EL SEÑOR COMPRENDE NUESTRA HUMANIDAD, ¡INVOQUÉMOSLO!: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL DOMINGO DE LA MISERICORDIA (24/04/2022)

Es el Domingo de la Misericordia, y hoy “el Señor resucitado se aparece a los discípulos”. A ellos, que lo habían abandonado, “les ofrece su misericordia, mostrándoles sus llagas”. Comenzó así la homilía del Papa este 24 de abril durante la celebración de la Santa Misa que fue presidida por Mons. Rino Fisichela, debido a los problemas de rodilla que sufre el Santo Padre. Los cantos en la Basílica de San Pedro resuenan por la Pascua del Señor, y el Papa Francisco habla del saludo del Jesús Resucitado a los discípulos; un saludo que se menciona tres veces en el Evangelio de hoy: “¡La paz esté con ustedes!”. Compartimos a continuación el texto de la homilía del Santo Padre, traducido del italiano:

Hoy el Señor resucitado se aparece a los discípulos y, a ellos, que lo habían abandonado, les ofrece su misericordia, mostrándoles sus llagas. Las palabras que les dirige están acompasadas por un saludo, que aparece en el Evangelio de hoy, tres veces: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20, 19.21.26). ¡La paz esté con ustedes! Es el saludo del Resucitado, que viene al encuentro de toda debilidad y error humano. Sigamos entonces los tres ¡la paz esté con ustedes! de Jesús: en ellos descubriremos tres acciones de la divina misericordia en nosotros. Ésta sobre todo da alegría; luego suscita el perdón; y finalmente consuela en la fatiga.

1. En primer lugar, la misericordia de Dios da alegría, una alegría especial, la alegría de sentirnos perdonados gratuitamente. Cuando en la tarde de Pascua los discípulos ven a Jesús y escucharon que les decía por primera vez ¡la paz esté con ustedes!, se alegraron (cf. v. 20). Estaban encerrados en la casa por el miedo; pero también estaban encerrados en sí mismos, abatidos por un sentimiento de fracaso. Eran discípulos que habían abandonado al Maestro: en el momento de su arresto, habían huido. Pedro lo había incluso negado tres veces y uno del grupo —¡uno de ellos, precisamente!— había sido el traidor. Había motivos para sentirse no sólo atemorizados, sino fracasados, pusilánimes. En el pasado, es cierto, habían tomado decisiones valientes, habían seguido al Maestro con entusiasmo, compromiso y generosidad, pero al final todo se había precipitado; el miedo había prevalecido y habían cometido el gran pecado: dejar solo a Jesús en el momento más trágico. Antes de la Pascua pensaban que estaban hechos para grandes cosas, discutían sobre quién fuese el más grande entre ellos, etc. Ahora están justamente a punto de tocar fondo.

En este clima llega el primer ¡la paz esté con ustedes!. Los discípulos deberían haber sentido vergüenza, y en cambio se llenan de alegría. ¿Quién los entiende? ¿Por qué? Porque ese rostro, ese saludo, esas palabras desvían su atención de sí mismos a Jesús. En efecto, «los discípulos se alegraron —precisa el texto— al ver al Señor» (v. 20). Se alejan de sí mismos y de sus fallas, y son atraídos por sus ojos, donde no hay severidad, sino misericordia. Cristo no recrimina el pasado, sino que les da la benevolencia de siempre. Y esto los reanima, infunde en sus corazones la paz perdida, los hace hombres nuevos, purificados por un perdón que se les da sin cálculos, un perdón que se les da sin méritos.

Esta es la alegría de Jesús, la alegría que hemos sentido también nosotros experimentando su perdón. Nos ha pasado el asemejarnos a los discípulos de la Pascua: después de una caída, de un pecado, de un fracaso. En esos momentos parece que no hay nada más que hacer. Pero precisamente allí el Señor hace lo que sea para darnos su paz: por medio de una Confesión, de las palabras de una persona que se muestra cercana, de una consolación interior del Espíritu, de un acontecimiento inesperado y sorprendente… De diferentes maneras Dios se preocupa de hacernos sentir el abrazo de su misericordia, una alegría que nace de recibir “el perdón y la paz”. Sí, la de Dios es una alegría que nace del perdón y deja la paz. Es así: nace del perdón y deja la paz, una alegría que levanta sin humillar, como si el Señor no entendiera lo que está sucediendo. Hermanos y hermanas, hagamos memoria del perdón y de la paz recibidos de Jesús. Cada uno de nosotros los ha recibido, cada uno de nosotros tiene esa experiencia. Hagamos un poco de memoria, nos hará bien. Pongamos el recuerdo del abrazo y de las caricias de Dios antes que el de nuestros errores y nuestras caídas. Así alimentaremos la alegría. Porque ya nada puede seguir siendo como antes para quien experimenta la alegría de Dios. Esta alegría nos cambia.

2. ¡La paz esté con ustedes! El Señor lo dice por segunda vez, agregando: «Como el Padre me ha enviado a mí, así yo los envío a ustedes» (v. 21). Y les da a los discípulos el Espíritu Santo, para hacerlos trabajadores de reconciliación: «A aquellos a los que perdonen los pecados, serán perdonados» (v. 23). No sólo reciben misericordia, sino que se convierten en dispensadores de esa misma misericordia que han recibido. Reciben este poder, pero no con base en sus méritos, en sus estudios, no: es un puro don de gracia, que se apoya más bien en su experiencia de hombres perdonados. Y me dirijo a ustedes, misioneros de la Misericordia: si cada uno de ustedes no se siente perdonado, que se detenga y no sea misionero de la Misericordia, hasta el momento de sentirse perdonado. Y de esa misericordia recibida serán capaces de dar mucha misericordia, de dar mucho perdón. Y hoy y siempre, en la Iglesia el perdón nos debe llegar así, a través de la humilde bondad de un confesor misericordioso, que sabe que no es quien detenta un poder, sino que es un canal de misericordia, que derrama sobre los demás el perdón del que él mismo en primer lugar ha sido beneficiado. Y de aquí nace ese “perdonar todo”, porque Dios perdona todo, todo y siempre. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él perdona siempre. Y ustedes deben ser canales de este perdón, a través de su propia experiencia de ser perdonados. No hay que torturar a los fieles que vienen con sus pecados, sino entender qué hay, escuchar y perdonar y dar un buen consejo ayudando a seguir adelante. Dios perdona todo: no hay que cerrar esa puerta.

«A aquellos a los que perdonen los pecados, serán perdonados» (v. 23). Estas palabras están en el origen del sacramento de la Reconciliación, pero no sólo. Toda la Iglesia ha sido constituida por Jesús como una comunidad dispensadora de misericordia, un signo y un instrumento de reconciliación para la humanidad. Hermanos, hermanas, cada uno de nosotros ha recibido en el Bautismo el Espíritu Santo para ser hombre y mujer de reconciliación. Cuando experimentamos la alegría de ser liberados del peso de nuestros pecados, de nuestros errores; cuando sabemos en primera persona qué significa renacer, después de una experiencia que parecía no tener salida, entonces se hace necesario compartir con los que están al lado el pan de la misericordia. Sintámonos llamados a esto. Y preguntémonos: yo, aquí donde vivo, yo, en la familia, yo, en el trabajo, en mi comunidad, ¿promuevo la comunión, soy tejedor de reconciliación? ¿Me comprometo en desactivar los conflictos, en llevar perdón donde hay odio, paz donde hay rencor? ¿O yo caigo en el mundo de las habladurías, que siempre mata? Jesús busca en nosotros testigos ante el mundo de estas palabras suyas: ¡La paz esté con ustedes! He recibido la paz: la doy al otro.

3. ¡La paz esté con ustedes!, repite el Señor por tercera vez cuando se aparece nuevamente ocho días después a los discípulos, para confirmar la fe tambaleante de Tomás. Tomás quiere ver y tocar. Y el Señor no se escandaliza de su incredulidad, sino que viene a su encuentro: «Pon aquí tu dedo y mira mis manos» (v. 27). No son palabras desafiantes, sino de misericordia. Jesús comprende la dificultad de Tomás: no lo trata con dureza y el apóstol se conmueve interiormente por tanta benevolencia. Y es así que de incrédulo se vuelve creyente, y hace la confesión de fe más sencilla y hermosa: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Es una hermosa invocación, podemos hacerla nuestra y repetirla durante el día, sobre todo cuando experimentamos dudas y oscuridad, como Tomás.

Porque en Tomás está la historia de todo creyente, de cada uno de nosotros, de todo creyente: hay momentos difíciles, en los que parece que la vida desmiente a la fe, en los que estamos en crisis y necesitamos tocar y ver. Pero, como Tomás, es precisamente aquí que redescubrimos el corazón del Señor, su misericordia. En estas situaciones, Jesús no viene hacia nosotros de modo triunfante y con pruebas abrumadoras, no hace milagros rimbombantes, sino que ofrece cálidos signos de misericordia. Nos consuela con el mismo estilo del Evangelio de hoy: ofreciéndonos sus llagas. No olvidemos esto: ante el pecado, el más escandaloso pecado, nuestro o de los demás, está siempre la presencia del Señor que ofrece sus llagas. No lo olvidemos. Y en nuestro ministerio de confesores, debemos hacer ver a la gente que ante sus pecados están las llagas del Señor, que son más poderosas que el pecado.

Y nos hace descubrir también las llagas de los hermanos y de las hermanas. Sí, la misericordia de Dios, en nuestras crisis y en nuestros cansancios, nos pone a menudo en contacto con los sufrimientos del prójimo. Pensábamos que éramos nosotros los que estábamos en la cúspide del sufrimiento, en el culmen de una situación difícil, y descubrimos aquí, permaneciendo en silencio, que alguien está pasando momentos, períodos peores. Y, si cuidamos las llagas del prójimo y en ellas derramamos misericordia, renace en nosotros una esperanza nueva, que consuela en la fatiga. Preguntémonos entonces si en los últimos tiempos hemos tocado las llagas de alguien que sufre en el cuerpo o en el espíritu; si hemos llevado paz a un cuerpo herido o a un espíritu quebrantado; si hemos dedicado un poco de tiempo a escuchar, acompañar, consolar. Cuando lo hacemos, encontramos a Jesús, que desde los ojos de quienes son probados por la vida, nos mira con misericordia y nos dice: ¡La paz esté con ustedes! Y me gusta pensar en la presencia de la Virgen entre los Apóstoles, allí, y cómo después de Pentecostés la hemos pensado como Madre de la Iglesia: a mí me gusta mucho pensarla el lunes, después del Domingo de la Misericordia, como Madre de la Misericordia: que Ella nos ayude a avanzar en nuestro ministerio tan hermoso.

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