EL ESPÍRITU SANTO NOS HACE REACCIONAR ANTE SENTIMIENTOS NEGATIVOS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE PENTECOSTÉS (05/06/2022)

El Papa Francisco, en su homilía de la Misa de Pentecostés en la Basílica de San Pedro, presidida por el Cardenal Giovanni Battista Re, Decano del Colegio Cardenalicio ese 5 de junio, recordó que el Espíritu Santo, el Consolador, es concreto, no es idealista y quiere que nos concentremos en el aquí y ahora, porque el sitio donde estamos y el tiempo en que vivimos son los lugares de la gracia. Transcribimos a continuación, el texto de su homilía, traducido del italiano:

En la frase final del Evangelio que hemos escuchado, Jesús hace una afirmación que nos da esperanza y al mismo tiempo nos hace reflexionar. Dice a los discípulos: «El Espíritu Santo, que mi Padre enviará en mi nombre, él les enseñará cada cosa y les recordará todo lo que yo les he dicho» (Jn 14, 26). Nos impacta ese “cada cosa”, y este “todo”; y nos preguntamos: ¿en qué sentido el Espíritu da a quienes lo reciben esta comprensión nueva y plena? No es cuestión de cantidad, ni cuestión académica: Dios no quiere hacer de nosotros enciclopedias o eruditos. No. Es cuestión de calidad, de perspectiva, de olfato. El Espíritu nos hace ver todo de un modo nuevo, según la mirada de Jesús. Lo expresaría así: en el gran camino de la vida, Él nos enseña por dónde empezar, qué caminos tomar y cómo caminar. Está el Espíritu que nos dice por dónde empezar, qué camino tomar y cómo caminar, el estilo de “cómo caminar”.

En primer lugar: por dónde empezar. El Espíritu, en efecto, nos indica el punto de partida de la vida espiritual. ¿Cuál es? Jesús habla de ello en el primer versículo de hoy, donde dice: «Si me aman, observarán mis mandamientos» (v. 15). Si me aman, observarán: esta es la lógica del Espíritu. Nosotros pensamos a menudo a la inversa: si observamos, amamos. Estamos acostumbrados a pensar que el amor deriva esencialmente de nuestra observancia, de nuestro talento, de nuestra religiosidad. En cambio, el Espíritu nos recuerda que, sin el amor en la base, todo lo demás es vano. Y que este amor no nace tanto de nuestras capacidades, este amor es don suyo. Él nos enseña a amar y debemos pedir este don. Es el Espíritu de amor el que pone en nosotros el amor, es Él quien nos hace sentir amados y nos enseña a amar. Él es el “motor” — por así decirlo — de nuestra vida espiritual. Es Él quien mueve todo en nuestro interior. Pero si no comenzamos desde el Espíritu o con el Espíritu o por medio del Espíritu, el camino no se puede hacer.

Él mismo nos lo recuerda, porque es la memoria de Dios, es Aquel que nos recuerda todas las palabras de Jesús (cf. v. 26). Y el Espíritu Santo es una memoria activa, que enciende y reaviva en el corazón el afecto por Dios. Hemos experimentado su presencia en el perdón de los pecados, cuando hemos sido llenados de su paz, de su libertad, de su consolación. Es esencial alimentar esta memoria espiritual. Siempre recordamos lo que va mal: resuena con frecuencia en nosotros esa voz que nos recuerda los fracasos y las deficiencias, que nos dice: “Ves, otra caída, otra desilusión, nunca lo conseguirás, no eres capaz”. Esto es un estribillo feo y malo. El Espíritu Santo, en cambio, recuerda todo lo contrario: “¿Has caído? Pero, eres hijo. ¿Has caído? Eres hija de Dios, eres una criatura única, elegida, preciosa; has caído, pero eres siempre amado y amada: incluso si has perdido la confianza en ti mismo, Dios confía en ti”. Esta es la memoria del Espíritu, lo que el Espíritu nos recuerda continuamente: Dios se acuerda de ti. Tú puedes perder la memoria de Dios, pero Dios no la pierde de ti: continuamente se acuerda de ti.

Sin embargo, tú podrías objetar: hermosas palabras; pero yo tengo muchos problemas, heridas y preocupaciones que no se resuelven con consuelos fáciles. Pues bien, es precisamente ahí que el Espíritu pide poder entrar. Porque Él, el Consolador, es Espíritu de curación, es Espíritu de resurrección, y puede transformar esas heridas que te queman por dentro. Él nos enseña a no suprimir los recuerdos de las personas y de las situaciones que nos han hecho mal, sino a dejarlos habitar por su presencia. Así hizo con los Apóstoles y con sus fallas. Habían abandonado a Jesús antes de la Pasión, Pedro lo había negado, Pablo había perseguido a los cristianos: ¡cuántos errores, cuántos sentimientos de culpa! Y nosotros, pensamos en nuestros errores: cuántos errores, cuántos sentimientos de culpa. Solos no había una salida. Solos no; con el Consolador sí. Porque el Espíritu sana los recuerdos: sana los recuerdos. ¿Cómo? Volviendo a poner como lo más importante lo que cuenta: el recuerdo del amor de Dios, su mirada sobre nosotros. Así pone orden en la vida: nos enseña a acogernos, nos enseña a perdonar, a perdonarnos a nosotros mismos. No es fácil perdonarse a sí mismo: el Espíritu nos enseña este camino, nos enseña a reconciliarnos con el pasado. A volver a empezar.

Además de recordarnos el punto de partida, el Espíritu nos enseña qué caminos tomar. Nos recuerda el punto de partida, pero ahora nos enseña qué camino tomar. Lo aprendemos de la segunda Lectura, donde San Pablo explica que quienes «son guiados por el Espíritu de Dios» (Rom 8, 14) «caminan no según la carne sino según el Espíritu» (v. 4). El Espíritu, en otras palabras, frente a las encrucijadas de la existencia, nos sugiere el mejor camino a tomar. Por eso es importante saber discernir su voz de la del espíritu del mal. Las dos nos hablan: aprender a discernir para entender dónde está la voz del Espíritu, para reconocerla y seguir el camino, seguir lo que Él nos está diciendo.

Pongamos algunos ejemplos: el Espíritu Santo nunca te dirá que en tu camino todo está bien. Nunca te lo dirá, porque no es verdad. No, te corrige, te lleva también a llorar por los pecados; te impulsa a cambiar, a combatir contra tus falsedades y dobleces, aunque eso implique esfuerzo, lucha interior y sacrificio. El espíritu malo, en cambio, te empuja a hacer siempre lo que te guste y lo que quieras; te lleva a creer que tienes derecho a usar tu libertad como te parezca. Pero después, cuando te quedas vacío interiormente, — es fea, esta experiencia de sentir el vacío dentro: ¡muchos de nosotros la hemos sentido! —, y tú, cuando te quedas con el vacío dentro, te acusa: el espíritu malo te acusa, se convierte en el acusador, te tira por tierra, te destruye. El Espíritu Santo, que a lo largo del camino te corrige, nunca te deja tirado en el suelo, nunca, sino que te toma de la mano, te consuela y te anima siempre.

Una vez más, cuando veas que se agitan dentro de ti, amargura, pesimismo y pensamientos tristes — ¡cuántas veces hemos caído en esto! —, cuando suceden estas cosas es bueno saber que eso nunca viene del Espíritu Santo. Nunca: las amarguras, el pesimismo, los pensamientos tristes no vienen del Espíritu Santo. Vienen del mal, que se siente cómodo en la negatividad y usa a menudo esta estrategia: alimenta la impaciencia, el victimismo, hace sentir la necesidad de autocompadecernos – es malo, este autocompadecernos, pero cuántas veces… – y con la necesidad de autocompadecernos viene la necesidad de reaccionar a los problemas criticando, echando toda la culpa a los demás. Nos vuelve nerviosos, desconfiados y quejumbrosos. La queja, es precisamente el lenguaje del espíritu malo: te lleva a la queja, que es siempre estar triste, con un espíritu de cortejo fúnebre. Las quejas… El Espíritu Santo, por el contrario, invita a no perder nunca la confianza y a volver a empezar siempre: ¡levántate, levántate! Siempre te da ánimo: ¡levántate! Y te toma de la mano: ¡levántate! ¿Cómo? Primero, poniéndonos en juego, sin esperar que sea otro el que comience. Y luego, llevando a quienes encontremos esperanza y alegría, no quejas; no envidiando nunca a los demás, ¡nunca! La envidia es la puerta por la que entra el espíritu malo, lo dice la Biblia: por la envidia del diablo el mal entró en el mundo. Nunca envidiar, nunca. El Espíritu Santo te conduce bien, te lleva a alegrarte del éxito de los demás: “¡Qué bueno! ¡Qué bueno que esto salió bien!”.

Además, el Espíritu Santo es concreto, no es idealista: quiere que nos concentremos en el aquí y ahora, porque el sitio donde estamos y el tiempo en que vivimos son los lugares de la gracia. El lugar de la gracia es el lugar concreto hoy: aquí, ahora. ¿Cómo? No son las fantasías que nosotros podemos pensar, y el Espíritu te lleva a lo concreto, siempre. El espíritu del mal, en cambio, quiere distraernos del aquí y del ahora, llevarnos con la cabeza a otra parte: con frecuencia nos ancla en el pasado: en los remordimientos, en las nostalgias, en aquello que la vida no nos ha dado. O bien nos proyecta hacia el futuro, alimentando temores, miedos, ilusiones, falsas esperanzas. El Espíritu Santo no, nos lleva a amar aquí y ahora, en concreto: no un mundo ideal, una Iglesia ideal, no una congregación religiosa ideal, sino lo que está, a la luz del sol, en la transparencia, en la sencillez. ¡Qué diferencia con el maligno, que fomenta las cosas dichas a las espaldas, las habladurías, los chismorreos! El chisme es un hábito malo, que destruye la identidad de las personas.

El Espíritu nos quiere juntos, nos funda como Iglesia y hoy — tercer y último aspecto — enseña a la Iglesia cómo caminar. Los discípulos estaban escondidos en el cenáculo, después el Espíritu desciende y los hace salir. Sin el Espíritu estaban entre ellos, con el Espíritu se abren a todos. En cada época, el Espíritu le da vuelta a nuestros esquemas y nos abre a su novedad. Está la novedad de Dios siempre, que es la novedad del Espíritu Santo; siempre enseña a la Iglesia la necesidad vital de salir, la necesidad fisiológica de anunciar, de no quedarse encerrada en sí misma: de no ser un rebaño que refuerza el recinto, sino un prado abierto para que todos puedan alimentarse de la belleza de Dios; nos enseña a ser una casa acogedora sin muros divisorios. El Espíritu mundano, en cambio, presiona para que nos concentremos sólo en nuestros problemas, en nuestros intereses, en la necesidad de ser relevantes, en la defensa tenaz de nuestras pertenencias nacionales y de grupo. El Espíritu Santo no: invita a olvidarnos de nosotros mismos, a abrirnos a todos. Y así rejuvenece a la Iglesia. Tengamos cuidado: Él la rejuvenece, no nosotros. Nosotros tratamos de maquillarla un poco: esto no sirve. Él, la rejuvenece. Porque la Iglesia no se programa y los proyectos de modernización no bastan. El Espíritu nos libera de la obsesión por las urgencias y nos invita a caminar por caminos antiguos y siempre nuevos, los del testimonio, los caminos del testimonio, los caminos de la pobreza, los caminos de la misión, para liberarnos de nosotros mismos y enviarnos al mundo.

Y finalmente —lo que es curioso— el Espíritu Santo es el autor de la división, incluso de la confusión, de un cierto desorden. Pensemos en la mañana de Pentecostés: el autor crea división de lenguas, de actitudes… ¡eso era todo un alboroto! Pero, del mismo modo, es el autor de la armonía. Divide con la variedad de los carismas, pero es una división fingida, porque la verdadera división se inserta en la armonía. Él hace la división con los carismas y Él hace la armonía con toda esta división, y esta es la riqueza de la Iglesia.

Hermanos y hermanas, entremos en la escuela del Espíritu Santo, para que nos enseñe cada cosa. Invoquémoslo cada día, para que nos recuerde comenzar siempre desde la mirada de Dios sobre nosotros, movernos en nuestras decisiones escuchando su voz, caminar juntos, como Iglesia, dóciles a Él y abiertos al mundo. Así sea.

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