LA GENTE NECESITA DE QUIENES SABEN HACER COMPRENSIBLE LA FE: PALABRAS DEL PAPA A DIRECTIVOS DE LA REVISTA “LA SCUOLA CATTOLICA” (17/06/2022)

La tarea a la que está llamada hoy una escuela de teología fue la premisa a partir de la cual desarrolló su discurso el Papa Francisco al recibir este 17 de junio, en la Sala del Consistorio, a los formadores del Seminario Arzobispal de Milán en el 150º aniversario de la revista La Scuola Cattolica. El discurso fue entregado por el Santo Padre a los participantes, que decidió hablar con ellos espontáneamente. Tres fueron los puntos principales de su mensaje improvisado: la teología como servicio a la fe, como formadora en humanidad y proximidad y la teología al servicio de la evangelización. Compartimos a continuación el texto escrito por el Santo Padre, y entregado a los asistentes, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, buenos días y bienvenidos:

Los recibo en ocasión del 150º aniversario de la revista La Scuola Cattolica, expresión del Seminario Arzobispal de Milán. Los saludo a ustedes, superiores y formadores y, a través suyo, también a los estudiantes y trabajadores del Seminario, como también a los redactores y colaboradores de la revista. Agradezco al Rector por las palabras que me ha dirigido.

Este aniversario invita a interrogarse sobre la tarea a la cual está llamada hoy una escuela de teología y, en particular, sobre el papel de una revista como la de ustedes. Me gusta imaginar que esta revista es un poco como la vitrina de un almacén, donde un artesano expone sus trabajos y se puede admirar su creatividad. Madurado tanto en los laboratorios de las aulas académicas, como en el ejercicio paciente de la investigación y la reflexión, de la discusión y el diálogo, merece ser compartido y hecho accesible a los demás. A la luz de esta premisa, quisiera decirles tres cosas que considero importantes.

1. La teología es servicio a la fe viva de la Iglesia. Muchos piensan que la única utilidad de las Ciencias teológicas se refiere a la formación de los futuros sacerdotes, de los religiosos y religiosas y, cuando mucho, de los trabajadores pastorales y de los profesores de religión. Quizá incluso en la comunidad eclesial no se espera mucho de la teología y de las ciencias eclesiásticas; a veces parece que incluso los responsables, los ministros y los trabajadores pastorales no consideran necesario ese ejercicio vivaz de la inteligencia creyente que es en cambio servicio valioso a la fe viva de la Iglesia.

La comunidad, en efecto, necesita del trabajo de aquellos que intentan interpretar la fe, traducirla y volver a traducirla, hacerla comprensible, exponerla con palabras nuevas: un trabajo que es necesario hacer de nuevo siempre, en cada generación. La Iglesia anima y apoya este esfuerzo, la fatiga de redefinir el contenido de la fe en cada época, en él dinamismo de la tradición. Y es por eso que el lenguaje teológico debe ser siempre vivo, dinámico, no puede dejar de evolucionar de preocuparse de hacerse entender. A veces las predicaciones o las catequesis que escuchamos están hechas en buena parte de moralismos, no suficientemente “teológicos”, es decir poco capaces de hablarnos de Dios y de responder a las preguntas de sentido que acompañan la vida de la gente, y que a menudo no se tiene el valor de formular abiertamente.

Uno de los mayores malestares de nuestro tiempo es en efecto la pérdida de sentido, y la teología, hoy más que nunca, tiene la gran responsabilidad de estimular y orientar la investigación, de iluminar el camino. Preguntémonos siempre de qué forma es posible comunicar las verdades de fe hoy, teniendo en cuenta los cambios lingüísticos, sociales, culturales, utilizando adecuadamente los medios de comunicación, sin nunca diluir, debilitar o “virtualizar” el contenido a transmitir. Cuando hablamos o escribimos, tengamos siempre presente el vínculo entre fe y vida, tengamos cuidado de no resbalar en la auto referencialidad. En particular ustedes, formadores y docentes, en su servicio a la verdad, están llamados a custodiar y comunicar la alegría de la fe en el Señor Jesús, y también una sana inquietud, ese temblor del corazón ante el misterio de Dios. Y sabremos acompañar a otros en la búsqueda cuanto más vivamos esta alegría y esta inquietud. Es decir cuanto más seamos “discípulos”.

2. Una teología capaz de formar expertos en humanidad y proximidad. La renovación y el futuro de las vocaciones es posible solo si hay sacerdotes, diáconos, consagrados y laicos bien formados. Cada vocación particular nace, crece y se desarrolla en el corazón de la Iglesia, y los “llamados” no son hongos que surgen de improviso. Las manos del Señor, que modelan estos “vasos de arcilla”, trabajan a través del cuidado paciente de formadores y acompañantes; a ellos se confía el servicio delicado, experto y competente de cuidar el nacimiento, el acompañamiento y el discernimiento de las vocaciones, en un proceso que requiere mucha docilidad y confianza.

Cada persona es un misterio inmenso y lleva en sí la propia historia familiar, personal, humana, espiritual. Sexualidad, afectividad y capacidad de relacionarse son dimensiones de la persona que hay que considerar y comprender, por parte tanto de la Iglesia como de la ciencia, también en relación a los desafíos y los cambios socioculturales. Una actitud abierta y un buen testimonio permiten al educador “encontrar” toda la personalidad del “llamado”, involucrando la inteligencia, el sentimiento, el corazón, los sueños y las aspiraciones.

Cuando se discierne si una persona puede emprender o no un itinerario vocacional, es necesario escrutarla y valorarla de manera integral: considerar su manera de vivir los afectos, las relaciones, los espacios, los roles, las responsabilidades, así como también sus fragilidades, los miedos y los desequilibrios. Todo el itinerario debe activar procesos con la finalidad de formar sacerdotes y consagrados maduros, expertos en humanidad y proximidad, y no funcionarios de lo sagrado. Los superiores y los formadores del seminario, los acompañantes y las mismas personas en formación están llamadas a crecer cotidianamente hacia la plenitud de Cristo (cf. Ef 4, 13), para que, a través del testimonio de cada uno, se manifieste más claramente la caridad de Cristo y la misma preocupación de la Iglesia hacia todos, especialmente hacia los últimos y los excluidos.

Un buen formador expresa su propio servicio en una actitud que podemos llamar “diaconía de la verdad”, porque está en juego la existencia concreta de las personas, que a menudo viven sin certezas seguras, sin orientaciones compartidas, bajo el insistente condicionamiento de informaciones, noticias y mensajes muchas veces contradictorios, que modifican la percepción de la realidad orientando hacia el individualismo y la indiferencia.

Los seminaristas y los jóvenes en formación deben poder aprender más de su vida que de sus palabras; poder aprender la docilidad de su obediencia, la laboriosidad de su dedicación, la generosidad con los pobres de su sobriedad y disponibilidad, la paternidad de su afecto Casto y no posesivo. Somos consagrados para servir al Pueblo de Dios, para cuidar las heridas de todos, a partir de los más pobres. La idoneidad para el ministerio está ligada a la disponibilidad, gozosa y gratuita, hacia los demás. El mundo necesita sacerdotes capaces de comunicar la bondad del Señor a quien ha experimentado el pecado y el fracaso, de sacerdotes expertos en humanidad, de pastores dispuestos a compartir las alegrías y las fatigas de los hermanos, de hombres que sepan escuchar el grito de quien sufre (cf. Discurso a la comunidad del Pontificio seminario regional de Le Marche “Pío XI”, 10 de junio 2021).

3. La teología al servicio de la evangelización. Queridos hermanos, en el corazón de nuestro servicio eclesial está la evangelización, que nunca es proselitismo, sino atracción a Cristo, favoreciendo el encuentro con Él que te cambia la vida, que te hace feliz y hace de ti, cada día, una nueva criatura y un signo visible de su amor. Todos los hombres y mujeres tienen el derecho de recibir el Evangelio y los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie. Todo el Pueblo de Dios, peregrino y evangelizador, anuncia el Evangelio porque, ante todo, es un pueblo en camino hacia Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 14; 111). Y en este camino no puede sustraerse al diálogo con el mundo, con las culturas y las religiones. El diálogo es una forma de acogida y la teología que evangeliza es una teología que se nutre de diálogo y de acogida. El diálogo y la memoria viva del testimonio de amor y de paz de Jesucristo son los caminos que hay que recorrer para construir juntos un futuro de justicia, de fraternidad, de paz para toda la familia humana.

Recordémonos siempre que es el Espíritu Santo quien nos introduce en el Misterio y da impulso a la misión de la Iglesia. Por eso “el hábito” del teólogo es el del hombre espiritual, humilde de corazón, abierto a las infinitas novedades del Espíritu y cercano a las heridas de la humanidad pobre, descartada y sufriente. Sin humildad el Espíritu se escapa, sin humildad no hay compasión, y una teología privada de compasión y de misericordia se reduce a un discurso estéril sobre Dios, quizá bello, pero vacío, sin alma, incapaz de servir a su voluntad de encarnarse, de hacerse presente, de hablar al corazón. Porque la plenitud de la verdad – a la cual el Espíritu conduce –no es tal si no está encarnada.

En efecto, enseñar y estudiar teología significa vivir en una frontera, esa en que el Evangelio se encuentra con las necesidades reales de la gente. También los buenos teólogos, como los buenos pastores, huelen a pueblo y a calle y, con su reflexión, derraman aceite y vino sobre las heridas de muchos. Ni la Iglesia ni el mundo necesitan una teología “de escritorio”, sino una reflexión capaz de acompañar los procesos culturales y sociales, en particular las transiciones difíciles, haciéndose cargo también de los conflictos. Debemos cuidarnos de una teología que se gasta en la disputa académica o que miran a la humanidad desde un castillo de cristal (cf. Carta al Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica Argentina, 3 de marzo 2015).

El Evangelio no deja de recordarnos que la sal puede perder su sabor. Y si nosotros vivimos más o menos tranquilos en medio del mundo, sin una sana inquietud, eso puede significar que nos hemos vuelto tibios (cf. H. de Lubac, Meditazione sulla Chiesa: Opera Omnia, vol. 8, Milán 1993, 166). He aquí por qué necesitamos una teología viva, que de “sabor” más que “saber”, que esté en la base de un diálogo eclesial serio, de un discernimiento sinodal, de la organización y la práctica en las comunidades locales, para un relanzamiento de la fe en las transformaciones culturales de hoy. Que una teología que sirva a la vida buena sea el camino maestro de su compromiso eclesial, digna de ser expuesta entre las cosas bellas de la vitrina de su revista. Una teología capaz de diálogo con el mundo, con la cultura, atenta a los problemas del tiempo y fiel a la misión evangelizadora de la Iglesia y fiel también a su enraizamiento en el Seminario de Milán, llamado a ser lugar de vida, discernimiento y formación.

Queridos hermanos, espero que estas reflexiones puedan ayudarles a cultivar su vocación de servicio a la fe, a la Iglesia, al mundo. Les agradezco y les deseo toda clase de bienes para su trabajo. Bendigo de corazón a ustedes y a toda la comunidad; y les pido, por favor, orar por mí.

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