar en el banquete preparado por Él (cf. Is 25, 6-10).
La composición de esta XVI Asamblea es, por tanto, más que un hecho contingente. Ella expresa una modalidad de ejercicio del ministerio episcopal coherente con la Tradición viva de las Iglesias y con las enseñanzas del Concilio Vaticano II: nunca el Obispo, como ningún otro cristiano, puede pensarse “sin el otro”. Así como nadie se salva por sí mismo, el anuncio de la salvación necesita de todos y que todos sean escuchados.
La presencia en la Asamblea del Sínodo de los Obispos de miembros que no son Obispos no hace disminuir la dimensión “episcopal” de la Asamblea. Y esto lo digo por alguna tempestad de comentarios que se han movido de una parte a otra. Menos aún pone algún límite o deroga la autoridad propia del Obispo particular y del Colegio Episcopal. Ello más bien señala la forma en que está llamado a asumir el ejercicio de la autoridad episcopal en una iglesia consciente de que es constitutivamente hecha de relaciones y por ello, sinodal. La relación con Cristo y entre todos en Cristo – los que ya están y los que aún no lo están pero que son esperados por el Padre – realiza la sustancia y moldea en todo tiempo la forma de la Iglesia.
Deben identificarse, en los tiempos adecuados, distintas formas de ejercicio “colegial” y “sinodal” del ministerio episcopal (en las Iglesias particulares, en las agrupaciones de Iglesias, en toda la Iglesia), siempre respetando el depósito de la fe y la Tradición viva, siempre respondiendo a lo que el Espíritu pide a las Iglesias en este tiempo particular y en los distintos contextos en los que ellas viven. Y no olvidemos que el Espíritu es la armonía. Pensemos en esa mañana de Pentecostés: era un desorden tremendo, pero Él creaba la armonía, en ese desorden. No olvidemos que Él es precisamente la armonía: no es una armonía sofisticada o intelectual; es todo, es una armonía existencial.
Es el Espíritu Santo el que hace que la iglesia sea perenemente fiel al mandato del señor Jesucristo y este perenemente a la escucha de su palabra. El Espíritu guía a los discípulos a la verdad completa (Jn 16, 13). Está guiándonos también a nosotros, reunidos en el Espíritu Santo en esta Asamblea, para dar una respuesta, después de tres años de camino, a la pregunta sobre cómo ser Iglesia sinodal misionera. Yo agregaría, misericordiosa.
Con el corazón lleno de esperanza y gratitud, consciente de las exigente tarea que se les ha confiado (y que se nos confía), deseo a todos que se abran con disponibilidad a la acción del Espíritu Santo, nuestro guía seguro, nuestro consuelo. Gracias.
[1] cf. Macario Alessandrino, Homilías 18, 7-11: PG 34, 639-642.
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