LA COMPUNCIÓN ES EL ANTÍDOTO CONTRA LA ESCLEROSIS DEL CORAZÓN: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA CRISMAL (28/03/2024)

Ante unos 4,000 fieles y 1,500 sacerdotes presentes, el Papa Francisco pronunció su homilía concentrándose en la curación del corazón de Pedro, la curación del Apóstol y la curación del Pastor, que son posibles cuando, “heridos y arrepentidos, nos dejamos perdonar por Jesús". Dirigiéndose especialmente a los sacerdotes, el Santo Padre dedicó su reflexión a un aspecto de la vida espiritual bastante descuidado, pero esencial, proponiendo una palabra quizás “pasada de moda”: la compunción. Transcribimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

«En la sinagoga, los ojos de todos estaban fijos en él» (Lc 4, 20). Impacta siempre este pasaje del Evangelio, que lleva a visualizar la escena: a imaginar ese momento de silencio en el que todas las miradas estaban concentradas en Jesús, en una mezcla de maravilla y desconfianza. Sabemos sin embargo cómo terminó: después de que Jesús desenmascaró las falsas expectativas de sus paisanos, estos «se llenaron de desdén» (Lc 4, 28), salieron y lo echaron fuera de la ciudad. Sus ojos habían estado fijos en Jesús, pero sus corazones no estaban dispuestos a cambiar a causa de su palabra. Así perdieron la oportunidad de sus vidas.

Pero en la tarde de hoy, Jueves Santo, ocurre un cruce de miradas alternativo. El protagonista es el primer Pastor de nuestra Iglesia, Pedro. Tampoco él, al principio, dio fe a la palabra “desenmascarante” que el Señor le había dirigido: «Tres veces me negarás» (Mc 14, 30). Así “perdió de vista” a Jesús y lo negó cuando cantó el gallo. Pero después, cuando «el Señor se dio vuelta y fijó su mirada» en él, este «recordó las palabras que el Señor le había dicho […] Y saliendo afuera, lloró amargamente» (cf. Lc 22, 61-62). Sus ojos se llenaron de lágrimas que, nacidas de un corazón herido, lo liberaron de convicciones y justificaciones falsas. Aquel llanto amargo le cambió la vida.

Las palabras y los gestos de Jesús durante tantos años no habían movido a Pedro de sus expectativas, similares a las de la gente de Nazaret: también él esperaba un Mesías político y poderoso, fuerte y resolutivo, y frente al escándalo de un Jesús débil, arrestado sin oponer resistencia, declaró: «No lo conozco» (Lc 22, 57). Y es verdad, no lo conocía: comenzó a conocerlo cuando, en la oscuridad de la negación, dio espacio a las lágrimas de la vergüenza, a las lágrimas del arrepentimiento. Y lo conocerá de verdad cuando, «entristecido de que por tercera vez le preguntara: “¿me quieres?”», se dejará atravesar plenamente por la mirada de Jesús. Entonces, del «no lo conozco» pasará a decir: «Señor, tú lo sabes todo» (Jn 21, 17).

Queridos hermanos sacerdotes, la curación del corazón de Pedro, la curación del Apóstol, la curación del Pastor, ocurren cuando, heridos y arrepentidos, nos dejamos perdonar por Jesús: pasan a través de las lágrimas, del llanto amargo, del dolor que permite redescubrir el amor. Por eso sentí la necesidad de compartir con ustedes, algunos pensamientos sobre un aspecto de la vida espiritual bastante descuidado, pero esencial; lo propongo de nuevo hoy con una palabra tal vez pasada de moda, pero que creo que nos haga bien redescubrir: la compunción.

La palabra evoca el punzar: la compunción es “una punción en el corazón”, un pinchazo que lo hiere, haciendo brotar las lágrimas del arrepentimiento. Un episodio, que se refiere también a San Pedro, nos ayuda. Él, traspasado por la mirada y las palabras de Jesús resucitado, el día de Pentecostés, purificado y lleno del fuego del Espíritu, proclamó a los habitantes de Jerusalén: «Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús al que ustedes crucificaron» (Hch 2, 36). Los que escuchaban advirtieron a la vez el mal que habían hecho y la salvación que el Señor derramaba sobre ellos, y «al oír estas cosas —dice el texto—, sintieron que se les atravesaba el corazón» (Hch 2, 37).

Esta es la compunción: no es un sentimiento de culpa que nos tira al piso, no es un escrúpulo que paraliza, sino que es un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro. Quien se quita la máscara y se mirar por Dios en el corazón recibe el don de estas lágrimas, las aguas más santas después de las del Bautismo [1]. Queridos hermanos sacerdotes, hoy les deseo esto.

Pero es necesario comprender bien qué significa llorar por nosotros mismos. No se trata de sentir lástima de uno mismo, como frecuentemente estamos tentados a hacer. Esto sucede, por ejemplo, cuando estamos desilusionados o preocupados por nuestras expectativas fueron en vano, por la falta de comprensión por parte de los demás, tal vez hermanos de comunidad o superiores. O también cuando, por un extraño y malsano gusto de nuestro espíritu, nos gusta revivir en los agravios recibidos para autocompadecernos, pensando que no hemos recibido lo que merecíamos e imaginando que el futuro no podrá reservarnos otra cosa que continuas sorpresas negativas. Esta —nos enseña San Pablo— es la tristeza según el mundo, opuesta a la tristeza según Dios [2].

Llorar por nosotros mismos, en cambio, es arrepentirse seriamente de haber entristecido a Dios con el pecado; es reconocer estar siempre en deuda y nunca con crédito; es admitir haber perdido el camino de la santidad, no habiendo tenido fe en el amor de Aquel que dio su vida por mí [3]. Es mirarme dentro y dolerme por mi ingratitud y mi inconstancia; es meditar con tristeza mis dobleces y falsedades; es bajar a los recovecos de mi hipocresía, la hipocresía clerical, queridos hermanos, aquella hipocresía en la que nos resbalamos tanto, tanto… Tengan cuidado con la hipocresía clerical. Para después, levantar la mirada hacia el Crucificado y dejarme conmover por su amor que siempre perdona y levanta, que nunca defrauda las expectativas de quien confía en Él. Así las lágrimas siguen derramándose y purifican el corazón.

La compunción, en efecto, requiere esfuerzo, pero restituye la paz; no provoca angustia, sino que aligera el alma de las cargas, porque actúa en la herida del pecado, disponiéndonos a recibir precisamente allí la caricia del Señor que trasforma el corazón cuando está «contrito y humillado» (Sal 51, 19), suavizado por las lágrimas. La compunción es entonces el antídoto contra la esclerosis del corazón, esa dureza del corazón tan denunciada por Jesús (cf. Mc 3, 5; 10, 5). El corazón, de hecho, sin arrepentimiento ni llanto, se vuelve rígido: primero se vuelve rutinario, después es intolerante con los problemas e indiferente con las personas, luego es frío y casi impasible, como envuelto en una coraza inquebrantable, y finalmente se vuelve un corazón de piedra. Pero, como una gota excava la piedra, así las lágrimas lentamente excavan los corazones endurecidos. Se asiste así al milagro de la tristeza, de la buena tristeza que conduce a la dulzura.

Comprendemos entonces por qué los maestros espirituales insisten sobre la compunción. San Benito invitaba cada día a «confesar a Dios con lágrimas y gemidos las culpas pasadas» [4], y afirmaba que al orar «no seremos escuchados por nuestras palabras, sino por la pureza del corazón y la compunción que hace surgir las lágrimas» [5]. Y si para San Juan Crisóstomo una sola lágrima apaga un brasero de culpas [6], la Imitación de Cristo recomienda: «Abandónate a la compunción del corazón», en cuanto que «por ligereza del corazón y descuido de nuestros defectos a menudo no nos damos cuenta de los males de nuestra alma» [7]. La compunción es el remedio, porque nos muestra la verdad de nosotros mismos, de modo que la profundidad de nuestro ser pecadores revele la realidad infinitamente más grande de nuestro ser perdonados, la alegría de ser perdonado. No asombra por tanto la afirmación de Isaac de Nínive: «El que olvida la medida de sus propios pecados, olvida la medida de la gracia de Dios hacia él» [8].

Es verdad, queridos hermanos y hermanas, cada uno de nuestros renacimientos interiores brota siempre del encuentro entre nuestra miseria y su misericordia — se encuentran nuestra miseria y su misericordia —, cada renacimiento interior pasa a través de nuestra pobreza de espíritu, que permite que el Espíritu Santo nos enriquezca. Se comprenden bajo esta luz las fuertes afirmaciones de tantos maestros espirituales. Pensemos en aquéllas, paradójicas, una vez más de San Isaac: «Aquel que conoce sus pecados […] es más grande que aquel que con la oración resucita a los muertos. Aquel que llora una hora por sí mismo es más grande que quien sirve al mundo entero con la contemplación […]. Aquel al que se le ha dado conocerse a sí mismo es más grande que aquel a quien le es dado ver a los ángeles» [9].

Hermanos, volvamos a nosotros, sacerdotes, y preguntémonos qué tanto la compunción y las lágrimas están presentes en nuestro examen de conciencia y en nuestra oración. Preguntémonos si, con el pasar de los años, las lágrimas aumentan. Bajo este aspecto es bueno que ocurra lo contrario a lo que sucede en la vida biológica, en la que cuando se crece, se llora menos que cuando se es niño. En la vida espiritual, en cambio, en la que cuenta hacerse como niños (cf. Mt 18, 3), quien no llora retrocede, envejece por dentro, mientras que quien alcanza una oración más sencilla e íntima, hecha de adoración y conmoción ante Dios, ese madura. Se une menos a sí mismo y más a Cristo, y se hace pobre de espíritu. De ese modo se siente más cercano a los pobres, los predilectos de Dios, que antes —como escribe San Francisco en su testamento—, mantenía lejanos ya que estaba en mis pecados, pero cuya compañía, después, de amarga se convirtió en dulce [10]. Y así quien se compunge en el corazón se siente cada vez más hermano de todos los pecadores del mundo, se siente más hermano, sin apariencia de superioridad o aspereza de juicio, sino siempre con el deseo de amar y reparar.

Y esta, queridos hermanos, es otra característica de la compunción, la solidaridad. Un corazón dócil, liberado por el espíritu de las Bienaventuranzas, se vuelve naturalmente inclinado a hacer compunción por los demás: en vez de enfadarse o escandalizarse por el mal que cometen los hermanos, llora por sus pecados. No se escandaliza. Ocurre una especie de vuelco, donde la tendencia natural a ser indulgentes consigo mismos e inflexibles con los demás se invierte y, por gracia de Dios, uno se vuelve severo consigo mismo y misericordioso con los demás. Y el Señor busca, especialmente entre los consagrados a Él, a quienes lloren los pecados de la Iglesia y del mundo, haciéndose instrumento de intercesión por todos. ¡Cuántos testigos heroicos en la Iglesia nos indican este camino! Pensemos en los monjes del desierto, en Oriente y en Occidente; en la intercesión continua, hecha de gemidos y lágrimas, de San Gregorio de Narek; en la ofrenda franciscana por el Amor no amado; en sacerdotes, como el Cura de Ars, que vivían de penitencia por la salvación de los demás. Queridos hermanos, esto no es poesía, ¡esto es sacerdocio!

Queridos hermanos, a nosotros, sus Pastores, el Señor no nos pide juicios despectivos sobre los que no creen, sino amor y lágrimas por los que están alejados. Las situaciones difíciles que vemos y vivimos, la falta de fe, los sufrimientos que tocamos, en contacto con un corazón compungido, no suscitan la determinación en la polémica, sino la perseverancia en la misericordia. Cuánto necesitamos liberarnos de durezas y recriminaciones, de egoísmos y ambiciones, de rigorismos e insatisfacciones, para encomendarnos y encomendar a Dios, encontrando en Él una paz que salva de cualquier tempestad. Adoremos, intercedamos y lloremos por los demás: permitiremos al Señor que realice maravillas. Y no tengamos miedo: ¡Él nos sorprenderá!

Nuestro ministerio se beneficiará de ello. Hoy, en una sociedad secular, corremos el riesgo de ser muy activos y al mismo tiempo de sentirnos impotentes, con el resultado de perder el entusiasmo y de ser tentados a “tirar los remos en la barca”, de encerrarnos en la queja y hacer prevalecer la grandeza de los problemas sobre la grandeza de Dios. Si esto sucede, nos volvemos amargos y sarcásticos, siempre chismorreando, siempre encontrando una ocasión para quejarse. Pero si, en cambio, la amargura y la compunción, en vez de dirigirse hacia el mundo, se dirigen hacia el propio corazón, el Señor no deja de visitarnos y de alzarnos de nuevo. Como exhorta a hacer la Imitación de Cristo: «No lleves a tu interior cosas de los demás, ni te entrometas en lo que hacen las personas más a la vista; más bien vigila siempre y en primer lugar sobre ti mismo, y dirige tu amonestación particularmente a ti mismo, antes que a otras personas, incluso queridas. No te entristezcas si no recibes el favor de los hombres, por eso, lo que debe pesarte, entristecerte, en cambio, es la constatación de no estar del todo y seguramente en el camino del bien» [11].

Por último, quisiera subrayar un aspecto esencial: la compunción no es tanto un fruto de nuestro ejercicio, sino que es una gracia y como tal ha de pedirse en la oración. El arrepentimiento es don de Dios, es fruto de la acción del Espíritu Santo. Para facilitar su crecimiento, comparto dos pequeños consejos. El primero es el de no mirar la vida y la llamada en una perspectiva de eficiencia y de inmediatez, ligada sólo al hoy y a sus urgencias y expectativas, sino en el conjunto del pasado y del futuro. Del pasado, recordando la fidelidad de Dios — Dios es fiel —, haciendo memoria de su perdón, anclándonos en su amor; y del futuro, pensando en la meta eterna a la que estamos llamados, en el fin último de nuestra existencia. Ampliar los horizontes, queridos hermanos, ampliar los horizontes ayuda a ensanchar el corazón, estimula a entrar de nuevo en uno mismo con el Señor y a vivir la compunción. Un segundo consejo, que viene como consecuencia: redescubramos la necesidad de dedicarnos a una oración que no sea de compromiso y funcional, sino gratuita, serena y prolongada. Hermano, ¿cómo está tu oración? Volvamos a la adoración – ¿te has olvidado de adorar? – y volvamos a la oración del corazón. Repitamos: Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador. Sintamos la grandeza de Dios en nuestra bajeza de pecadores, para mirarnos por dentro y dejarnos atravesar por su mirada. Redescubriremos la sabiduría de la Santa Madre Iglesia, que nos introduce a la oración siempre con la invocación del pobre que grita: Oh Dios, ven a salvarme.

Queridos hermanos, volvamos finalmente a San Pedro y a sus lágrimas. El altar puesto sobre su tumba nos puede más que hacernos pensar en cuántas veces nosotros, que allí decimos cada día: «Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes», cuántas veces decepcionamos y entristecemos a Aquel que nos ama hasta el punto de hacer de nuestras manos los instrumentos de su presencia. Está bien, por tanto, hacer nuestras aquellas palabras con las que nos preparamos en voz baja: «Humildes y arrepentidos, acógenos, oh Señor», y también: «Lava del todo mi delito, Señor, y limpia mi pecado» (cf. Sal 50). En todo, hermanos, nos consuela la certeza entregada hoy por la Palabra: el Señor, consagrado con la unción (cf. Lc 4,18), ha venido «a vendar las llagas de los corazones destrozados» (Is 61, 1). Por tanto, si el corazón se rompe podrá ser vendado y curado por Jesús. Gracias, queridos sacerdotes, gracias por su corazón abierto y dócil; gracias por sus fatigas y gracias por sus llantos; gracias porque llevan la maravilla de la misericordia – perdonen siempre, sean misericordiosos – y lleven esta misericordia, lleven a Dios a los hermanos y a las hermanas de nuestro tiempo. Queridos sacerdotes, que el Señor los consuele, los confirme y los recompense. Gracias.


[1] «La Iglesia tiene el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo, las lágrimas de la Penitencia» (S. Ambrosio, Epistula extra collectionem, I, 12).

[2] «La tristeza según Dios produce un arrepentimiento irrevocable que lleva a la salvación, mientras que la tristeza del mundo produce la muerte» (2 Cor 7, 10).

[3] cf. S. Juan Crisóstomo, De compunctione, I, 10.

[4] Regla, IV, 57.

[5] ibid., XX, 3.

[6] cf. De paenitentia, VII, 5.

[7] Cap. XXI, 2.

[8] Discursos ascéticos (III Colección), XII.

[9] Discursos ascéticos (I Colección), XXXIV (versión griega).

[10] cf. FF, 110.

[11] Cap. XXI.

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