EL ESPÍRITU DEL MUNDO COMO UN VIRUS, CAMBIA MODELOS DE FUNCIONAMIENTO: SEGUNDO SERMÓN DE CUARESMA DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA (01/03/2024)

Los debates sobre fe y razón, más precisamente “sobre la razón y la revelación”, se ven afectados por “una asimetría radical”: “el creyente comparte la razón con el ateo; el ateo no comparte la fe en la revelación con el creyente”. Así lo subrayó el Card. Raniero Cantalamessa, ofmcap, Predicador de la Casa Pontificia, durante el segundo sermón de Cuaresma, celebrado en el Aula Pablo VI la mañana de este 1º de marzo. Profundizando en el tema de la reflexión, tomada del Evangelio de Juan – “Yo soy la luz del mundo” – Cantalamessa observó que “el debate más convincente sobre el tema ‘fe y razón’ es el que se produce dentro de una misma persona, entre su fe y su razón”. Reproducimos a continuación, el texto completo de su predicación, traducido del italiano:

YO SOY LA LUZ DEL MUNDO
Segunda Predicación de Cuaresma 2024

En estas predicaciones de Cuaresma nos hemos propuesto meditar sobre los grandes “Yo Soy” (Ego eimi) pronunciados por Jesús en el Evangelio de Juan. Sin embargo hay una pregunta que se plantea, a propósito de ellos: ¿fueron realmente pronunciados por Jesús, o se deben a la reflexión posterior del Evangelista, como muchas partes del Cuarto Evangelio? La respuesta que hoy prácticamente todos los exégetas darían a esta pregunta es la segunda. Yo estoy convencido, sin embargo, que tales afirmaciones son “de Jesús” y trato de explicar por qué.

Existe una verdad histórica y una verdad que podemos llamar real u ontológica. Tomemos uno de estos “Yo Soy” de Jesús, por ejemplo el que dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Si por algún improbable nuevo descubrimiento se llegara a conocer que la frase fue, De hecho e históricamente, pronunciada por el Jesús terrenal, no es esto lo que la haría “verdadera”. ¡Se puede siempre pensar, que quien la pronuncia sea un iluso y se engañe! (¡Muchos han creído ser la luz del mundo antes y después de él!). Lo que la hace “verdadera” es el hecho de que – en la realidad y más allá de toda contingencia histórica – él es el camino, la verdad y la vida.

En este sentido más profundo e importante, todas y cada una de las afirmaciones que Jesús hace en el Evangelio de Juan son “verdaderas”, incluso aquella en la que dice: “antes de que Abraham existiera, yo existo” (Jn 8, 58). La definición clásica de verdad es “correspondencia entre la cosa y la idea que se tiene de ella” (adaequatio rei et intellectus); La verdad revelada es correspondencia entre la realidad y la palabra inspirada que la proclama. Las grandes palabras que meditaremos son entonces de Jesús: no del Jesús histórico, signo del Jesús qué – como había prometido a los discípulos Jjn 16, 12-15) – nos habla con la autoridad del resucitado, mediante su Espíritu.

* * *

De la sinagoga de Cafarnaúm en Galilea, pasamos hoy al templo de Jerusalén, en Judea, a donde Jesús se ha dirigido en ocasión de la fiesta de las Tiendas. Aquí se desarrolla el debate con “los judíos”, en el que se inserta la autoproclamación de Jesús que, en esta meditación, queremos recoger:

Yo soy la luz del mundo.
El que me sigue, no caminará en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12)
.

Esta palabra es tan conmovedora y tan hermosa que los cristianos, de inmediato, la eligieron como una de las designaciones preferidas de Cristo. En muchas basílicas antiguas – como en la Catedral de Cefalù y de Monreale en Sicilia – en el mosaico del ábside, Jesús es representado como el Pantocrátor, o Señor del universo. Tiene un libro abierto frente a él y muestra la página donde están escritas, en griego y en latín, precisamente esas palabras: “Egô eimi to phôs tou cosmou – Ego sum lux mundi”: “Yo soy la luz del mundo”.

Jesús luz del mundo: para nosotros, hoy, esto se ha convertido en una verdad creída y proclamada, pero hubo un tiempo en el que no era solamente eso; era una experiencia vivida, como nos sucede a veces a nosotros cuando, después de un apagón vuelve de improviso la luz, o cuando, por la mañana, abriendo la ventana, nos inundamos de la luz del día. La Primera Carta de Pedro habla de ello como de ser “transferidos de las tinieblas a la luz admirable” (1 Pe 2, 9; Col 1, 12ss.). Evocando nuevamente el momento de su conversión y de su bautismo, Tertuliano lo describe con la imagen del niño que sale del útero oscuro de la madre y se asusta con el contacto con el aire y la luz. “Saliendo – escribe – del vientre común de una misma ignorancia, nos estremecimos ante la luz de la verdad”: “ad lucem expavescentes véritatis”. [1]

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Nos planteamos de inmediato la pregunta: ¿qué significa para nosotros, aquí y ahora, esa palabra de Jesús: “Yo soy la luz del mundo”? La expresión “luz del mundo” tiene dos significados fundamentales. El primer significado es que Jesús es la luz del mundo en cuanto a qué la suya es la suprema y definitiva revelación de Dios a la humanidad. Lo afirma de la manera más clara y en tono solemne el inicio de la Carta a los Hebreos:

Dios, que muchas veces y en distintas formas en los tiempos antiguos había hablado a nuestros padres por medio de los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado por medio del Hijo, a quien estableció heredero de todas las cosas y mediante el cual también hizo el mundo (Hb 1, 1-2).

¡La novedad consiste en el hecho único e irrepetible de que el revelador es el mismo la revelación! “Yo soy la luz”, no yo traigo la luz al mundo. Los profetas hablaban en tercera persona: “¡Así dice el Señor!”, Jesús habla en primera persona: “¡Yo les digo!”. En 1964 Marshall McLuhan lanzó el famoso slogan: “El medio es el mensaje”: “The medium is the message”, queriendo con ello dar a entender que el medio con el que se difunde un mensaje condiciona al mensaje mismo. Esta afirmación se aplica de manera única y trascendente a Cristo. En él, el medio de transmisión es realmente el mensaje; ¡el mensajero es el mensaje!

Este, decía, es el primer significado de la expresión “luz del mundo”. El segundo significado es que Jesús es la luz del mundo por el hecho de que ilumina al mundo, es decir revela el mundo a sí mismo; hace ver cada cosa en su justa luz, por lo que es anterior. Reflexionemos en cada uno de estos dos significados, iniciando por el primero, es decir, el de Jesús como suprema revelación de la verdad de Dios.

Desde este punto de vista, la luz que es Cristo siempre ha tenido un competidor aguerrido: la razón humana. Hablamos de ella no con una intención polémica o apologética, es decir para saber qué responder a los opositores de la fe, sino para confirmarnos en la fe. Los debates sobre fe y razón – más exactamente, sobre razón y revelación – están afectados por una asimetría radical. El creyente comparte la razón con el ateo; el ateo no comparte la fe en la revelación con el creyente. El creyente habla el lenguaje del interlocutor ateo; el ateo no habla la lengua de la contraparte creyente.

Por este motivo el debate más justo entre fe y razón es el que ocurre en la misma persona, entre la propia fe y la propia razón. Tenemos casos famosos en la historia del pensamiento humano de personas en las que no se puede dudar de una idéntica pasión tanto por la razón como por la fe: Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Blaise Pascal, Søren Kierkegaard, John Henry Newman, y podríamos agregar a Juan Pablo II, a Benedicto XVI...

La conclusión a la que cada uno de ellos llegó y que es el acto supremo de la razón humana es reconocer que hay algo por encima de ella. Es también lo que más ennoblece a la razón porque indica su capacidad de trascenderse. La fe no se opone a la razón sino que supone a la razón, así como “la gracia supone a la naturaleza”. [2]

Hay otro malentendido que hay que aclarar con respecto al diálogo entre fe y razón. La crítica común dirigida a los creyentes es que no pueden ser objetivos, desde el momento en que su fe les impone, desde el principio, la conclusión a la que deben llegar. En otras palabras, actúa como una comprensión previa y un prejuicio. No se presta atención al hecho de que el mismo prejuicio actúa, en sentido opuesto, también en el científico o filósofo no creyente, y de una manera aún más fuerte. Si se da por descontado que Dios no existe, que lo sobrenatural no existe y que los milagros son imposibles, también la conclusión está predeterminada desde el principio.

Un ejemplo entre muchos. Conociendo la visión que Freud tenía de la realidad, ¿podía admitir que el “amor universal” de Francisco de Asís tuviese una componente sobrenatural llamada gracia? Naturalmente no, y de hecho él hace de éste una “derivación del amor genital”. San Francisco es según él – cito – “uno que fue demasiado lejos en usar el amor en beneficio de su sentimiento interior de felicidad”. [3] En otras palabras, ¡amaba a Dios, a los hombres, a toda la creación y, de manera totalmente especial, a Cristo crucificado porque esto le daba placer y lo hacía sentir bien!

El hombre moderno, en lugar de la verdad, coloca a la búsqueda de la verdad como valor supremo. Lessing escribió: “Si Dios sostuviera en su derecha toda la verdad, y en su izquierda sólo la aspiración siempre viva por la verdad, incluso a condición de estar eternamente en el error, y me dijera: ‘¡Escoge!’, me inclinaría humildemente hacia la izquierda diciendo: ‘¡Esta, Padre!’ La pura verdad te pertenece sólo a ti’” [4].

La razón de ello es bastante simple. Mientras estás en la fase de búsqueda, tú conduces el juegos, tú eres el protagonista, mientras que ante la Verdad reconocida como tal, no tienes ninguna posibilidad y debes prestar “la obediencia de la fe”. La fe coloca el absoluto, mientras que la razón quisiera continuar la discusión sin fin. Como la hermosa Sherezada de Las mil y una Noches, la razón humana siempre tiene una nueva historia que contar para retardar su entrega.

Hay sólo dos soluciones posibles a la tensión entre fe y razón: o reducir la fe “a los límites de la pura razón”, o romper los límites de la pura razón y “embarcarse mar adentro”. Un poco como cuando el Ulises de Dante llega a las “Columnas de Hércules”, en un tiempo consideradas como los confines extremos de la Tierra, y decide no detenerse, y hacer, más bien, de los remos, “alas al loco vuelo” [5].

* * *

Debo sin embargo ser coherente con mis propias premisas. El discurso entre fe y razón, antes que convertirse en un debate entre “nosotros y ellos”, entre creyentes y no creyentes, debe ser un debate entre los mismos creyentes. El peor tipo de racionalismo, de hecho, no es el externo, sino el que está al interior de la teología. San Pablo escribía a los Corintios:

Mi palabra y mi predicación no se basaron en discursos persuasivos de sabiduría, sino la manifestación del Espíritu y de su poder, para que su fe no estuviera fundada en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios (1 Cor 2, 4-5).

Y también:

Las armas de nuestra batalla no son carnales, sino que tienen el poder de Dios para derribar las fortalezas, destruyendo los razonamientos y toda arrogancia que se eleva contra el conocimiento de Dios, y sometiendo toda inteligencia a la obediencia de Cristo (2 Cor 10, 3-5).

Lo que el apóstol temía a menudo ha ocurrido entre nosotros. La teología, sobre todo en Occidente, se ha alejado cada vez más de la fuerza del Espíritu, para confiar en la sabiduría humana. El racionalismo moderno exigía que el cristianismo presentara su mensaje de manera dialéctica, es decir sometiéndolo, en todos los aspectos, a la investigación y la discusión, para que pudiera insertarse en el esfuerzo general, filosóficamente aceptable, de una común y siempre provisoria comprensión del destino humano y el universo. Pero actuando de esta forma, el anuncio de la muerte y resurrección de Cristo es sometido a una instancia distinta, considerada superior. Ya no es un kerygma sino solamente una hipótesis entre muchas.

El peligro inherente a este enfoque de la teología es que Dios es objetivado. Se convierte en un objeto del que hablamos, no en un sujeto con el cual – o en cuya presencia – hablamos. Un “él” – o peor, un “eso” – ¡nunca un “tú”! Es el contragolpe de haber hecho de la teología una “ciencia”. El primer deber de quien hace ciencia es el de ser neutral con respecto al objeto de su propia investigación; ¿pero puede uno ser neutral cuando tiene que ver con Dios? Este fue el motivo principal que me impulsó, en un cierto punto de mi vida, a abandonar la enseñanza académica de la teología y a dedicarme por completo a la predicación. La consecuencia de ese modo de hacer teología, de hecho, es que ésta se convierte cada vez más en un diálogo con la élite académica del momento, y cada vez menos un alimento para la fe del pueblo de Dios. De esta situación se sale solamente con la oración, hablando con Dios, aún antes de hablar de Dios. “Si eres teólogo orarás verdaderamente, y si oras verdaderamente serás teólogo”, decía un antiguo padre del desierto [6]. San Agustín hizo su teología más duradera – y, agreguemos, también la más segura – hablando a Dios en sus Confesiones. Ayuda en ello también la contemplación y la imitación de la Madre de Dios. Ella nunca tuvo nada que ver con ideas abstractas sobre Dios y su Hijo Jesús, sino solamente con su realidad viviente.

* * *

Señalé, antes, un segundo significado de la expresión “luz del mundo”, y es a éste que quisiera dedicar la última parte de mi reflexión, también porque es la que nos concierne de manera más cercana. Se trata, decía, del significado, por así decirlo, instrumental, en el que Jesús es luz del mundo: es decir, en cuanto que ilumina todas las cosas; hace, con respecto al mundo, lo que hace el sol con respecto a la tierra. El sol no se ilumina y no se revela a sí mismo, sino que ilumina todas las cosas que están en la tierra y hace ver cada cosa en su justa luz.

También en este segundo sentido, Jesús y su Evangelio tienen un competidor que es el más peligroso de todos, siendo un competidor interno, un enemigo en casa. La expresión “luz del mundo” cambia completamente de significado dependiendo si se toma la expresión “del mundo” como genitivo objetivo, o como genitivo subjetivo; es decir, dependiendo si el mundo es el objeto iluminado, o en cambio el sujeto que ilumina. En este segundo caso, no es el Evangelio, sino el mundo el que hace ver todas las cosas bajo su propia luz. El evangelista Juan exhortaba a sus discípulos con estas palabras:

¡No amen al mundo, ni las cosas del mundo! Si uno ama al mundo, el amor del Padre no está en él; porque todo lo que está en el mundo – la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida – no viene del Padre, sino que viene del mundo (1 Jn 2, 15-16).

El peligro de conformarse a este mundo – hacerse mundano – es el equivalente, en el ámbito religioso y espiritual, a lo que, en el ámbito social, llamamos secularización. Nadie (yo menos que todos) puede decir que este peligro no acecha sobre él o ella. Un dicho atribuido a Jesús en un escrito antiguo no canónico dice: “Si no ayunan del mundo, no descubrirán el Reino de Dios” [7]. Ese es el ayuno hoy más necesario de todos: ayunar del mundo, nesteuein tô kosmô, según el dicho citado.

El mundo del que hablamos y al que no debemos conformarnos no es el mundo creado y amado por Dios; no son los hombres del mundo hacia los cuales, más bien, debemos ir siempre al encuentro, especialmente los pobres, los últimos, los que sufren. “Mezclarse” con este mundo del sufrimiento y la marginación es, paradójicamente, la mejor manera de “separarse” del mundo, porque es ir allá, de donde el mundo huye con todas sus fuerzas. Es separarse del principio mismo que rige al mundo, que es el egoísmo.

Antes que en las obras, el cambio debe ocurrir en la forma de pensar. San Pablo exhortaba a los cristianos de Roma con las palabras:

No se conformen a este mundo, sino transfórmense
renovando su forma de pensar,
para poder discernir la voluntad de Dios,
lo que es bueno, agradable a él y perfecto (Rom 12, 2)
.

En el origen de hacerse mundano existen muchas causas, pero la principal es la crisis de fe. Es la fe el campo de batalla principal entre el cristiano y el mundo. Es por la fe que el cristiano ya no es “del” mundo. Entendido en sentido moral, el “mundo” es todo lo que se opone a la fe. “Esta es la victoria que derrotó al mundo”, escribe Juan en la Primera Carta, “nuestra fe” (1 Jn 5, 4). En la Carta a los Efesios hay, a este respecto, una palabra sobre la que vale la pena detenerse un poco más tiempo. Dice:

También ustedes estaban muertos por sus culpas y sus pecados, en los que un tiempo vivieron a la manera de este mundo, siguiendo al príncipe de los poderes del aire, ese espíritu que ahora actúa en los hombres rebeldes (Ef 1, 1-2).

El exégeta Heinrich Schlier hizo un análisis penetrante de este “espíritu del mundo” considerado por Pablo el directo antagonista del “Espíritu de Dios” (1 Cor 2, 12). Un papel decisivo desempeño en esto la opinión pública. Hoy podemos llamarlo – en sentido también literal –  “el espíritu que está en el aire”, porque se difunde sobre todo a través del éter, a través de los medios de comunicación virtual.

Se determina – escribe Schlier – un espíritu de gran intensidad histórica, al que el individuo difícilmente puede sustraerse. Se le considera un espíritu general, es obvio. Actuar o pensar o decir algo en contra de él es considerado como insensato o incluso una injusticia o un delito. Entonces ya nadie se atreve a ponerse ante las cosas, las situaciones, y sobre todo la vida de manera distinta a como éste las presenta... Su característica es interpretar al mundo y a la existencia humana a su manera [8].

Es lo que llamamos “adaptación al espíritu de los tiempos”. La moral del mozartiano “Così fan tutte” (Así lo hacen todos). Hoy poseemos una imagen nueva para describir la acción corrosiva del espíritu del mundo, el virus de las computadoras. Por lo poco que sé de ello, el virus es un programa planeado malignamente que penetra en la computadora por las vías menos esperadas (intercambio de correos electrónicos, sitios de internet...), y una vez dentro confunde y bloquea las operaciones normales, alterando los así llamados “sistemas operativos”.

El espíritu del mundo actúa de manera análoga. Penetra en nosotros por miles de canales, como el aire que respiramos, y una vez dentro, cambia nuestros modelos operativos: al modelo “Cristo” lo sustituye el modelo “mundo”. El mundo también tiene su “trinidad”, sus tres dioses, o ídolos, a los que hay que adorar: placer, poder, dinero. Todos despreciamos los desastres que crean en la sociedad, pero ¿estamos seguros de que, en nuestro pequeño círculo, nosotros mismos somos inmunes a ellos?

Nuestro mayor consuelo, en esta lucha con el mundo que está fuera de nosotros y con el que está dentro de nosotros, es saber que Cristo sigue, desde su resurrección, orando al Padre por nosotros con las palabras con las que se despidió de sus Apóstoles:

No pido que los liberes del mundo, sino que los cuides del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo... Como tú me has enviado al mundo, también yo los envío al mundo... No pido solo por estos, sino también por los que creerán en mí a través de su palabra (Jn 17, 15-20).


[1] Tertulliano, Apologeticum, 39, 9.

[2] Tomás de Aquino, S.Th. I, q.2, a.2, ad 1.

[3] Sigmund Freud, El malestar de la civilización, IV.

[4] Gotthold Lessing, Eine Duplik, I, en Werke 3, Zürich 1974, p.149.

[5] Dante Alighieri, Infierno, XXVI, 125

[6] Evagrio Pontico, De oratione, 60 (PG 79, 1180).

[7] cf. Clemente Al., Stromati, 111, 15; A. Resch, Agrapha, 48 (TU, 30, 1906, p. 68).

[8] H. Schlier, Demonios y espíritus malignos en el Nuevo Testamento, en reflexiones sobre el Nuevo Testamento, Paideia, Brescia 1976, pp. 194 s. (Ed. original en “Geist une Leben” 31 (1958), pp. 173-183.

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