¡DEJÉMONOS VENCER POR LA PAZ DE CRISTO!: MENSAJE DE PASCUA DEL PAPA (17/04/2022)

Este 17 de abril, el Papa Francisco presidió la celebración de la Santa Misa ante unos 100 mil fieles presentes, tras una pausa de dos años debido a la pandemia, en una colorida Plaza de San Pedro decorada con cientos de arreglos florales y adornos. Finalizada la Santa Misa, dirigió el Mensaje Urbi et Orbi (a la ciudad de Roma y al mundo entero) e impartió su Bendición Apostólica desde la Logia central de la Basílica Vaticana. El Papa recordó que “toda guerra trae consigo secuelas que afectan a la humanidad entera: desde los lutos y el drama de los refugiados, a la crisis económica y alimentaria de la que ya se ven señales”. Compartimos a continuación el texto completo de su mensaje, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua!

¡Jesús, el Crucificado, ha resucitado! Se presenta en medio de aquellos que lloran por él, encerrados en casa, llenos de miedo y angustia. Viene a ellos y dice: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20, 19). Muestra las llagas en las manos y en los pies, la herida en el costado: no es un fantasma, es realmente Él, el mismo Jesús que murió en la cruz y estuvo en el sepulcro. Ante las miradas incrédulas de los discípulos, Él repite: «¡La paz esté con ustedes!» (v. 21).

También nuestras miradas son incrédulas en esta Pascua de guerra. Hemos visto demasiada sangre, demasiada violencia. También nuestros corazones se han llenado de miedo y angustia, mientras tantos de nuestros hermanos y hermanas han tenido que esconderse para defenderse de las bombas. Nos cuesta trabajo creer que Jesús verdaderamente haya resucitado, que verdaderamente haya vencido a la muerte. ¿Será tal vez una ilusión, un fruto de nuestra imaginación?

¡No, no es una ilusión! Hoy más que nunca resuena el anuncio pascual tan querido para el Oriente cristiano: «¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!». Hoy más que nunca tenemos necesidad de Él, al final de una Cuaresma que parece no querer terminar. Tenemos sobre las espaldas dos años de pandemia, que han dejado marcas profundas. Era el momento de salir juntos del túnel, tomados de la mano, poniendo juntos las fuerzas y recursos… Y en cambio, estamos demostrando que no tenemos todavía el espíritu de Jesús, tenemos aún en nosotros el espíritu de Caín, que mira a Abel no como a un hermano, sino como a un rival, y piensa en cómo eliminarlo. Necesitamos del Crucificado Resucitado para creer en la victoria del amor, para esperar en la reconciliación. Hoy más que nunca lo necesitamos a Él, que venga medio de nosotros y nos vuelva a decir: «¡La paz esté con ustedes!».

Sólo Él puede hacerlo. Sólo Él tiene hoy el derecho de anunciarnos la paz. Sólo Jesús, porque lleva las heridas, nuestras heridas. Esas heridas suyas son doblemente nuestras: nuestras porque nosotros se las causamos a Él, con nuestros pecados, con nuestra dureza de corazón, con el odio fratricida; y nuestras porque Él las lleva por nosotros, no las ha borrado de su Cuerpo glorioso, ha querido conservarlas consigo para siempre. Son un sello imborrable de su amor por nosotros, una intercesión perenne para que el Padre celestial las vea y tenga misericordia de nosotros y del mundo entero. Las heridas en el Cuerpo de Jesús resucitado son el signo de la lucha que Él combatió y venció por nosotros con las armas del amor, para que nosotros pudiéramos tener paz, estar en paz, vivir en paz.

Mirando sus llagas gloriosas, nuestros ojos incrédulos se abren, nuestros corazones endurecidos se abren y dejan entrar el anuncio pascual: «¡La paz esté con ustedes!».

Hermanos y hermanas, ¡dejemos entrar la paz de Cristo en nuestras vidas, en nuestras casas, en nuestros países!

Que haya paz para la martirizada Ucrania, tan duramente probada por la violencia y la destrucción de la guerra cruel e insensata a la que ha sido arrastrada. Que sobre esta terrible noche de sufrimiento y de muerte despunte pronto un nuevo amanecer de esperanza. Que se elija la paz. Que se dejen de hacer demostraciones de fuerza mientras la gente sufre. Por favor, por favor: no nos acostumbremos a la guerra, comprometámonos todos a pedir con voz potente la paz, desde los balcones y en las calles. ¡Paz! Que quien tiene la responsabilidad de las naciones escuche el grito de paz de la gente. Que escuchen esa inquietante pregunta que se hicieron los científicos hace casi setenta años: «¿Vamos a poner fin al género humano; o la humanidad sabrá renunciar a la guerra?» (Manifiesto Russell-Einstein, 9 julio 1955).

Llevo en el corazón a todas las numerosas víctimas ucranianas, a los millones de refugiados y desplazados internos, a las familias divididas, a los ancianos que se han quedado solos, a las vidas destrozadas y a las ciudades arrasadas. Tengo en mis ojos la mirada de los niños que se quedaron huérfanos y huyen de la guerra. Mirándolos no podemos dejar de percibir su grito de dolor, junto al de muchos otros niños que sufren en todo el mundo: los que mueren de hambre o por falta de atención médica, los que son víctimas de abusos y violencia y aquellos a los que se les ha negado el derecho a nacer.

En el dolor de la guerra no faltan también signos esperanzadores, como las puertas abiertas de tantas familias y comunidades que en toda Europa acogen a migrantes y refugiados. Que estos numerosos actos de caridad se conviertan en una bendición para nuestras sociedades, a menudo degradadas por tanto egoísmo e individualismo, y contribuyan a hacerlas acogedoras para todos.

Que el conflicto en Europa nos haga también más solícitos ante otras situaciones de tensión, sufrimiento y dolor que afectan a demasiadas regiones del mundo y que no podemos ni queremos olvidar.

Que haya paz para Medio Oriente, lacerado desde hace años por divisiones y conflictos. En este día glorioso pidamos paz para Jerusalén y paz para aquellos que la aman (cf. Sal 121 [122]), cristianos, judíos, musulmanes. Que los israelíes, los palestinos y todos los habitantes de la Ciudad Santa, junto con los peregrinos, puedan experimentar la belleza de la paz, vivir en fraternidad y acceder con libertad a los Santos Lugares, en el respeto recíproco de los derechos de cada uno.

Que haya paz y reconciliación para los pueblos del Líbano, de Siria y de Irak, y en particular para todas las comunidades cristianas que viven en Medio Oriente.

Que haya paz también para Libia, para que encuentre estabilidad después de años de tensiones, y para Yemen, que sufre por un conflicto olvidado por todos con incesantes víctimas: que la tregua firmada en los últimos días pueda restituir la esperanza a la población.

Al Señor resucitado le pedimos el don de la reconciliación para Myanmar, donde perdura un dramático escenario de odio y de violencia, y para Afganistán, donde no se calman las peligrosas tensiones sociales, y una dramática crisis humanitaria está martirizando a la población.

Que haya paz para todo el continente africano, para que cesen la explotación de la que es víctima y la hemorragia causada por los ataques terroristas ― en particular en la zona del Sahel ― y que encuentre apoyo concreto en la fraternidad de los pueblos. Que Etiopía, afligida por una grave crisis humanitaria, vuelva a encontrar el camino del diálogo y la reconciliación, y cese la violencia en la República Democrática del Congo. Que no falten la oración y la solidaridad para las poblaciones de Sudáfrica oriental, afectadas por devastadoras inundaciones.

Que Cristo resucitado acompañe y asista a los pueblos de América Latina que en algunos casos han visto empeorar, en estos difíciles tiempos de pandemia, sus condiciones sociales, agravadas también por casos de criminalidad, violencia, corrupción y narcotráfico.

Al Señor Resucitado pedimos que acompañe el camino de reconciliación que la Iglesia Católica canadiense está recorriendo con los pueblos autóctonos. Que el Espíritu de Cristo Resucitado sane las heridas del pasado y disponga los corazones para la búsqueda de la verdad y la fraternidad.

Queridos hermanos y hermanas, toda guerra trae consigo secuelas que afectan a toda la humanidad: desde los lutos y el drama de los refugiados, a la crisis económica y alimentaria de la que ya se ven señales. Ante los signos persistentes de la guerra, como en las muchas y dolorosas derrotas de la vida, Cristo, vencedor del pecado, del miedo y de la muerte, nos exhorta a no rendirnos frente al mal y a la violencia. Hermanos y hermanas, ¡dejémonos vencer por la paz de Cristo! ¡La paz es posible, la paz es necesaria, la paz es la principal responsabilidad de todos!

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