CATEQUESIS DEL PAPA: LA SOBERBIA, UN VICIO QUE ENVENENA EL SENTIMIENTO DE FRATERNIDAD (06/03/2024)

La catequesis de la Audiencia General de este 6 de marzo en la Plaza de San Pedro estuvo dedicada a la soberbia, el último del recorrido sobre los vicios y las virtudes iniciado el pasado 27 de diciembre. La leyó Mons. Pierluigi Giroli, padre rosminiano de la Secretaría de Estado ya que, comentó el Papa, “todavía estoy resfriado y no puedo leer bien”. Compartimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

La soberbia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro recorrido de catequesis sobre los vicios y las virtudes, hoy llegamos al último de los vicios: la soberbia. Los antiguos griegos la definían con un vocablo que podría traducirse como “excesivo esplendor”. En efecto, la soberbia es autoexaltación, presunción, vanidad. El término aparece también en esa serie de vicios que Jesús enumera para explicar que el mal proviene siempre del corazón del hombre (cf. Mc 7, 22). El soberbio es alguien que piensa ser mucho más de lo que es en realidad; alguien que tiembla por ser reconocido más grande que los demás, siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos y desprecia a los demás considerándolos inferiores.

A partir de esta primera descripción, vemos cómo el vicio de la soberbia está muy cerca del de la vanagloria, que ya presentamos la última vez. Pero si la vanagloria es una enfermedad del yo humano, ésta es todavía una enfermedad infantil si se compara con los estragos de los que es capaz la soberbia. Analizando las locuras del hombre, los monjes de la antigüedad reconocían un cierto orden en la secuencia de los males: se comienza por los pecados más groseros, como puede ser la gula, para llegar a los monstruos más inquietantes. De todos los vicios, la soberbia es la gran reina. No por casualidad, en la Divina Comedia, Dante la sitúa precisamente en el primer círculo del purgatorio: quien cede a este vicio está lejos de Dios, y la enmienda de este mal requiere tiempo y esfuerzo, más que cualquier otra batalla a la que esté llamado el cristiano.

En realidad, en este mal se esconde el pecado radical, la absurda pretensión de ser como Dios. El pecado de nuestros padres, relatado en el libro del Génesis, es en todos los efectos un pecado de soberbia. El tentador les dice: «Cuando ustedes coman de él, se les abrirán los ojos; entonces y serán como Dios» (Gen 3, 5). Los escritores de espiritualidad están más atentos a describir las consecuencias de la soberbia en la vida de todos los días, a ilustrar cómo ésta arruina las relaciones humanas, a hacer evidente cómo este mal envenena ese sentimiento de fraternidad que debería, en cambio, unir a los hombres.

He aquí, entonces, la larga lista de síntomas que revelan que una persona ha cedido al vicio de la soberbia. Es un mal con un evidente aspecto físico: el hombre orgulloso es altivo, tiene una “dura cerviz”, es decir, tiene un cuello rígido, que no se dobla. Es un hombre fácil al juicio despreciativo: por una nada emite sentencias irrevocables sobre los demás, que le parecen irremediablemente ineptos e incapaces. En su arrogancia, se olvida que Jesús en los Evangelios nos dio poquísimos preceptos morales, pero en uno de ellos se mostró intransigente: nunca juzgar. Te das cuenta de que estás tratando con un orgullosa cuando, haciéndole una pequeña crítica constructiva, o una observación totalmente inofensivo, reacciona de forma exagerada, como si alguien hubiera ofendido su majestad: monta en cólera, grita, interrumpe las relaciones con los demás de forma resentida.

Hay poco que hacer con una persona enferma de soberbia. Es imposible hablar, mucho menos corregirla, porque en el fondo ya no está presente en sí misma. Con ella sólo hay que tener paciencia, porque un día su edificio se derrumbará. Un proverbio italiano dice: “La soberbia va a caballo y vuelve a pie”. En los Evangelios, Jesús trata con mucha gente soberbia, y a menudo fue a desenterrar este vicio incluso en personas que lo ocultaban muy bien. Pedro alardea su fidelidad a toda prueba: “¡Aunque todos te abandonaran, yo no!” (cf. Mt 26, 33). Pronto experimentará, en cambio, que es como los demás, también él temeroso ante la muerte que no imaginaba que pudiera estar tan cerca. Y así, el segundo Pedro, el que ya no levanta el mentón, sino que llora lágrimas saladas, será medicado por Jesús y será finalmente apto para soportar el peso de la Iglesia. Antes ostentaba una presunción que era mejor no alardear; ahora, en cambio, es un discípulo fiel al que, como dice una parábola, el amo puede poner “a cargo de todos sus bienes” (Lc 12, 44).

La salvación pasa por la humildad, verdadero remedio para todo acto de soberbia. En el Magnificat, María canta a Dios que, con su poder, dispersa a los soberbios en los pensamientos enfermos de su corazón. Es inútil robarle algo a Dios, como esperan hacer los soberbios, porque al final de cuentas Él quiere regalarnos todo. Por eso el Apóstol Santiago, a su comunidad herida por luchas intestinas originadas en el orgullo, escribe así: «Dios resiste a los soberbios, a los humildes, en cambio, les da su gracia» (Sant 4, 6).

Por tanto, queridos hermanos y hermanas, aprovechemos esta Cuaresma para luchar contra nuestra soberbia.

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