CATEQUESIS DEL PAPA: LA VEJEZ ES UN LÍMITE Y UN DON, DESCARTARLA ES TRAICIONAR LA VIDA (15/06/2022)

Otra catequesis del Papa Francisco dedicada a la vejez en la Audiencia General de este 15 de junio, celebrada en la Plaza de San Pedro ante miles de fieles y peregrinos de diversas partes del mundo. El punto de partida de la reflexión del Santo Padre fue en esta ocasión, el pasaje del Evangelio de Marcos de la curación de la suegra de Pedro, con el tema “El alegre servicio de la fe que se aprende en la gratitud”. La dulzura de Jesús hacia la mujer en esta página del Evangelio, dijo el Sumo Pontífice, demuestra claramente “su especial sensibilidad hacia los débiles y los enfermos, que el Hijo de Dios había ciertamente aprendido de su Madre”. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

El alegre servicio de la fe que se aprende en la gratitud (cf. Mc 1, 29-31)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hemos escuchado el sencillo y conmovedor relato de la curación de la suegra de Simón —que todavía no era llamado Pedro— en la versión del evangelio de Marcos. El breve episodio es narrado, con ligeras pero sugerentes variaciones, también en los otros dos evangelios sinópticos. «La suegra de Simón estaba en la cama con fiebre», escribe Marcos. No sabemos si se trataba de una enfermedad leve, pero en la vejez incluso una simple fiebre puede ser peligrosa. De viejos, ya no se manda sobre el propio cuerpo. Es necesario aprender a elegir qué hacer y qué no hacer. El vigor del físico disminuye y nos abandona, aún si nuestro corazón no deja de desear. Es necesario entonces aprender a purificar el deseo: tener paciencia, elegir qué pedir al cuerpo y a la vida. De viejos no podemos hacer lo mismo que hacíamos de jóvenes: el cuerpo tiene otro ritmo, y debemos escuchar al cuerpo y aceptar los límites. Todos los tenemos. También yo tengo que andar con el bastón, ahora.

La enfermedad pesa sobre el anciano, de una manera diferente y nueva con respecto a cuando se es joven o adulto. Es como un golpe duro que se abate en un momento ya difícil. La enfermedad del viejo parece apresurar la muerte y en todo caso disminuir ese tiempo de vida que ya consideramos breve. Se insinúa la duda de que no nos recuperaremos, de que “esta vez será la última que me enferme…”, y así: vienen estas ideas… No se logra soñar la esperanza en un futuro que aparece ya inexistente. Un famoso escritor italiano, Italo Calvino, notaba la amargura de los viejos que sufren perderse de las cosas de antes, más de lo que disfrutan la llegada de las nuevas. Pero la escena evangélica que hemos escuchado nos ayuda a esperar y nos ofrece ya una primera enseñanza: Jesús no visita solo a esa anciana mujer enferma, va junto con los discípulos. Y esto nos hace pensar un poco.

Es precisamente la comunidad cristiana la que debe cuidar de los ancianos: parientes y amigos, pero la comunidad. La visita a los ancianos debe ser hecha por muchos, juntos y con frecuencia. Nunca deberíamos olvidar estas tres líneas del Evangelio. Sobre todo, hoy que el número de los ancianos ha crecido notablemente, incluso en proporción con los jóvenes, porque estamos en este invierno demográfico, se tienen menos hijos y hay muchos ancianos y pocos jóvenes. Debemos sentir la responsabilidad de visitar a los ancianos que a menudo están solos y presentarlos al Señor con nuestra oración. Jesús mismo nos enseñará cómo amarlos. «Una sociedad es verdaderamente acogedora de la vida cuando reconoce que ella es valiosa también en la ancianidad, en la discapacidad, en la enfermedad grave e, incluso, cuando se está extinguiendo» (Mensaje a la Pontificia Academia por la Vida, 19 de febrero de 2014). La vida siempre es valiosa. Jesús, cuando ve a la anciana mujer enferma, la toma de la mano y la cura: el mismo gesto que hace para resucitar a esa joven que estaba muerta: la toma de la mano y hace que se levante, la cura poniéndola de nuevo de pie. Jesús, con este gesto tierno de amor, da la primera lección a los discípulos: es decir, la salvación se anuncia o, mejor, se comunica a través de la atención a esa persona enferma; y la fe de esa mujer resplandece en la gratitud por la ternura de Dios que se inclinó hacia ella. Vuelvo a un tema que he repetido en estas catequesis: esta cultura del descarte parece borrar a los ancianos. Sí, no los mata, pero socialmente los borra, como si fueran un peso que llevar adelante: es mejor esconderlos. Esto es una traición de la propia humanidad, esta es lo más terrible, esto es seleccionar la vida según la utilidad, según la juventud y no con la vida como es, con la sabiduría de los viejos, con los límites de los viejos. Los viejos tienen mucho que darnos: está la sabiduría de la vida. Mucho que enseñarnos: por eso nosotros debemos enseñar también a los niños que cuiden a los abuelos y vayan con los abuelos. El diálogo jóvenes-abuelos, niños-abuelos es fundamental para la sociedad, es fundamental para la Iglesia, es fundamental para la sanidad de la vida. Donde no hay diálogo entre jóvenes y viejos falta algo y crece una generación sin pasado, es decir sin raíces.

Si la primera lección la dio Jesús, la segunda nos la da la anciana mujer, que “se levantó y se puso a servirles”. También como ancianos se puede, es más, se debe servir a la comunidad. Está bien que los ancianos cultiven todavía la responsabilidad de servir, venciendo la tentación de hacerse a un lado. El Señor no los descarta, al contrario, les dona de nuevo la fuerza para servir. Y me gusta señalar que no hay ningún especial énfasis en el relato por parte de los evangelistas: es la normalidad del seguimiento, que los discípulos aprenderán, en todo su significado, a lo largo del camino de formación que vivirán en la escuela de Jesús. Los ancianos que conservan la disposición para la curación, el consuelo, la intercesión por sus hermanos y hermanas —sean discípulos, sean centuriones, personas atacadas por espíritus malignos, personas descartadas… —, son quizá el testimonio más alto de la pureza de esta gratitud que acompaña la fe. Si los ancianos, en vez de ser descartados y apartados de la escena de los eventos que marcan la vida de la comunidad, fueran puestos en el centro de la atención colectiva, serían animados a ejercer el valioso ministerio de la gratitud hacia Dios, que no olvida a nadie. La gratitud de las personas ancianas por los dones recibidos de Dios en su vida, así como nos enseña la suegra de Pedro, restituye a la comunidad la alegría de la convivencia, y confiere a la fe de los discípulos el rasgo esencial de su destino.

Pero debemos aprender bien que el espíritu de la intercesión y del servicio, que Jesús prescribe a todos sus discípulos, no es simplemente una cosa de mujeres: no hay sombra de esta limitación, en las palabras y en los gestos de Jesús. El servicio evangélico de la gratitud por la ternura de Dios no se escribe de ninguna manera en la gramática del hombre amo y de la mujer sierva. Esto, sin embargo, no quita que las mujeres, sobre la gratitud y sobre la ternura de la fe, puedan enseñar a los hombres cosas que a ellos les cuesta más comprender. La suegra de Pedro, antes de que los Apóstoles lo entendieran, a lo largo del camino del seguimiento de Jesús, les mostró el camino también a ellos. Y la especial delicadeza de Jesús, que le “tocó la mano” y se “inclinó delicadamente” hacia ella, dejó claro, desde el principio, su especial sensibilidad hacia los débiles y los enfermos, que el Hijo de Dios había ciertamente aprendido de su Madre. Por favor, actuemos de manera que los viejos, que los abuelos, las abuelas estén cerca de los niños, de los jóvenes, para transmitir esta memoria de la vida, para transmitir esta experiencia de la vida, esta sabiduría de la vida. En la medida en que nosotros hacemos que los jóvenes y los viejos se conecten, en esta medida habrá más esperanza para el futuro de nuestra sociedad. Gracias.

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