UN SACERDOTE MUNDANO ES UN PAGANO CLERICALIZADO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA CRISMAL (14/04/2022)

“Ser sacerdotes es, queridos hermanos, una gracia, una gracia muy grande que no es en primer lugar una gracia para nosotros, sino para la gente”, afirmó el Papa Francisco en su homilía al presidir en la Basílica de San Pedro, la mañana de este 14 de abril, la concelebración de la Misa Crismal con los Patriarcas, Cardenales, Arzobispos, Obispos y presbíteros presentes en Roma. En su homilía, el Romano Pontífice señaló tres espacios de idolatría escondida en los que el Maligno utiliza sus ídolos para debilitar la vocación de pastores: la mundanidad, el pragmatismo y el funcionalismo. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

En la lectura del profeta Isaías que hemos escuchado, el Señor hace una promesa cargada de esperanza que nos toca de cerca: «Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor, / y se les dirá ministros de nuestro Dios. / […] Yo les daré fielmente el salario, / sellaré con ellos una alianza eterna» (61, 6.8). Ser sacerdotes es, queridos hermanos, una gracia, una gracia muy grande que no es en primer lugar una gracia para nosotros, sino para la gente; [1] y para nuestro pueblo es un gran don el hecho de que el Señor elija, de entre su rebaño, a algunos que se ocupen de sus ovejas de manera exclusiva, como padres y pastores. Es el Señor mismo quien paga el salario del sacerdote: «Yo les daré fielmente el salario» (Is 61, 8). Y Él, lo sabemos, es buen pagador, aunque tenga sus particularidades, como la de pagar primero a los últimos y después a los primeros: es su estilo.

La lectura del libro del Apocalipsis nos dice cuál es el salario del Señor. Es su Amor y el perdón incondicional de nuestros pecados a precio de su sangre derramada en la Cruz: «Aquel que nos ama y nos libró de nuestros pecados con su sangre, que hizo de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre» (1, 5-6). No hay salario mayor que la amistad con Jesús, no olviden esto. No hay paz más grande que su perdón y esto lo sabemos todos. No hay precio más caro que el de su Sangre preciosa, que no debemos permitir que sea despreciada con una conducta indigna.

Si leemos con el corazón, queridos hermanos sacerdotes, estas son invitaciones del Señor a serle fieles, a ser fieles a su Alianza, a dejarnos amar, a dejarnos perdonar; son invitaciones no sólo para nosotros mismos, sino también para que así podamos servir, con una conciencia limpia, al santo pueblo fiel de Dios. La gente se lo merece e incluso lo necesita. El Evangelio de Lucas nos dice que, luego de que Jesús leyó el pasaje del profeta Isaías delante de su gente y se sentó, «los ojos de todos estaban fijos en Él» (4, 20). También el Apocalipsis nos habla hoy de ojos fijos en Jesús, de la atracción irresistible del Señor crucificado y resucitado que nos lleva a adorar y a discernir: «He aquí, viene con las nubes y todo ojo lo verá, también los de aquellos que lo traspasaron, y por Él todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho» (1, 7). La gracia final, cuando el Señor resucitado vuelva, será la de un reconocimiento inmediato: lo veremos traspasado, reconoceremos quién es Él y quiénes somos nosotros, pecadores; nada más.

“Fijar los ojos en Jesús” es una gracia que, como sacerdotes, debemos cultivar. Al fin del día hace bien mirar al Señor, y que Él nos mire el corazón, junto con el corazón de las personas que hemos encontrado. No se trata de contabilizar los pecados, sino de una contemplación amorosa en la que miramos nuestra jornada con la mirada de Jesús y vemos así las gracias del día, los dones y todo lo que ha hecho por nosotros, para agradecer. Y le mostramos también nuestras tentaciones, para reconocerlas y rechazarlas. Como vemos, se trata de entender qué le agrada al Señor y qué desea de nosotros aquí y ahora, en nuestra historia actual.

Y quizá, si sostenemos su mirada llena de bondad, de su parte habrá también un movimiento de cabeza para que le mostremos nuestros ídolos. Esos ídolos que, como Raquel, hemos escondido bajo los pliegues de nuestro manto (cf. Gen 31, 34-35). Dejar que el Señor mire nuestros ídolos escondidos ―todos los tenemos, ¡todos! ― Y este dejar que el Señor mire estos ídolos escondidos nos hace fuertes frente a ellos y les quita el poder.

La mirada del Señor nos hace ver que, en realidad, en ellos nos glorificamos a nosotros mismos, [2] porque allí, en ese espacio que vivimos como si fuera exclusivo, se entromete el diablo agregando un elemento muy maligno: hace que no sólo nos “complazcamos” a nosotros mismos dando rienda suelta a una pasión o cultivando otra, sino que nos conduce también a sustituir con ellos, con esos ídolos escondidos, la presencia de las Divinas Personas, la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu, que moran en nuestro interior. Es algo que de hecho ocurre. Aunque uno se diga a sí mismo que distingue perfectamente lo que es un ídolo y quién es Dios, en la práctica le vamos quitando espacio a la Trinidad para dárselo al demonio, en una especie de adoración indirecta: la de quien lo esconde, pero continuamente escucha sus discursos y consume sus productos, de manera tal que al final no queda ni siquiera un rinconcito para Dios. Porque él es así, avanza lentamente. Otra vez hablé de los demonios “educados”, esos que Jesús dice que son peores del que fue expulsado. Pero son “educados”, tocan el timbre, entran y poco a poco toman posesión de la casa. Debemos tener cuidado, porque estos son nuestros ídolos.

Es que los ídolos tienen algo —un elemento— personal. Cuando no los desenmascaramos, cuando no dejamos que Jesús nos haga ver que en ellos nos estamos buscando erróneamente a nosotros mismos sin motivo y que dejamos un espacio en el que el Maligno se entromete. Debemos recordar que el demonio exige que hagamos su voluntad y le sirvamos, pero no siempre pide que le sirvamos y adoremos continuamente, no, sabe moverse, es un gran diplomático. Recibir la adoración de vez en cuando le basta para demostrar que es nuestro verdadero señor y que incluso se siente dios en nuestra vida y en nuestro corazón.

Dicho esto, quisiera compartir con ustedes, en esta Misa Crismal, tres espacios de idolatría escondida en los que el Maligno utiliza sus ídolos para debilitarnos de nuestra vocación de pastores y, poco a poco, separarnos de la presencia benéfica y amorosa de Jesús, del Espíritu y del Padre.

Un primer espacio de idolatría escondida se abre donde hay mundanidad espiritual que es «una propuesta de vida, es una cultura, una cultura de lo efímero, una cultura de la apariencia, una cultura del maquillaje»[3]. Su criterio es el triunfalismo, un triunfalismo sin Cruz. Y Jesús hace oración para que el Padre nos defienda de esta cultura de la mundanidad. Esta tentación de una gloria sin Cruz va contra la persona del Señor, va contra Jesús que se humilla en la Encarnación y que, como signo de contradicción, es la única medicina contra todo ídolo. Ser pobre con Cristo pobre y “porque Cristo eligió la pobreza” es la lógica del Amor y no otra. En el pasaje evangélico de hoy vemos cómo el Señor se sitúa en su humilde capilla y en su pequeño pueblo, el de toda la vida, para hacer el mismo Anuncio que hará al final de la historia, cuando venga en su Gloria, rodeado de los ángeles. Y nuestros ojos tienen que estar fijos en Cristo, en el aquí y ahora de la historia de Jesús conmigo, como lo estarán entonces. La mundanidad de andar buscando la propia gloria nos roba la presencia de Jesús humilde y humillado, Señor cercano a todos, Cristo doliente con todos los que sufren, adorado por nuestro pueblo que sabe quiénes son sus verdaderos amigos. Un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado. Un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado.

Otro espacio de idolatría escondida echa sus raíces allí donde se da la primacía al pragmatismo de los números. Los que tienen este ídolo escondido se reconocen por su amor a las estadísticas, esas que pueden borrar todo rasgo personal en la discusión y dar la preeminencia a la mayoría que, en definitiva, se convierte en el criterio de discernimiento, es terrible. Éste no puede ser el único modo de proceder ni el único criterio en la Iglesia de Cristo. Las personas no se pueden “numerar”, y Dios no da el Espíritu “con medida” (cf. Jn 3, 34). En esta fascinación por los números, en realidad, nos buscamos a nosotros mismos y nos complacemos en el control asegurado que nos da esta lógica, que no se interesa por los rostros y no es la del amor, ama los números. Una característica de los grandes santos es que saben hacerse hacia atrás para dejar todo el espacio a Dios. Este hacerse hacia atrás, este olvido de sí y querer ser olvidados por todos los demás, es lo característico del Espíritu, el cual carece de imagen, el Espíritu no tiene imagen propia simplemente porque es todo Amor que hace brillar la imagen del Hijo y, en ella, la del Padre. La sustitución de su Persona, que ya de por sí ama “no aparecer”, ― porque carece de imagen ―, es lo que busca el ídolo de los números, que hace que todo “aparezca”, si bien de modo abstracto y contabilizado, sin encarnación.

Un tercer espacio de idolatría escondida, emparentado con el anterior, es el que se abre con el funcionalismo, un ámbito seductor en el que muchos, “más que con el recorrido se entusiasman con la hoja de ruta”. La mentalidad funcionalista no tolera el misterio, señala hacia la eficacia. Poco a poco, este ídolo va sustituyendo en nosotros la presencia del Padre. El primer ídolo sustituye la presencia del Hijo, el segundo ídolo, la del Espíritu, y este la presencia del Padre. Nuestro Padre es el Creador, pero no uno que solamente hace “funcionar” las cosas, sino Uno que “crea” como Padre, con ternura, haciéndose cargo de sus creaturas y trabajando para que el hombre sea más libre. El funcionalista no sabe gozar con las gracias que el Espíritu infunde en su pueblo, de las que podría “alimentarse” también como trabajador que se gana su salario. El sacerdote con mentalidad funcionalista tiene su propio alimento, que es su ego. En el funcionalismo, dejamos de lado la adoración al Padre en las pequeñas y grandes cosas de nuestra vida y nos complacemos con la eficacia de nuestros programas. Como hizo David cuando, tentado por Satanás (cf. 1 Cro 21, 1) se encaprichó en realizar el censo. Estos son lo que están enamorados de la hoja de ruta, del plano del camino, no del camino.

En estos dos últimos espacios de idolatría escondida (pragmatismo de los números y funcionalismo) sustituimos la esperanza, que es el espacio del encuentro con Dios, con la confirmación empírica. Es una actitud de vanagloria de parte del pastor, una actitud que desintegra la unión de su pueblo con Dios y plasma un nuevo ídolo basado en números y programas: el ídolo de «mi poder, nuestro poder» [4], nuestro programa, nuestros números, nuestros planes pastorales. Esconder estos ídolos (con la actitud de Raquel) y no saber desenmascararlos en la propia vida cotidiana, hace mal a la fidelidad de nuestra alianza sacerdotal y entibia nuestra relación personal con el Señor. Pero ¿qué quiere este Obispo que, en lugar de hablar de Jesús, nos habla de los ídolos de hoy? Alguno puede pensar esto…

Queridos hermanos, Jesús es el único camino para no equivocarnos en saber qué sentimos, a qué nos conduce nuestro corazón…; Él es el único camino para discernir bien, confrontándonos con Él, cada día, como si también hoy se hubiera sentado en nuestra iglesia parroquial y nos hubiera dicho que hoy se ha cumplido todo lo que hemos escuchado. Jesucristo, siendo signo de contradicción —que no siempre es algo cruento o duro, porque la misericordia es signo de contradicción y mucho más lo es la ternura—, Jesucristo, digo, hace que estos ídolos se revelen, que se vea su presencia, sus raíces y su funcionamiento, y así el Señor los puede destruir, ésta es la propuesta: dar espacio para que el Señor pueda destruir nuestros ídolos escondidos. Y debemos recordarlos, tener cuidado, para que no renazca la cizaña de esos ídolos que hemos sabido esconder entre los pliegues de nuestro corazón.

Y quisiera concluir pidiéndole a San José, padre castísimo y sin ídolos escondidos, que nos libere de todo afán de posesión, ya que este, el afán de posesión, es el terreno fecundo en el que crecen estos ídolos. Y que nos obtenga también la gracia de no rendirnos en la ardua tarea de discernir estos ídolos que, con tanta frecuencia, escondemos o se esconden. Y pidamos también a San José que, allí donde dudamos acerca de cómo hacer mejor las cosas, interceda por nosotros para que el Espíritu nos ilumine el juicio, como iluminó el suyo cuando estuvo tentado de dejar “en secreto” (lathra) a María, de manera que, con nobleza de corazón, sepamos subordinar a la caridad lo aprendido por ley [5].


[1] Porque el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común. El Señor eligió a algunos para que «en nombre de Cristo desempeñaran para los hombres de manera oficial la función sacerdotal» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2; cf. Const. dogm.  Lumen gentium, 10). «Los ministros de hecho que están revestidos de sacra potestad, sirven a sus hermanos» (Const. dogm. Lumen gentium, 18).

[2] cf. Catequesis en la Audiencia general (1 agosto 2018).

[3] Homilía durante la Misa, Casa Santa Martha (16 mayo 2020).

[4] J.M. Bergoglio, Meditaciones para religiosos, Bilbao, Mensajero 2014, 145.

[5] cf. Carta ap. Patris corde, 4, nota 18.

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