JESÚS ES EL ÚNICO BUEN PASTOR: TERCER SERMÓN DE CUARESMA DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA (08/03/2024)

Uno de los fenómenos “más evidentes de nuestra sociedad es la masificación”. La prensa, televisión, internet, se llaman “medios de comunicación masiva, mass-media, no sólo porque informan a las masas, sino también porque las forman”. Así se expresó el Cardenal capuchino Raniero Cantalamessa, durante el tercer sermón de Cuaresma, pronunciado la mañana de este 8 de marzo, en el Aula Pablo VI, en presencia del Papa Francisco. Continuando sus reflexiones sobre la afirmación de Cristo en el Evangelio de Juan: “Yo Soy”, el predicador de la Casa Pontificia se detuvo en la afirmación “Yo soy el Buen Pastor”. Compartimos a continuación el texto de la predicación del Card. Cantalamessa, traducido del italiano:

YO SOY EL BUEN PASTOR
Tercera Predicación de Cuaresma 2024

Continuamos nuestra reflexión sobre los grandes “Yo Soy” de Cristo en el Evangelio de Juan. Esta vez Jesús no se presenta con símbolos de realidades físicas inanimadas – el pan, la luz –, sino con un personaje humano, el pastor: “¡Yo – dice – soy el Buen Pastor!”. Escuchemos la parte del discurso en la cual está contenida esta autoproclamación de Cristo:

Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da su vida por las ovejas. El mercenario – que no es Pastor y a quien no pertenecen las ovejas – ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa; porque es un mercenario y no le importan las ovejas. Yo soy el Buen Pastor, conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí, así como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas (Jn 10, 11-15).

La imagen de Cristo “Buen Pastor” tiene un lugar privilegiado en el arte y en las inscripciones paleocristianas. El Buen Pastor es presentado, según el modelo clásico, en el esplendor de la juventud. Lleva a sus espaldas a la oveja a la que tiene tomada por las patas. La imagen de Juan del Buen Pastor ya está fusionada para siempre con la imagen sinóptica del Pastor que va en busca de la oveja perdida (Lc 15, 4-7).

El contexto de El relato sobre el Buen Pastor es el mismo de los dos capítulos anteriores y por tanto la discusión con “los judíos” que tiene lugar en Jerusalén, en ocasión de la fiesta de las Tiendas. Pero en Juan se sabe que el contexto cuenta sólo relativamente, porque a diferencia de los Sinópticos, él no está preocupado por darnos un relato histórico y coherente de la vida de Jesús (que parece dar por conocido), sino un conjunto de “signos” y enseñanzas del Maestro. Éstos sin embargo nunca aparecen fuera del tiempo y el espacio, como ocurre en los libros de teología, sino también situados en lugares y tiempos precisos (a veces más precisos que los propios Sinópticos) que les confieren un valor “histórico” en el sentido más profundo del término.

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Sin embargo, digámoslo claro: la imagen del Buen Pastor y las que están conectadas con ovejas y rebaño, no están realmente de moda hoy en día. ¿No tiene miedo Jesús, llamándonos sus ovejas, de lastimar nuestra sensibilidad y ofender nuestra dignidad de hombres libres? El hombre de hoy rechaza con desdeño el papel de oveja y la idea de rebaño. Sin embargo, no se da cuenta de cómo, en la realidad, vive la situación que condena en la teoría. Uno de los fenómenos más evidentes de nuestra sociedad es la masificación. Prensa, televisión, internet, se llaman “medios de comunicación masiva”, mass-media, no solo porque informan a las masas, sino porque las forman, masifican. Sin darnos cuenta de ello, nos dejamos guiar de manera supina por todo tipo de manipulaciones y persuasiones ocultas. Otros crean modelos de bienestar y comportamiento, ideales y objetivos de progreso, y la gente los adopta; va detrás de ellos, temerosos a perder el paso, condicionados y plagiados por la publicidad. Comemos lo que nos dicen, vestimos como impone la moda, hablamos como escuchamos hablar. Nos divertimos cuando se proyecta una película en cámara rápida, con las personas que se mueven a saltos, rápidamente, como marionetas; pero es la imagen que tendríamos de nosotros mismos si nos miramos con ojos menos superficiales.

Para entender en qué sentido Jesús se proclama Buen Pastor y nos llama a sus ovejas, es necesario referirse a la historia bíblica. Israel fue, al principio, un pueblo de pastores nómadas. Los Beduinos del desierto nos dan hoy una idea de lo que fue en un tiempo la vida de las tribus de Israel. En esta sociedad, la relación entre pastor y rebaño no es solo de tipo económico, basado en el interés. Se desarrolla una relación casi personal entre el pastor y el rebaño. Día tras día pasados juntos en lugares solitarios, sin un alma alrededor. El Pastor acaba por conocer todo de cada oveja; la oveja reconoce la voz del Pastor que a menudo habla en voz alta a las ovejas, como si fueran personas. Esto explica cómo, para explicar su relación con la humanidad, Dios ha usado esta imagen, que hoy se ha vuelto ambigua. “Tú, Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como un rebaño”, ora el salmista (Sal 80, 2).

Con el paso de la situación de tribus nómadas a la de pueblo sedentario, el título de pastor se da, por extensión, también a aquellos que hacen las veces de Dios en la tierra: los reyes, los sacerdotes, los jefes en general. Pero en este caso el símbolo se rompe: ya no evoca solamente imágenes de protección, de seguridad, sino también las de explotación y opresión. Junto a la imagen del buen pastor, hace su aparición la del mal pastor. En el profeta Ezequiel encontramos una terrible acusación contra los malos pastores que se pastorean solo a sí mismos; se alimentan con leche, se visten de lana, pero no cuidan mínimamente a las ovejas a las que tratan en cambio “con crueldad y violencia” (cf Ez 34, 1 ss.). A esta acusación contra los malos pastores, sigue una promesa: Dios mismo un día cuidará amorosamente a su rebaño: iré en búsqueda de la oveja perdida y conduciré de nuevo al rebaño a las extraviada, vendaré a la herida y curaré a la enferma (Ez 34, 16).

* * *

En este punto, debemos traer a la mente la intención que nos hemos propuesto con estas meditaciones: un intento personal más que “pastoral”, hacer penetrar el Evangelio en nuestra vida, para después poder anunciarlo al mundo con más credibilidad.

El discurso de Jesús tiene dos actores: el pastor y el rebaño, es decir, de manera individual cada oveja. ¿Con cuál de los dos nos identificaremos? San Agustín, en el día del aniversario de su ordenación episcopal, decía al pueblo: “¡Para ustedes soy Obispo, con ustedes soy un cristiano!” “vobis sum episcopus, vobiscum sum christianus” [1]. Y en otra ocasión: “ante ustedes somos como pastores, pero con respecto al sumo Pastor somos ovejas como ustedes” [2]. Olvidemos, entonces, nuestro papel – ustedes de pastores y yo de predicador – y sintámonos sólo y únicamente por una vez ovejas del rebaño. Recordemos la pregunta que está en el corazón de Jesús en el diálogo de Cesarea: “¿Para ustedes quién soy yo?”. Como si dijera: “olvídense por un momento quién soy para la gente y concéntrense en ustedes mismos”.

El gran psicólogo Carl Gustav Jung define al psiquiatra: “A wounded healer”: un curandero enfermo. El sentido de su teoría es que necesita conocer sus propias heridas psicológicas para curarlas de los demás y que conocer las heridas de los demás le ayuda a curar las propias. La intuición del psicoanalista es válida también para las heridas espirituales. El Pastor de la Iglesia es también un “wounded healer”, un enfermo que debe ayudar a los demás a sanar.

Busquemos ver cuál es la principal enfermedad de la que debemos curarnos, para curar a los demás. ¿Qué es aquello que, de un extremo al otro de la Biblia, se inculca a las ovejas ante Dios-Pastor? ¡Y no tengamos miedo! Las palabras se agolpan en la memoria, en este punto, comenzando por las de Jesús: “No temas, pequeño rebaño” (Lc 12, 32), “¿por qué tienen miedo, gente de poca fe?, dijo a los apóstoles, después de haber calmado la tormenta” (Mt, 8, 26). Recordemos también algunas palabras familiares de los salmos, no como simples citas bíblicas, sino haciéndolos nuestros ahora mientras los escuchamos:

El Señor es mi Pastor:
nada me falta...
Aunque vaya por un valle oscuro,
no temo ningún mal, porque tú estás conmigo (Sal 23, 14)
.

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿a quién temeré?” (Sal 27, 1)
.

Hablemos entonces de este “mal obscuro” del miedo que tiene tanto poder para robarle a los hombres y a las mujeres la alegría de vivir. El miedo es nuestra condición existencial; nos acompaña desde la infancia hasta la muerte. El niño tiene miedo de muchas cosas; los llamamos terrores infantiles; el adolescente tiene miedo del otro sexo y se envuelve a veces en complejos de timidez e inferioridad; Jesús dio un nombre a nuestros principales miedos de adultos: miedo del mañana – “¿qué comeremos?” – (Mt 6, 31), miedo del mundo y los poderosos, – “aquellos que matan el cuerpo” (Mt 10, 28). Sobre cada uno de estos miedos pronunció su: Nolite timere! Esta no es una palabra vacía e impotente; es una palabra eficaz, casi sacramental. Como todas las palabras de Jesús, realiza lo que significa; no es como el simple: “¡Ten valor!” que nos decimos, el uno al otro, los seres humanos.

* * *

¿Pero qué es el miedo? Dejemos a un lado la angustia existencial de la que discuten los filósofos desde hace un siglo y medio hasta hoy. Hablemos de los miedos comunes y familiares. Podemos decir que el miedo es la reacción a una amenaza a nuestro ser, la respuesta a un peligro verdadero o presunto: del peligro más grande de todos que es el de la muerte, a los peligros particulares que amenazan o la tranquilidad, o la seguridad física, con nuestro mundo afectivo. El miedo es una manifestación de nuestro instinto fundamental de conservación. Dependiendo si se trata de peligros objetivos y reales o imaginarios, se habla de miedos justificados e injustificados, o incluso de neurosis: claustrofobia, agorafobia, miedo de enfermedades imaginarias, etc.

La psicología y el psicoanálisis buscan curar miedos y neurosis analizándolas y llevándolas del inconsciente al consciente. El Evangelio no distrae de estos medios humanos, más aún los impulsa, pero agrega algo que ninguna ciencia puede proporcionar. San Pablo escribe: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Quizá la tripulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Pero en todas estas cosas somos más que vencedores por virtud de aquel que nos amó” (Rom 8, 35.37). La liberación no está, aquí, en una idea o en una técnica, sino en una persona. El que “soluciona” todo miedo es Cristo que dijo a sus discípulos: “No tengan miedo, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

Desde el ámbito personal, el Apóstol ensancha después la mirada hacia el gran escenario del espacio y el tiempo, de los pequeños miedos individuales pasa a los grandes y universales. Escribe:

“Estoy, de hecho, convencido que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni el presente ni el porvenir, ni los poderes, ni la altitud ni la profundidad, ni ninguna otra criatura nunca podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8, 38-39).

“¡Ni la muerte, ni la vida!”. Cristo venció lo que más miedo provoca en el mundo, la muerte. De él, la Carta a los Hebreos, dice que murió “para reducir a la impotencia a través de la muerte aquel que de la muerte tiene el poder, es decir al diablo, y liberar así a aquellos que, por temor a la muerte, eran sujetos a ser esclavos por toda la vida” (Heb 2, 14-15).

“Ni altitud, ni profundidad”, que es como decir: ni lo infinitamente grande que es el universo con las proporciones que van cada vez más ensanchándose, ni lo infinitamente pequeño – el átomo – del que hemos descubierto, para riesgo nuestro, su terrible poder. Hoy estamos más que nunca expuestos a este tipo de miedos cósmicos. El hombre moderno advierte agudamente su vulnerabilidad en un mundo violento y enloquecido. ¿Qué será del porvenir de nuestro planeta si, no obstante los gritos de alarma del Papa y de las personas más responsables de la sociedad, continuamos, a rienda suelta, consumiendo y contaminando?

Al final de sus reflexiones filosóficas acerca del peligro de la técnica para el hombre moderno, Martin Heidegger, casi tirando la toalla, exclamaba: “¡Sólo un dios nos puede salvar!” [3]. “Un dios” (¡con letra minúscula!) Es la acostumbrada forma mítica para hablar de algo que está por encima de nosotros. Nosotros quitamos el artículo indeterminado y decimos “¡sólo Dios (¡y sabemos que Dios!) nos puede salvar!”.

No es un descargar en Dios nuestras responsabilidades, sino creer que, al final, “Todo coopera para el bien de aquellos que aman a Dios” [¡y que Dios ama!] (cf. Rom 8, 28). Cuando se trata con Dios, la medida es la eternidad. Se puede ser engañados en el tiempo, pero no para la eternidad. Nosotros los cristianos tenemos un motivo mucho más fuerte que el salmista para repetir frente a las convulsiones físicas y morales del mundo:

Dios es para nosotros refugio y fuerza,
ayuda siempre cercana en las angustias.
Por ello no tememos si tiembla la tierra,
si se derrumban los montes hacia el fondo del mar. (Sal 46)

* * *

¡Pero aún no hemos tomado en consideración lo que es más consolador qué el Evangelio debe decirnos acerca de nuestros miedos y angustias! Después de haber exhortado, de mil maneras, a sus discípulos a no tener miedo, él hizo algo más. Nunca se había oído decir, en la Biblia, que el Buen Pastor da la vida por sus ovejas. Que las conoce, las guía, las cura, las defiende: eso sí; pero no queda la vida por ellas. ¡Jesús prometió hacerlo y lo hizo!

Él tomó sobre sí nuestros miedos. Dice el autor de la Carta a los Hebreos: “En los días de su vida terrenal él ofreció oraciones y súplicas, con fuertes gritos y lágrimas, a Dios que podía salvarlo de la muerte” (Heb 5, 7). El autor alude a lo que ocurrió a Jesús en la noche de Getsemaní. El evangelista Marcos dice que en el Huerto de los Olivos Jesús “comenzó a sentir miedo y angustia y dijo a sus discípulos: mi alma está triste hasta la muerte. Quédense aquí y velen” (Mc 14, 33-34). Jesús se siente solo, echado fuera del consorcio humano; pide a los apóstoles estar cerca de él, quedarse con él. La misma Carta a los Hebreos pone a la luz el mensaje consolador encerrado para nosotros en esta misteriosa página del Evangelio:

No tenemos un sumo sacerdote que no sepa tomar parte de nuestras debilidades: él mismo fue puesto a prueba en todas las cosas como nosotros, excluido el pecado. Acerquémonos entonces con plena confianza al trono de gracia para recibir misericordia y encontrar gracia, de manera que seamos ayudados en el momento oportuno (Heb 4, 15-16).

Tomándolas sobre sí, Jesús redimió también nuestros miedos y angustias. “Por sus llagas hemos sido sanados”, dice de él la Escritura (Is 53, 5-6; 1 Pe 2, 24). Jesús es el verdadero “wounded healer”, del que hablaba el psicólogo, el llagado que cura las llagas. Hizo de los miedos y las angustias ocasiones de crecimiento en humanidad y en comprensión de los demás.

Pero ni siquiera esto agota lo que el Evangelio tiene que decirnos acerca de nuestros miedos. Si todo terminará aquí, nuestro consuelo estaría aún incompleto. Tendríamos ante nuestros ojos un heroico y conmovedor ejemplo a seguir, pero no una mano que nos sostiene. Pero aquí está el segundo grande anuncio del Evangelio: el que cura atravesado resucitó de la muerte y dijo: “Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). No nos dio solo el ejemplo de cómo vencer la angustia; nos dio el medio para vencerla: su presencia y su gracia. A Pablo que se entristecía debido a su “espina en la carne”, el resucitado le responde: “¡Te basta mi gracia!” (2 Cor 12, 9).

Los mártires han vivido – ¡y lo siguen haciendo! – la experiencia tangible. En los Hechos de los mártires cartagineses, asesinados bajo el emperador Septimio Severo en los primeros años del siglo III, (entre los más fiables, históricamente, de todos los hechos de los mártires), se lee que una de ellas, de nombre Felicitas, estaba encinta en el octavo mes y en los dolores del parto gemía, en la cárcel, por el dolor. Uno de los custodios le dijo: “Si te lamentas ahora, ¿qué harás cuando seas lanzada a las fieras en la arena?” Y ella en respuesta: “¡Ahora soy yo la que sufre, entonces otro sufrirá por mí!” [4].

Tenemos un ejemplo más cercano a nosotros. En la cárcel y en la vigilia de ser ahorcado, después del fallido golpe de estado contra Hitler, el Pastor Dietrich Bonhoeffer, escribió estos versos que a menudo son usados como himno litúrgico:

De fuerzas amigas maravillosamente envueltos
esperamos con calma el porvenir.
Dios está con nosotros de noche y de mañana,
estará con nosotros en cada nuevo día
[5].

* * *

Nos hemos impuesto no hablar, en estas meditaciones, de lo que debemos hacer por los demás, sino solamente de lo que Jesús es y hace por nosotros: de identificarnos con las ovejas, no con el pastor. Pero debemos hacer una pequeña excepción en esta ocasión. No obstante todas las exhortaciones del Evangelio, no siempre está en nuestro poder liberarnos del miedo y la angustia. Como compensación, está en nuestro poder liberar a alguien más (o ayudarlo a liberarse) de ellas.

Pascal escribió en su Memorial: “Jesús está en agonía hasta el fin del mundo y no hay que dejarlo solo en todo este tiempo” [6]. Él sigue estando en agonía porque, en la dimensión de la eternidad en la que ha entrado, ya no existe un pasado, sino que todo es misteriosamente presente, incluso su noche en Getsemaní. Pero está en agonía también de otra forma menos misteriosa. Lo está en su cuerpo místico: en aquellos que son oprimidos por la angustia y el miedo debido a la soledad, las enfermedades, la persecución, el exilio, la guerra. Somos nosotros ahora los ojos, la boca y las manos de Cristo. Busquemos con ellas dar consuelo alguno de ellos y escucharemos que se nos dice en el corazón: “¡A mí me lo hicieron!” (Mt 25, 40). Debemos ser también nosotros – pastores o simples creyentes – otros wounded healers, pobres enfermos que curan a los demás. Termino con una anécdota que muchos, pienso, conocen, pero que nos ayuda a incidir en nosotros la imagen de Jesús que nos lleva a sus espaldas en los momentos difíciles de nuestra vida. Habla de un hombre que en sueños vuelve a ver toda su vida. He aquí un breve resumen de la historia:

Camino sobre la arena a la orilla del mar, dejando detrás de mí, no uno sino dos pares de huellas. Comprendo que el segundo par son las huellas de Jesús que camina a mi lado y estoy feliz. Pero he aquí que, en un cierto punto, aquel segundo par desaparece y sobre la arena se ven solamente las huellas de dos pies. Esto, comprendo, ocurre precisamente en correspondencia con los momentos más oscuros y difíciles de mi vida. Lamento que sea así y digo: “¡Señor, me dejaste solo precisamente cuando más necesitaba de ti!” “Hijito – me responde Jesús – ese único par de huellas eran las mías. ¡Yo te llevaba en mis espaldas!”


[1] Agustín, Sermo 340, 1 (PL 38,1483).

[2] Agustín, Expos. sobre los Salmos, 126, 3.

[3] Martin Heidegger, Antwort. Martin Heidegger im Gespräch, Gesamtausgabe, vol. 16, Frankfurt 1975.

[4] Passio Sanctarum Perpetuae et Felicitatis, XV (Ed. C.J. von Beek, Bonn 1938).

[5] Von guten Mächten wunderbar geborgen /erwarten wir getrost, was kommen mag.
Gott ist mit uns am Abend und am Morgen / und ganz gewiss an jedem neuen Tag.

[6] B. Pascal, Pensamientos, 553, ed. Br.

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