SIENTO INDIGNACIÓN Y VERGÜENZA: PALABRAS DEL PAPA A LOS PUEBLOS INDÍGENAS CANADIENSES (01/04/2022)

Tras la semana dedicada a encontrar a delegaciones de pueblos indígenas canadienses, este 1º de abril se concluyeron los encuentros del Papa Francisco en una audiencia en la Sala Clementina del Vaticano. Contribuir juntos a superar la mentalidad colonialista fue lo que el Papa pidió a las delegaciones de los pueblos indígenas canadienses, al expresar también su indignación y vergüenza por los relatos que llegaron a lo profundo de su corazón. El Papa Francisco manifestó también la esperanza de poder visitarlos para celebrar a la abuela de Jesús, venerada por muchos de ellos. Compartimos a continuación, el texto de su mensaje, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, buenos días y bienvenidos.

Agradezco a Mons. Poisson por sus palabras y a cada uno de ustedes por la presencia y las oraciones que se han elevado al Cielo. Les estoy agradecido por haber venido a Roma, a pesar de las molestias ocasionadas por la pandemia. En los días pasados escuché con atención sus testimonios. Los he llevado conmigo en la reflexión y en la oración, imaginando sus historias y situaciones. Les reconozco por haber abierto el corazón y porque con esta visita han expresado el deseo de caminar juntos.

Quisiera retomar algunos de los muchos aspectos que me han impactado. Comienzo por una expresión que pertenece a su sabiduría y que no es sólo una forma de decir, sino una forma de ver la vida: “Es necesario pensar siete generaciones hacia adelante cuando se toma una decisión hoy”. Es sabia esta frase, y a largo plazo, y es lo contrario de lo que sucede a menudo en nuestros días, donde se persiguen metas útiles e inmediatas sin considerar el futuro de las próximas generaciones. En cambio, el vínculo entre ancianos y jóvenes es indispensable. Debe ser cultivado y cuidado, porque permite no hacer vana la memoria y no olvidar la identidad. Y cuando se salvaguardan la memoria y la identidad, mejora la humanidad.

Aún así, ha surgido en los días pasados una bella imagen. Se han comparado con las ramas de un árbol. Como ellas, han crecido en distintas direcciones, han atravesado diversas estaciones y también han sido abatidas por fuertes vientos. Pero se han anclado con fuerza a las raíces, que han mantenido sólidas. Y así siguen dando fruto, porque las ramas se extienden en lo alto sólo si las raíces son profundas. Quisiera mencionar algunos frutos, que merecen ser conocidos y valorados. Ante todo su cuidado por el territorio, que no entienden como un bien para explotar, sino como un don del cielo; este para ustedes custodia la memoria de los antepasados que allí reposan y es un espacio vital, en el cual captar la propia existencia dentro de un tejido de relaciones con el creador, con la comunidad humana, con las especies vivientes y con la casa común que habitamos. Todo ello nos lleva a buscar una armonía interior y exterior, a alimentar un gran amor por la familia y a tener un sentido vivo de la comunidad. A ello se agregan las riquezas específicas de sus lenguas, sus culturas, sus tradiciones y formas artísticas, patrimonios que no pertenecen sólo a ustedes, sino a toda la humanidad, porque son expresión de humanidad.

Pero su árbol que da fruto ha sufrido una tragedia, que me han contado en estos días: la de haber sido erradicado. La cadena que ha transmitido conocimientos y estilos de vida, en Unión con el territorio, ha sido rota por la colonización, que sin respeto arrancó a muchos de ustedes del ambiente vital y buscó uniformarlos a otra mentalidad. Así su identidad y su cultura fueron heridas, muchas familias separadas, muchos jóvenes se han convertido en víctimas de esta acción homologante, apoyada en la idea de que el progreso ocurre por colonización ideológica, según programas estudiados sobre la mesa pero que no respetan la vida de los pueblos. Es algo que, desafortunadamente, ocurre aún hoy, a varios niveles: las colonizaciones ideológicas. Cuántas colonizaciones políticas, ideológicas y económicas existen aún en el mundo, impulsadas por la codicia, por la sed de ganancias, sin tomar en cuenta las poblaciones, a sus historias y tradiciones, y a la casa común de la creación. Desafortunadamente aún está muy difundida esta mentalidad colonial. Ayudémonos juntos a superarla.

A través de sus voces he podido tocar con la mano y llevar hacia mi interior, con gran tristeza en el corazón, los relatos de sufrimientos, privaciones, tratos discriminatorios y distintas formas de abusos sufridos por varios de ustedes, en particular en las escuelas residenciales. Es escalofriante pensar en la voluntad de instilar un sentido de inferioridad, de hacer perder a alguien su propia identidad cultural, de truncar las raíces, con todas las consecuencias personales y sociales que ello ha implicado y sigue implicando: traumas sin resolver, que se han vuelto traumas intergeneracionales.

Todo esto ha suscitado en mí dos sentimientos: indignación y vergüenza. Indignación, porque es injusto aceptar el mal, y es aún peor acostumbrarse al mal, como si fuera una dinámica ineludible provocada por los acontecimientos de la historia. No, sin una firme indignación, sin memoria y sin compromiso a aprender de los errores los problemas no se resuelven y regresan. Lo vemos en estos días a propósito de la guerra. Nunca se debe sacrificar la memoria del pasado sobre el altar de un presunto progreso.

Y siento también vergüenza, se los he dicho y lo repito: siento vergüenza, dolor y vergüenza por el papel que distintos católicos, en particular con responsabilidades educativas, han tenido en todo aquello que los hirió, en los abusos y en la falta de respeto hacia su identidad, su cultura e incluso sus valores espirituales. Todo eso es contrario al Evangelio de Jesús. Por la deplorable conducta de esos miembros de la Iglesia católica pido perdón a Dios y quisiera decirles, de todo corazón: estoy muy adolorido por ello. Y me uno a los hermanos obispos canadienses al pedirles perdón. Es evidente que no se pueden transmitir los contenidos de la fe en una modalidad extraña a la fe misma: Jesús nos ha enseñado a acoger, amar, servir y no juzgar; es terrible cuando, precisamente en nombre de la fe, se da un contra testimonio del Evangelio.

Su experiencia amplifica en mí esas preguntas, muy actuales, que el Creador dirigió a la humanidad al inicio de la Biblia. Primero, después de la culpa cometida, pregunta al hombre: «¿Dónde estás?» (Gen 3, 9). Poco después, le hace otra pregunta, que no se puede desvincular de la anterior: «¿Dónde está tu hermano?» (Gen 4, 9). ¿Dónde estás, dónde está tu hermano? Son preguntas que hay que repetirnos siempre, son las interrogantes esenciales de la conciencia para que no nos olvidemos de ser en esta tierra como custodios de la sacralidad de la vida y por tanto custodios de los hermanos, de cada pueblo hermano.

Al mismo tiempo, pienso con gratitud en tantos buenos creyentes que, en nombre de la fe, con respeto, amor y gentileza, han enriquecido su historia con el Evangelio. Me da alegría, por ejemplo, pensaren la veneración que se ha difundido entre muchos de ustedes hacia Santa Ana, la abuela de Jesús. Este año quisiera estar con ustedes, en esos días. Hoy necesitamos reconstituir una alianza entre los abuelos y los nietos, entre los ancianos y los jóvenes, premisa fundamental para una mayor unidad de la comunidad humana.

Queridos hermanos y hermanas, deseo que los encuentros de estos días puedan abrir caminos ulteriores para recorrer juntos, infundir valor y acrecentar el compromiso a nivel local. Un eficaz proceso de curación requiere acciones concretas. En espíritu de fraternidad, animo a los obispos y a los católicos a seguir emprendiendo pasos para la búsqueda transparente de la verdad y para promover la curación de las heridas y la reconciliación; pasos de un camino que permita redescubrir y revitalizar su cultura, acrecentando en la Iglesia el amor, el respeto y la atención específica con respecto a sus tradiciones genuinas. Quisiera decirles que la Iglesia está de su parte y quiere continuar caminando con ustedes. El diálogo es la clave para conocer y compartir y los obispos de Canadá han expresado claramente su compromiso para continuar caminando junto con ustedes en una vía renovada, constructiva, fecunda, donde los encuentros y proyectos compartidos podrán ayudar.

Muy queridos, me han enriquecido sus palabras y aún más su testimonio. Han traído aquí a Roma el sentido vivo de sus comunidades. Estaré feliz de beneficiarme nuevamente de este encuentro con ustedes, visitando sus territorios natales, donde viven sus familias. Seguramente no iré en invierno con ustedes. Les doy ahora él “nos vemos pronto” en Canadá, dónde podré expresarles mejor mi cercanía. Les aseguro mientras tanto la oración, invocando la bendición del creador sobre ustedes, sobre sus familias, sobre sus comunidades.

Y no quiero terminar sin decir una palabra a ustedes, queridos obispos: gracias. Gracias por la valentía, gracias. En la humildad: en la humildad se revela el Espíritu del Señor. Ante historias como ésta que hemos escuchado, la humillación de la Iglesia es fecundidad. Gracias por su valentía.

Y gracias a todos ustedes.

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