CATEQUESIS DEL PAPA: LAS VIRTUDES, REFLEJO DE DIOS EN UN MUNDO QUE DISTORSIONA SU IMAGEN (13/03/2024)

La catequesis de este 13 de marzo se trató de una reflexión introductoria sobre las virtudes, tras ocho catequesis dedicadas a los vicios, que desarrolló el Papa Francisco en la Audiencia General celebrada en la Plaza de San Pedro. Todavía resfriado, el Pontífice confió la lectura a un colaborador de la Secretaría de Estado, el padre Pierluigi Giroli. En el texto, el Papa invitó a “volver la mirada” a lo que se opone a “la experiencia del mal” y explicó que, si “el corazón humano puede complacer las malas pasiones” y hacer caso a las tentaciones, “también puede oponerse a todo esto”, porque “el ser humano está hecho para el bien”, por lo que puede realizarlo y “ejercitarse en este arte”. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

El actuar virtuoso

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Después de haber concluido nuestra visión general sobre los vicios, ha llegado el momento de dirigir la mirada a la imagen simétrica, que se opone a la experiencia del mal.  El corazón del hombre puede complacerse en malas pasiones, puede prestar atención a tentaciones nocivas disfrazadas con vestidos seductores, pero también puede oponerse a todo esto. Por complicado que esto pueda resultar, el ser humano está hecho para el bien, que le realiza verdaderamente, y puede también ejercitarse en este arte, haciendo que algunas disposiciones se hagan permanentes en él o en ella. La reflexión en torno a esta maravillosa posibilidad nuestra constituye un capítulo clásico de la filosofía moral: el capítulo de las virtudes.

Los filósofos romanos la llamaban virtus, los griegos aretè. El término latino pone en evidencia sobre todo que la persona virtuosa es fuerte, valiente, capaz de disciplina y ascesis; por tanto, el ejercicio de las virtudes es fruto de una larga germinación que requiere esfuerzo e incluso sufrimiento. La palabra griega aretè, indica en cambio algo que sobresale, algo que emerge, que suscita admiración. La persona virtuosa es, por tanto, la que no se desnaturaliza deformándose, sino que es fiel a su vocación, se realiza plenamente a sí misma.

Nos equivocaríamos si pensáramos que los santos son excepciones de la humanidad: una suerte de estrecho círculo de campeones que viven más allá de los límites de nuestra especie. Los santos, en esta perspectiva que apenas introdujimos acerca de las virtudes, son, en cambio, aquellos que llegan a ser plenamente ellos mismos, que realizan la vocación propia de todo ser humano. ¡Qué feliz sería un mundo en que la justicia, el respeto, la benevolencia recíproca, la amplitud de ánimo, la esperanza fueran la normalidad compartida, y no en cambio, una rara anomalía! Es por eso que el capítulo del actuar virtuoso, en estos nuestros tiempos dramáticos, en los que a menudo nos enfrentamos con lo peor de lo humano, debería ser redescubierto y practicado por todos. En un mundo deformado, debemos hacer memoria de la forma en la que hemos sido moldeados, de la imagen de Dios que en nosotros está impresa para siempre.

Pero ¿cómo podemos definir el concepto de virtud? El Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece una definición precisa y concisa: «La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien» (n. 1803). No es, por tanto, un bien improvisado y un poco casual, que llueve del cielo de forma episódica. La historia nos dice que incluso los criminales, en un momento de lucidez, han realizado buenas acciones; ciertamente estas acciones están escritas en el “libro de Dios”, pero la virtud es otra cosa. Es un bien que nace de una lenta maduración de la persona, hasta convertirse en una característica interior suya. La virtud es un habitus de la libertad. Si somos libres en cada acto, y cada vez estamos llamados a elegir entre bien y mal, la virtud es lo que nos permite tener una costumbre hacia la elección correcta.

Si la virtud es un don tan hermoso, inmediatamente nace una pregunta: ¿cómo es posible adquirirla? La respuesta a esta pregunta no es sencilla, es compleja.

Para el cristiano, la primera ayuda es la gracia de Dios. De hecho, en nosotros los bautizados, actúa el Espíritu Santo, que trabaja en nuestra alma para conducirla a una vida virtuosa. ¡Cuántos cristianos han llegado a la santidad a través de las lágrimas, al constatar que no podían superar ciertas debilidades suyas! Pero han experimentado que Dios ha completado esa obra buena que para ellos era sólo un esbozo. Siempre la gracia precede a nuestro esfuerzo moral.

Además, nunca debemos olvidar la riquísima lección que nos ha llegado de la sabiduría de los antiguos, que nos dice que la virtud crece y puede ser cultivada. Y para que esto ocurra, el primer don del Espíritu que hay que pedir es precisamente la sabiduría. El ser humano no es territorio libre para la conquista de placeres, de emociones, de instintos, de pasiones, sin que pueda hacer nada contra esas fuerzas, a veces caóticas, que lo habitan. Un don inestimable que poseemos es la apertura mental, es la sabiduría que sabe aprender de los errores para dirigir bien la vida. Luego se necesita la buena voluntad: la capacidad de elegir el bien, de moldearnos a nosotros mismos con el ejercicio ascético, rehuyendo los excesos.

Queridos hermanos y hermanas, comencemos así nuestro viaje a través de las virtudes, en este universo sereno que se presenta exigente, pero decisivo para nuestra felicidad.

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