EN LA CRUZ JESÚS NOS ENSEÑA A AMAR Y PERDONAR A LOS ENEMIGOS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL DOMINGO DE RAMOS (10/04/2022)

La mañana de este 10 de abril, Domingo de Ramos, el Papa Francisco celebró la Santa Misa precedida por la procesión y bendición de las palmas de olivo en una soleada Plaza de San Pedro. Ante la presencia de los fieles y peregrinos allí congregados, el Santo Padre reflexionó sobre el Evangelio del día según San Lucas (Lc 22, 14–23, 56) que narra la Pasión de Jesús y destacó que en el Calvario se enfrentan dos mentalidades, subrayando el argumento que utiliza Jesús ante el Padre al suplicarle que perdone a quienes lo están crucificando, “porque no saben lo que hacen”. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. En el Evangelio, de hecho, las palabras de Jesús crucificado se contraponen a las de los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo, si él es el Cristo de Dios, el elegido!» (Lc 23, 35). Lo reafirman los soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!» (v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó, repite el concepto: «¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo!» (v. 39). Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo, pensar en sí mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio éxito, en los propios intereses; en el tener, en el poder, en la apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la humanidad que ha crucificado al Señor. Pensemos en ello.

Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios; el sálvate a ti mismo se enfrenta con el Salvador que se ofrece a sí mismo. En el Evangelio de hoy sobre el Calvario también Jesús toma la palabra tres veces, como sus opositores (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso reivindica algo para sí; es más, ni siquiera se defiende o se justifica a sí mismo. Ora al Padre y ofrece misericordia al buen ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la diferencia respecto al sálvate a ti mismo: «Padre, perdónalos» (v. 34).

Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un momento específico: durante la crucifixión, cuando siente que los clavos perforándole las muñecas y los pies. Intentemos imaginar el dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la pasión, Cristo pide perdón por quienes lo están traspasando. En esos momentos se querría gritar toda la propia rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. A diferencia de otros mártires, de quienes habla la Biblia (cf. 2 Mac 7, 18-19), no reprocha a sus verdugos ni amenaza con castigos en nombre de Dios, sino que hace oración por los malvados. Clavado en el patíbulo de la humillación, aumenta la intensidad del don, que se convierte en per-dón.

Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo mismo también con nosotros: cuando le provocamos dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de esto, miremos al Crucificado. Es de sus llagas, de esas heridas dolorosas provocadas por nuestros clavos que brota el perdón. Miremos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido palabras más bondadosas: Padre, perdona. Miremos a Jesús en la cruz y veamos que nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva. Miremos a Jesús en la cruz y comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso. Miremos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta trabajo amarme y perdonarme”.

Allí, mientras es crucificado, en el momento más difícil, Jesús vive su mandamiento más difícil: el amor por los enemigos. Pensemos en alguien que nos ha herido, ofendido, desilusionado; en alguien que nos haya hecho enojar, que no nos ha comprendido o no haya sido un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo nos detenemos pensando en quienes nos han hecho mal! Así como también mirándonos dentro de nosotros mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los demás, la vida o la historia. Jesús hoy nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar. A romper el círculo vicioso del mal y de las quejas. A responder a los clavos de la vida con el amor, a los golpes del odio con la caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a nuestro instinto rencoroso? Es una pregunta que debemos hacernos: ¿seguimos al Maestro o seguimos a nuestro instinto rencoroso? Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo nos comportamos con quienes nos han herido. El Señor nos pide responder no como lo sentimos o como lo hacen todos, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide romper la cadena del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me ayudas”. No, compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno a un hijo. No nos divide en buenos y malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos, haciéndolo sufrir. Para Él todos somos hijos amados, que desea abrazar y perdonar. Y es así en esa invitación al banquete de bodas de su hijo, aquel señor envía a sus siervos a los cruces de los caminos y dice: “Traigan a todos, blancos, negros, buenos y malos; a todos, sanos, enfermos, a todos…” (cf Mt 22, 9-10). El amor de Jesús es para todos, no hay privilegios en esto. Todos. El privilegio de cada uno de nosotros es ser amado, perdonado.

Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. El Evangelio subraya que Jesús «decía» (v. 34) esto: no lo dijo una vez por todas en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que estuvo en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar. Debemos entender esto, pero entenderlo no sólo con la mente, entenderlo con el corazón: Dios nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón, pero Él nunca se cansa de perdonar. Él no soporta hasta un cierto punto para luego cambiar de idea, como estamos tentados de hacer nosotros. Jesús — enseña el Evangelio de Lucas — vino al mundo a traernos el perdón de nuestros pecados (cf. Lc 1, 77) y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cf. Lc 24, 47). Hermanos y hermanas, no nos cansemos del perdón de Dios: nosotros sacerdotes de administrarlo, cada cristiano de recibirlo y dar testimonio de ello. No nos cansemos del perdón de Dios.

Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Notemos algo más. Jesús no sólo implora el perdón, sino que dice también el motivo: perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero, ¿cómo? Los que lo crucificaron habían premeditado su muerte, organizado su captura, los procesos, y ahora están en el Calvario para asistir a su final. Sin embargo, Cristo justifica a esos violentos porque no saben. Así es como Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro abogado. No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte contra nuestro pecado. Y es interesante el argumento que utiliza: porque no saben, aquella ignorancia del corazón que tenemos todos nosotros pecadores. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que es Padre, y mucho menos de los demás, que son hermanos. Se olvida porqué estamos en el mundo y se llegan a cometer crueldades absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a Cristo. Sí, Cristo es una vez más clavado en la cruz en las madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son dejados solos a morir, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos. Cristo es crucificado allí, hoy.

Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Muchos escuchan esta frase inaudita; pero sólo uno la acoge. Es un malhechor, crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la misericordia de Cristo había suscitado en él una última esperanza y lo llevó a pronunciar esas palabras: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23, 42). Como diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en quienes te crucifican. Contigo, entonces, hay lugar también para mí”. El buen ladrón acoge a Dios mientras la vida está por terminar y así su vida empieza de nuevo; en el infierno del mundo ve abrirse el paraíso: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del perdón de Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera canonización de la historia.

Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todo pecado. Dios perdona a todos, puede perdonar toda distancia, cambiar todo llanto en danza (cf. Sal 30, 12); la certeza de que con Cristo siempre hay un lugar para cada uno; que con Jesús nunca es el fin, nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo continuamente intercede ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7, 25) y, mirando nuestro mundo violento, nuestro mundo herido, no se cansa de repetir ―y nosotros lo hacemos ahora con nuestro corazón, en silencio ―, de repetir: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

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